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Los Reyes son los padres, pero Papá Noel es de verdad
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Alberto Olmos

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Los Reyes son los padres, pero Papá Noel es de verdad

Este cuento de Navidad relata la historia de un padre fallecido y de su inmortalidad

Foto: Imagen: CSA
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Esta es la historia de un padre muerto y de su repentina inmortalidad. Corría el año 2022 y nuestros padres llevaban divorciados desde enero. La primera Navidad que mi hermano y yo íbamos a pasar en dos casas se resolvió con esa originalidad que luego resultó ser común a todos los hogares rotos: mi padre nos tendría para Papá Noel y mi madre, para Reyes.

Me contaron mucho después que Papá Noel no existía en España hasta bien entrado el siglo XXI. No se hacía, vamos. Mi generación, la de los nacidos en torno a 2010, vivió sin darse cuenta como tradición lo que todavía era una novedad. Las novedades no pueden ser tradicionales. También Halloween nos parecía que se hacía en España desde siempre, aunque los primeros en disfrazarse como niños idiotas de Ohio fuéramos nosotros.

Nos gustaba ser niños idiotas de Ohio, la verdad. Y nos gustaba Papá Noel.

El primer año de Papá Noel y de papá divorciado hubo muchos regalos esperándonos el 25 de diciembre por la mañana. Luego entenderíamos que nuestro padre simplemente quería que los regalos que él nos compraba, nos ocultaba y nos vendía como depositados en el salón por un gordinflón del Atleti fueran mejores (y, desde luego, muchos más), que los regalos que nos compraba nuestra madre, nos ocultaba nuestra madre y nos vendía, nuestra madre, como depositados en el salón de la otra casa por tres monarcas con camello y todo.

Nos acostumbramos a que, sin mayor motivo, Papá Noel pasara solo por casa de nuestro padre y los Reyes Magos por casa de mamá

​Mi padre iba a ganar siempre porque nuestra madre tenía lo que entonces llamaban “conciencia climática”: sólo tres juguetes; y sin envolver. Nuestro padre prefería vernos felices antes que contribuir a que el planeta no se extinguiera. “Que le den al planeta”, bromeaba a veces. Nosotros nos reíamos mucho sabiéndonos más importantes para él que el mundo entero.

Nos acostumbramos a que, sin mayor motivo, Papá Noel pasara solo por casa de nuestro padre y a que, con idéntica magia selectiva, los Reyes Magos lo hicieran únicamente por casa de mamá. A mis siete u ocho años, empezaron a circular rumores en la escuela sobre cómo los padres nos engañaban, pues eran ellos en realidad los que compraban, escondían y hacían aparecer regalos en los salones de las casas, y no seres mágicos que nadie había visto nunca. Siempre eran niños con muchas extra-escolares los que difundían estos sabotajes a la ilusión. Hasta pasados los diez años, no dimos crédito alguno a estos disparates.

Foto: "Encanna de noche, digamelón". (Foto: RTVE)

Jugábamos. Jugábamos un par de semanas con los regalos y luego crecíamos hasta la siguiente Navidad.

Para 2024, el misterio de los regalos se convirtió en nuestra obsesión. Cada vez más niños señalaban a los padres como estafadores y engañabobos, y los registros domiciliarios se volvieron habituales. Algunos habían descubierto paquetes en lo alto de los armarios, envueltos en papel decorado con piratas y unicornios. Era demoledor. Mi hermano miró debajo de la cama de papá. Yo me subí a una banqueta y metí la mano entre la ropa amontonada en las baldas de un armario. “¿Qué hacéis?” Nuestro padre nos pillaba tratando de pillarle. Nos pedía que no miráramos en el cuartucho de la lavadora ni en la cajonera de las herramientas ni en los bajos de la encimera. Lo hacíamos.

Nada.

Algunos habían descubierto paquetes en lo alto de los armarios, envueltos en papel decorado con piratas y unicornios. Era demoledor.

La emoción detectivesca sustituyó a la emoción propiamente navideña, y quizá por eso no les guardábamos rencor a nuestros tramposos padres. Admirábamos lo bien que escondían los regalos, siendo nuestras casas tan pequeñas.

