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Los cuarentones estamos acabados como se demuestra aquí
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Alberto Olmos

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Los cuarentones estamos acabados como se demuestra aquí

Bruno Galindo propone en su novela 'Remake' un sofisticado juego de nostalgia y crítica cultural

Foto: Pobres cuarentones. Foto: Pixabay
Pobres cuarentones. Foto: Pixabay

La generación Nocilla fue como Podemos: unos pocos progresaron volviéndose cada vez más convencionales y todos aquellos que se creyeron lo de la posmodernidad desaparecieron de las librerías. El símil es un tanto injusto, desde luego, pero hay algo en sendas aniquilaciones (la de la ilusión popular de Podemos; la del arrojo experimental de la Nocilla) que confluye en el -por lo demás- amplio espacio de la derrota.

Les recuerdo que llamamos Nocilla durante muchos años a una decena larga de autores que iban a cambiar el canon literario nacional poniendo fotos en los libros, renunciando a la trama, citando a Deleuze y abusando de la prefijación. Todo sería pos-algo, una meta-cosa o un proto-ser, y siempre un 'artefacto'; o no sería.

El caso es que el otro día me di cuenta de que, en lo que a la literatura se refiere, ya no hay modernos. Antes íbamos sobrados, todo el mundo escribía cosas raras y publicaba en Random House y leía a Foster Wallace o decía al menos que lo había intentado. Ahora -un ahora que dura diez años- cada cual cuenta su vida sin complicarse demasiado y espera que sus cuitas personales compitan victoriosamente con las cuitas de los demás, que a lo mejor no son tan dramáticas ni tienen ese padre distante ni esa madre turuleta ni esa cabra ni ese accidente casi mortal ni esa promiscuidad que tienes tú. “Yo, yo, yo”, como arrancaba sus diarios Witold Gombrowicz.

La debacle que empezó hace diez años la explicaba Agustín Fernández Mallo con que, debido a la crisis económica de 2008, las propuestas más arriesgadas salían perjudicadas, porque las editoriales necesitarían vender libros con más urgencia y no estaban para innovaciones estridentes. Es una idea interesante. También puede ser que todo pase de moda, todo canse, nade triunfe definitivamente y el premio Planeta se vaya a reír de nosotros para siempre.

Remake

De ahí el enorme placer al encontrarme con una novela como 'Remake' (Aristas Martínez), de Bruno Galindo, una novela exactamente igual a las que recibíamos por decenas entre 2005 y 2010. El hecho de que este fantástico libro aparezca en una pequeña editorial de Badajoz, y no en un sello más vigoroso, da una idea de cómo anda el patio.

'Remake' es la segunda novela de Bruno Galindo, periodista todoterreno al que se le ve mucho por Corea del Norte y por el Barrio de las Letras de Madrid. La cosa es que Galindo visitó el país más inverosímil sobre la faz de la Tierra y publicó 'Diarios de corea' (2007), para después debutar como narrador con 'El público' (Lengua de Trapo, 2012), una estupenda novela sobre las relaciones de pareja en los tiempos en los que, precisamente, todo el mundo quería ser incuestionablemente moderno. Ocho años después nos llega 'Remake', que viene a consumar todo tipo de sepelios y nostalgias y a gritarle a un par de generaciones que lo mejor hubiera sido no salir de los años 90 nunca. Un poco como 'Vernon Subutex', de Virginie Despentes, ahora en nueve capítulos en Filmin.

Ha venido Galindo a gritarle a un par de generaciones que lo mejor hubiera sido no salir de los años 90 nunca

La obra arranca, muy radicalmente, con lo que Guillermo Cabrera Infante, en su versión de crítico de cine, llamaba un set-piece. Así, 'Remake' transgrede el orden clásico de la impresión de libros para mostrarnos enseguida una pequeña escena donde se presenta al protagonista, un director de cine en horas bajas, volviendo a su casa de una fiesta. Después de esta escena, irrumpe, en la página 13, la portadilla, REMAKE, BRUNO GALINDO, ARISTAS MARTÍNEZ, y luego la cita que suele servir de pórtico a una novela.

Nuestro héroe, ese director cuyas películas cada vez obtienen una puntuación más lamentable en IMDb, trabaja ahora como realizador de vídeos corporativos, mantiene una relación amorosa con una agente de actores y se ve asediado por los conceptos de repetición, copia y homenaje. Su vida, en cuanto vida de mierda, es una vida donde mirar al pasado es mucho más alentador que otear el futuro.

Por ahí va entrando en la novela, a través de exposiciones, grupos recreacionistas y extrañas coincidencias faciales (una joven actriz cuya rostro es idéntico al de la agente hace décadas), la posibilidad misma de vivir en bucle, recrear escenas de alegría de tu juventud y decretar el fin de la historia junto al de tu propia biografía. Lo importante es salvarse de la vejez y del trap.

La prosa de Galindo es neutra y fría, 'pereciana', muy de las cosas y sus nombres, y consigue una temperatura casi adictiva en su sofisticación desapasionada. Abundan, como es obvio, las referencias culturales, al cine mayormente, con listas (de nuevo, Perec) de hitos propios de cada década y mucha sensación de haberlo visto todo ya en una película.

Una preciosa canción de Gérard Manset, de 1991, titulada 'Revivre' ('Revivir') se convierte en el talismán de la novela, pues el trovador galo canta igualmente al imposible de volver atrás y quedarse allí, certificando con ello lo acabados que estamos ya todos: “Hay que volver a hacer lo que nos gusta, y sentirse tan lejos, tan lejos de la infancia.”

La generación Nocilla fue como Podemos: unos pocos progresaron volviéndose cada vez más convencionales y todos aquellos que se creyeron lo de la posmodernidad desaparecieron de las librerías. El símil es un tanto injusto, desde luego, pero hay algo en sendas aniquilaciones (la de la ilusión popular de Podemos; la del arrojo experimental de la Nocilla) que confluye en el -por lo demás- amplio espacio de la derrota.

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