Es noticia
¿Me perdonará alguna vez mi hija por haberla llevado a la escuela?
  1. Cultura
  2. Mala Fama
Alberto Olmos

Mala Fama

Por

¿Me perdonará alguna vez mi hija por haberla llevado a la escuela?

Llevar a un niño al colegio por primera vez es una de las experiencias más reveladoras y traumáticas de la paternidad

Foto: Clase de un colegio en Madrid. (Alejandro Martínez Vélez)
Clase de un colegio en Madrid. (Alejandro Martínez Vélez)

Lo que más me gusta del colegio de mi hija es que le dan de comer. Cuando pienso en su colegio (CEIP, por sus siglas en Google Maps), solo pienso en que hoy habrá comido bien. Nunca le pregunto a mi hija qué ha aprendido ese día, sino qué ha comido. En realidad, una vez sí le pregunté qué había aprendido. “Nada”, me dijo. Y eso me confirmó que estábamos de acuerdo. Al colegio vas a comer, poco más.

La próxima semana se acaba el colegio, y mi hija empezará a pasar hambre. Lo bueno del verano es que distrae mucho del hambre, con la playa y las piscinas, así que aguantaremos. No puedes competir con cocineras profesionales, para qué nos vamos a engañar. El caso es que llevar a un niño al colegio todos los días es un poco menos aburrido que preguntarle todos los días qué ha comido. Adivina, dice. Y se sucede, cada día, una charla interminable donde uno va adivinando alimentos, sabiéndose ya las especialidades de las cocineras escolares. Soldaditos de Pavía, por ejemplo.

Foto: Sede del Tribunal Constitucional. (EFE)

El primer día de colegio de un niño —lo que sigue son opiniones personales, aunque se las venda como verdades irrebatibles— comienzas a dejar de ser su padre. Es un día estupendo. Es un día glorioso, muy difícil de olvidar. Como mi hija no fue a la guardería, esa jornada marcó la bifurcación de nuestros caminos sobre el mundo. Ella iba al colegio y yo podía volver a preguntarme por el sentido de mi vida. Los niños, de bebés, dan bastante sentido a la vida, de modo que empezar a no verlos durante buena parte del día aboca a filosofías vertiginosas. El día de la separación, ese momento en el que delegas el cuidado y protección de un niño en un sistema penal con encerados y urinarios diminutos, pensé sobre todo en ella. Pensé, por ejemplo, en que ella entraba en el edificio del colegio con una inocencia estremecedora. No sabía —y yo lo pensaba con estas mismas palabras— que iba a pasarse en ese edificio los próximos 11 años de su vida. Realmente la niña fue a su primera clase como había ido antes a un parque de bolas, a la casa de un amigo nuestro o a un taller de repostería infantil, pensando que la parada era efímera, y el lugar, pasajero, que no le daría tiempo a aprendérselo ni a odiarlo, que no formaría parte, en fin, de su futuro sentimental. Mi colegio. Y pensé: no sabes, hija mía, lo que te va a costar salir de aquí. En rigor, nunca en tu vida abandonas tu colegio.

Nadie avisa

El hecho de ser un hombre maduro que observa al niño dar los pasos oficiales de la vida resulta impresionante. De pronto, te das cuenta de que a ti mismo te llevaron una vez al colegio y de que nadie te avisó de que ese día de colegio iba a durar 10 años; ni de que ese colegio no era tu destino, sino uno elegido con tan buena intención y tanto detenimiento en datos y testimonios de otros padres que lo mismo hubiera valido elegirlo a voleo. Daba un poco de cargo de conciencia saber todo esto sobre la ignorancia limpia y uniformada el babi de tu propia hija.

Luego estaban los compañeritos, que asimismo para la niña eran las personas necesarias, justas, no electivas, inalterables y mundiales. Todos los niños de su clase eran todos los niños del mundo, y unos serían mejores que otros y se tendría que aprender sus nombres como si esos niños hubieran nacido expresamente para ser amigos suyos. En realidad, las primeras relaciones sociales importantes de la niña se derivaban de la conjunción de progenie y código postal, y de no haber llevado a este o aquel niño del barrio a un colegio privado o al colegio público de más arriba. Todos los Lucas y Manuelas y Lucías de su clase eran intercambiables con otros Lucas, Manuelas y Lucías de otras clases y de otros colegios y de otros años, pues estos estaban con ella porque sus padres se pusieron a hacer niños el mismo año que nosotros, dos calles más allá. Pero la niña miraba a los niños como la oferta amical completa de la vida, el censo total sobre el que desarrollar unas vivencias compartidas.

Ya las palabras y experiencias de tu hijo serán incontrolables, no como antes, cuando su vida entera tenía una explicación

Con todo, estas ideas van bien para jugar, darse a los azares del pensamiento al compás de los azares de la vida y escribir novelas tipo Paul Auster, pero poco puede hacerse contra la simple fatalidad. La niña en el colegio. Más erosionador y real es comprender de pronto, aquel día primero de colegio, que una conciencia deja de estar sintonizada con tu conciencia, que ya las palabras y experiencias de tu hijo serán incontrolables, no como antes, cuando su vida entera tenía una explicación. Ahora —casi dos años en el colegio— vuelve a casa con el humor del día, del menú, de una pelea o de una conversación, y nada sabes de la realidad de esa pelea o de esa conversación salvo lo que ella pueda y quiera contarte. Ahí comienza la institucionalización de la confianza con tus hijos, en el hecho de que su vida se ha vuelto para ti una narración, algo que se dice, se refiere, pero que no se contempla a todas horas. Y, como todas las narraciones, esta también está sujeta a falsedades, interpretaciones, olvidos y versiones sucesivas. Nacen el secreto y la mentira. Al final del día, no sabes cómo se ha hecho realmente tu hija ese moratón en el brazo.

Mientras que lo que yo quiero llevando a mi hija al colegio es que coma, creo que la mayoría de los padres tampoco llevan a sus hijos al colegio pensando en que aprendan algo. Lo que notas enseguida —particularmente ese primer día o primera semana— es que los padres viven una angustia muy concreta en el momento de la escolarización de sus hijos. Esa angustia se resume en tres palabras: que sean aceptados. Nadie quiere que su hijo esté solo, que su hija no hable con nadie, que un grupito se forme y la deje fuera, la ignore. Corre tanta prisa que tu hijo haga amigos que se le empuja para que los haga. Literalmente se los empuja contra otros niños, aunque sea para que hablen de que sus padres los están empujando. El niño solo, la niña rara, es exactamente el hijo que nadie quiere tener, aunque luego invente Facebook y te compre una mansión en el Guadarrama. No, podemos vivir sin mansión en el Guadarrama a cambio de que nuestro hijo sea, por favor, un niño normal. Lo único que quieren los padres a esa edad es que sus hijos sean normales, y tengan amigos.

Pero de los padres hablaremos otro día, aprovechando que los colegios ya habrán cerrado.

Lo que más me gusta del colegio de mi hija es que le dan de comer. Cuando pienso en su colegio (CEIP, por sus siglas en Google Maps), solo pienso en que hoy habrá comido bien. Nunca le pregunto a mi hija qué ha aprendido ese día, sino qué ha comido. En realidad, una vez sí le pregunté qué había aprendido. “Nada”, me dijo. Y eso me confirmó que estábamos de acuerdo. Al colegio vas a comer, poco más.

Colegios
El redactor recomienda