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Los mejores libros de 2023: el año de los valores seguros
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Alberto Olmos

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Los mejores libros de 2023: el año de los valores seguros

Autores con oficio como Arturo Pérez-Reverte o Ignacio Martínez de Pisón destacan en un año pleno de baratijas

Foto: Los mejores libros de 2023. (EC Diseño)
Los mejores libros de 2023. (EC Diseño)
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A lo mejor llevo veinte años proponiendo en diciembre mis libros favoritos del año que termina. Antes lo hacía en un blog, y ahora lo hago como los adultos, en una columna. Hasta hace dos o tres cursos, el año terminaba con alguna sensación particular. Aquel que leyera, o que siguiera con alguna cercanía el sucederse de las novedades, podía atisbar en su cadencia ciertas inclinaciones, cierto espíritu, un centro estético. Estaba de moda la novela “como artefacto”, por ejemplo; estaba de moda la autoficción. Incluso podía un año tener más visibilidad el relato, pues todo el mundo se había puesto de pronto a escribir cuentitos.

Ahora mismo, no sé qué decirles. Se publican libros, se olvidan. Eso es todo.

Una sensación que tengo es la de que ya no existe la literatura joven. Esto puede tener que ver con que no salgo de casa, pero también con que los autores de veinte o treinta años no se oponen a nada, cuando tienen la suerte de ser publicados. Quizá les van publicando precisamente porque no se oponen a nada.

Antes, el joven (o, al menos, desde Mañas y Loriga en los 90), era ruidoso, escandaloso, un poco idiota. Ahora los autores jóvenes son funcionarios, becarios, buenos chicos que esperan pacientemente la siguiente subvención. Ya no se escriben libros con palabrotas, entre los jóvenes (o no se los publican); ya no se escriben libros sobre trabajos precarios y vidas miserables, dado que todos los jóvenes que aspiran a publicar son de clase media, clase alta o con novio de lo mismo. Todos se comportan de la manera más conveniente, en fin.

Foto: Los mejores libros de no ficción de 2023: miedo a las políticas autoritarias. (EC Diseño)

Pero quizá es una impresión mía totalmente infundada.

Otra cosa que noto es que cada vez cuesta más localizar un libro que valga la pena. Está todo lleno de libros malísimos, pero muy publicitados. O sea, de libros con premio. Hay que escarbar, picar piedra, limpiar la maleza de una librería entera para, con suerte, llevarse a las manos una novedad española que aún parezca literatura. Ya no te puedes fiar prácticamente de ningún sello, de ningún suplemento, de ningún crítico, de ninguna faja, de ninguna faja que ponga “4ª edición”, de ningún halago escrito sin leerse el libro que se halaga. Lo único que me creo de un libro es el precio, y por eso no compro ninguno.

Ahora los autores jóvenes son funcionarios, becarios, buenos chicos que esperan pacientemente la siguiente subvención

¡Están todos en las bibliotecas, amigos!

Así las cosas, el año acaba con las lecturas placenteras que ha generado el simple oficio literario: no muchas. El oficio literario, ahora perdido (la gente ya da por hecho que escribir una novela es poner “yo”, contar tus cositas, y reunir cien folios con una cosita en cada uno, y listo); decía: el oficio literario incluye crear personajes, saber ponerlos a dialogar; empezar el libro con originalidad, acabarlo legendariamente; desarrollar una trama, intercalar descripciones, elegir el punto de vista, la estructura y hasta el título. Son muchas cosas las que antes se necesitaba dominar para ponerse a escribir eso que llamábamos novela. Ahora basta con estar vivo, respirar aire, y cumplir con las cuarenta mil palabras necesarias para que hagan bulto entre dos tapas.