A mi madre era imposible pillarla porque sus regalos no podían distinguirse de una fregona metida en su cubo, o de un frutero lleno de fruta. Los regalos de mamá no parecían regalos, salvo cuando se materializaban debajo del árbol que hacíamos cada año con ramas recogidas en el parque. Un regalo es el papel de regalo, abrirlo. Sin papel de regalo, es una cosa más.

Nos concentramos en descubrir primero a papá, y dar por hecho la estafa materna por derivación.

Concluimos que para descubrir a papá/Papá Noel bastaba con descubrirlo in fraganti

Durante los dos años siguientes, mi hermano y yo tratamos de no dormirnos. Concluimos que para descubrir a papá/Papá Noel bastaba con descubrirlo in fraganti. Así que dejamos un poco abierta la puerta de nuestro dormitorio y, cada media hora, ya en la madrugada, alguno de los dos se asomaba. “Nada”, decía uno. “No está”, decía el otro. Y volvíamos corriendo a la cama. Y nos reíamos.

Y nos dormíamos.

Nunca le pillamos. Daba mucha rabia.

placeholder Ilustración de Papá Noel, en su trineo tirado por renos. (iStock)
Ilustración de Papá Noel, en su trineo tirado por renos. (iStock)

A mis diez años ya me cabían pocas dudas de que mi madre era los Reyes Magos y mi padre, Papá Noel; mi hermano, de ocho, aún defendía su inocencia. “La verdad es que nunca los hemos visto”, decía él. “¡Tampoco hemos visto a Papá Noel!”, contestaba yo. “¡Ni a los Reyes!”

En la primavera de 2026, papá se puso malo. En otoño, lo ingresaron, y ese mismo 19 de diciembre murió. Con diez años, esta serie de acontecimientos me la hicieron vivir de otra manera. “Papá esta malito”, “papá está curándose en el hospital”, “papá no va a volver”.

Pasamos esa Navidad entera en casa de nuestra madre. Papá Noel no venía a casa de nuestra madre. Los Reyes, sin embargo, fueron más generosos que otras veces.

Durante semanas, no dejé de pensar en cómo había colocado mi padre los regalos junto al árbol si estaba en el hospital

“Los Reyes son los padres”, empecé a decir en el colegio. Se lo decía a todos los niños. Me gustaba destruir su creencia de que existían los Reyes Magos, aunque yo no me quedara a extra-escolares. Mi hermano hacía igual con los niños más pequeños. “Los Reyes son los padres”, les soltaba. En casa llorábamos porque nos habíamos quedado sin padre. En el colegio, les quitábamos los Reyes Magos a los otros niños. Ellos sí tenían padre.

No volvimos a casa de nuestro padre hasta marzo. Aunque nos daba cosa, mi madre quería que la ayudáramos a recoger nuestra ropa y nuestros juguetes y algunos libros escolares antiguos. Eso dijo. Iban a vender la casa.

Al entrar, todo se encontraba igual que la última vez que habíamos estado allí. Seguía en pie el árbol de Navidad de plástico, y estaba encendido. Había como quince paquetes primorosamente envueltos con piratas y unicornios a su alrededor. “Mirad, ha venido Papá Noel”, nos dijo nuestra madre, con un tono, entre ilusionado y trágico, que nunca he conseguido olvidar. Debió de ensayarlo muchas veces.

Al entrar, todo se encontraba igual que la última vez. Seguía en pie el árbol de Navidad de plástico, y estaba encendido

Abrimos los regalos y jugamos y todo eso.

Pero, durante semanas, no dejé de pensar en cómo había colocado mi padre los regalos junto al árbol si estaba en el hospital; si estaba, de hecho, muerto.

“Papa Noel es de verdad”, empecé a decir en el colegio. “Los Reyes son los padres, pero Papá Noel es de verdad”, insistí.

Lo sigo creyendo, a mis cuarenta años.

Me da igual lo que diga nadie.

Esta es la historia de un padre muerto y de su repentina inmortalidad. Corría el año 2022 y nuestros padres llevaban divorciados desde enero. La primera Navidad que mi hermano y yo íbamos a pasar en dos casas se resolvió con esa originalidad que luego resultó ser común a todos los hogares rotos: mi padre nos tendría para Papá Noel y mi madre, para Reyes.

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