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¿Por qué nos resistimos a quitarnos la mascarilla? Una respuesta inesperada
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Alberto Olmos

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¿Por qué nos resistimos a quitarnos la mascarilla? Una respuesta inesperada

Llevar la cara tapada durante meses nos ha enseñado muchas cosas sobre nosotros mismos

Foto: ¿Miedo al contagio y a enseñar la cara con el fin de las mascarillas? (EFE)
¿Miedo al contagio y a enseñar la cara con el fin de las mascarillas? (EFE)

Gracias a las mascarillas descubrimos que no nos gustábamos. Quien más quien menos, todos hemos vivido mejor en la interinidad de nuestro rostro. Ser poco agraciado y taparse parecía una obligación bendita, pero también los guapos tapados han sido más felices porque eran menos mirados, menos deseados, menos interpretados y, además, llevaban consigo un secreto, la posibilidad dichosa de la aparición, la puntualidad de la gracia.

Ahora que han levantado la obligación de llevar mascarilla por la calle la gente va por la calle con mascarilla. Esto ha sorprendido a algunos. Como pasa siempre con las cosas absurdas, son válidas explicaciones muy diversas. Una atiende al sentido común. El alimento que caduca el 26 de junio no se vuelve letal el primer minuto del 27 de junio. Del mismo modo, una pandemia que ayer nos tenía a todos aterrados no desaparece porque lo diga el Gobierno. La ley, la norma, la caducidad son habitualmente tentativas. La gente se ha disciplinado los temores y la prevención y, de hecho, podríamos llevar mascarilla de más por todos esos días, al principio del apocalipsis, en los que no nos la pusimos porque no había, aunque mintieran diciendo que ni siquiera era necesaria. Qué tiempos.

Foto: versus-uso-mascarillas-aire-libre-precipitado-gobierno

También hay gente, jóvenes, que no se han enterado del asunto; a los que sus padres no les han dicho nada. Tampoco ven el telediario por la parte de las noticias serias. TikTok va a su rollo. Ah, seres adorables que siguen las reglas incluso cuando estas desaparecen, en su pura inocencia de continuar divirtiéndose al margen de la realidad.

Animal de costumbres

Y luego está el animal de costumbres, el día a día de las llaves, la cartera y el móvil, al que añadimos durante meses la mascarilla. Mucha gente ya había encontrado su mascarilla perfecta, la que hacía juego con su blusa, con su barba, con su estatus. La coquetería de taparse no se pierde en 24 horas, ni se desmantela en una noche el negocio de fabricar tapabocas. Hay que agotar existencias, hay que agotar los contratos temporales, saltar a otra cosa en la tiendecita, que la habíamos reformado ya para exhibir parches faciales, un mercado boyante, amigos.

Foto: Un hombre con mascarilla camina por la calle. (EFE) Opinión
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Pero la razón de fondo de continuar con la mascarilla —a la que me sumo— es no estar en el mundo, aunque solo sea por un trocito. Qué placer. Ponerse la mascarilla y salir de casa es fantástico porque eres mucho más interesante, tan interesante que a lo mejor te da por atracar un banco. Hemos sido un país de atracadores en potencia, amenazantes, a punto de liarla gorda. Eso ha estado bien. Todo el mundo era guapo porque no se le veía la cara entera. Los ojos tomaron protagonismo, y la gente tenía unos ojos más bonitos que antes, cuando también tenía boca, nariz, granos. Si podemos frivolizar la pandemia —por poder—, diríamos que la mascarilla ha sido un gran avance en nuestra civilización, exactamente igual que el taparrabos. Cuanto más nos ocultamos, más se eleva el espíritu.

Los ojos tomaron protagonismo, y la gente tenía unos ojos más bonitos que antes, cuando también tenía boca, nariz, granos

Yo esto de que la gente siga luciendo mascarilla lo veía venir. Me contaron que en los institutos los chavales se afiliaron a la máscara mediada, a no verse en los espejos y los selfis. Una profesora, al comienzo del curso, ahíta de sentido humanista, le pidió a la clase que, con sumo cuidado —eran los momentos críticos, y su petición no dejaba de ser sancionable— se bajaran unos segundos la mascarilla para verse las caras, porque eran compañeros de clase y ni se habían visto las caras. “Qué vergüenza”, dijo alguien; “yo no me la quito”, dijo otro; “para qué”, zanjó un tercero. Otra profesora les preguntó a los suyos si, en caso de ser voluntario el uso de la mascarilla, se la quitarían. Solo seis de 17 alumnos dijeron que sí. “Es un quitainseguridades”, acuñó una muchacha.

La mascarilla, que era para no morir, ha resultado un gran invento para vivir. Todos somos adolescentes cuando nos sentimos juzgados por los rasgos que la genética y cuatro casualidades han combinado en nuestra foto del DNI. ¿Por qué uno ha de ser reconocible? ¿Por qué el exterior no puede ser también privado, la boca, la cara, un bigote, un 'piercing' en la nariz? Ser guapo o feo es irrelevante, pues todos somos feos para nosotros mismos y guapos para alguien. Lo crucial es el descubrimiento que ahora hemos hecho de que nuestra cara ha estado disponible durante toda la vida para cualquier persona. Una sensación inédita de desnudez tenemos hoy si salimos a la calle sin mascarilla. Hemos paladeado que la cara también puede ser intimidad. “El cine sonoro inventó el silencio”, dijo Robert Bresson. Cuando todo era silencio en las películas, este no existía propiamente. Cuando todo eran caras por la calle, ninguna merecía ser mirada a fondo. La mascarilla, tapando la cara, nos dice: “En realidad nunca me habías visto”.

Gracias a las mascarillas descubrimos que no nos gustábamos. Quien más quien menos, todos hemos vivido mejor en la interinidad de nuestro rostro. Ser poco agraciado y taparse parecía una obligación bendita, pero también los guapos tapados han sido más felices porque eran menos mirados, menos deseados, menos interpretados y, además, llevaban consigo un secreto, la posibilidad dichosa de la aparición, la puntualidad de la gracia.

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