En este sentido menestral, Castillos de fuego (Seix Barral), de Ignacio Martínez de Pisón, resulta ejemplar. Toda la técnica literaria clásica puesta al servicio de la vida. En este caso, de la vida en la primera posguerra de nuestra contienda civil. Me parece una novela extraordinaria. Luego leímos El problema final (Alfaguara), de Arturo Pérez-Reverte. Yo creo que ni él sabe la novela tan deliciosa que ha escrito. Es un Reverte sofisticado, meta-literario, casi vilamatiano. Creo que el suyo y el de Pisón son los mejores libros de 2023.

placeholder El escritor Ignacio Martínez de Pisón. (EFE/Andreu Dalmau)
El escritor Ignacio Martínez de Pisón. (EFE/Andreu Dalmau)

También mucho oficio hay en Hijos de la fábula (Tusquets), de Fernando Aramburu. Es una sátira entretenidísima, con el añadido de una prosa gustosamente española. Lo mismo podría decirse de La taberna de Silos (Tusquets), de Gonzalo G. Acebedo (pseudónimo): peripecia bien manejada, y el detalle con los lectores de escribir desde la fiesta.

Los premios literarios del año fueron todos un desastre, pensaba yo. Luego busqué quién había ganado el Nadal, y era Manuel Vilas. Nosotros (Destino) también tiene oficio (no siempre crea personajes el autor como la Irene de esta novela), amén de las digresiones y ocurrencias bíblicas que sus lectores le conocemos.

Lo más cercano que he leído este año a la provocación juvenil es Un brindis por san Martiriano (H&O), del director de cine Albert Serra. A lo mejor ya no te dejan escribir libros locos si antes no has estrenado tus películas en Cannes.

Foto: El actor Ethan Hawke. (Reuters/Sarah Meyssonnier) Opinión
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Alberto Olmos

Dos libros de relatos me gustaron mucho: Los búlgaros (Sr. Scott), de Gonzalo Núñez, y Biografía del fuego (Libros del Asteroide), de Carlota Gurt. Le pregunté a Núñez si no había movido su libro, dado el sello tan marginal en el que aparecía. Me contestó: “Lo mandé a sitios, sin respuesta alguna”. Ay, los editores, siempre tan ocupados.

Un libro de poesía: Euforia (Tusquets), de Carlos Marzal.

De narrativa extranjera el único libro que importa es Un caballero a la deriva (Periférica), de Lewis Herbert Clyde. Es todo lo que deberían ustedes leer si quieren entender de qué va esto de escribir novelas. Son sólo 152 páginas. Se publicó originalmente en 1937. Está a la altura de cualquier clásico. Como ven, los buenos libros tienen mucha paciencia.

placeholder El escritor Arturo Pérez-Reverte. (EFE/Marcial Guillén)
El escritor Arturo Pérez-Reverte. (EFE/Marcial Guillén)

Entre las novedades, me deleitó particularmente Primera sangre (Anagrama), de Amélie Nothomb. Debo de haber leído como quince libros de esta señora. Soy fan (Alpha Decay), de Sheena Patel, fue lo más provocador que encontré entre la literatura traducida, dado que Bret Easton Ellis ( Los destrozos, Random House) se ha convertido en una nenaza. También están muy bien los relatos reales Salir de noche (Asteroide), de Mario Calabresi, y El hombre joven (Cabaret Voltaire), de Annie Ernaux. Me reconcilié con Rachel Cusk gracias a la recuperación de su libro Un trabajo para toda la vida (Asteroide). Ese trabajo eterno no consiste en ser presidente del gobierno de España, sino en ser madre.

Como ya nos hemos hecho mucha publicidad, no hace falta citar todos los libros que hemos escrito los que trabajamos en este periódico. Desde el director al columnista, no paramos. Yo estaría bastante a gusto leyendo un diario donde todos los que trabajan en él tratan de entender la realidad con tanta pasión que acaban escribiendo libros, la verdad.

A lo mejor llevo veinte años proponiendo en diciembre mis libros favoritos del año que termina. Antes lo hacía en un blog, y ahora lo hago como los adultos, en una columna. Hasta hace dos o tres cursos, el año terminaba con alguna sensación particular. Aquel que leyera, o que siguiera con alguna cercanía el sucederse de las novedades, podía atisbar en su cadencia ciertas inclinaciones, cierto espíritu, un centro estético. Estaba de moda la novela “como artefacto”, por ejemplo; estaba de moda la autoficción. Incluso podía un año tener más visibilidad el relato, pues todo el mundo se había puesto de pronto a escribir cuentitos.

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