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Dostoievski se ríe de tu taller de escritura creativa
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Alberto Olmos

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Dostoievski se ríe de tu taller de escritura creativa

La reedición de 'El eterno marido', obra poco conocida del novelista ruso, pone de relieve todo lo que la escritura tiene de intuitiva

Foto: Un Mac y flores, algunas de las cosas que hoy necesita un autor para escribir. (iStocks)
Un Mac y flores, algunas de las cosas que hoy necesita un autor para escribir. (iStocks)
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Siempre resulta asombroso leer a los clásicos a la luz de lo que sabemos. Miren, si no, a Dostoievski, que escribió fusilado, en el siglo XIX, por dinero muchas veces, con la ruleta de su vicio girando sin parar y para una población de analfabetos. Lo tenía todo en contra, la tecnología, el público, la teoría, y sus libros siguen abriéndose hoy como recién escritos, mágicos de eternidad.

Verán en prensa que hoy un autor necesita mucha paz para escribir, un Mac nuevo, una beca en Italia, flores en la ventana, una subvención estatal, que le quieran mucho y no le digan que su libro es una mierda desde un periódico, vender, ser traducido, una serie en Netflix. Si no se cumple todo lo anterior, su vida no tiene sentido, y el sufrimiento que experimenta (que relatará sin duda en su siguiente libro) no es comparable con el de ningún otro ser humano en la historia de la Humanidad. Imaginen tener que escribir un libro y trabajar a la vez. Imaginen cuando la beca se la dan a otro. Y el premio. Puro horror.

Sin embargo, todas las comodidades que se ponen al servicio de la escritura de numerosos autores funcionariales contemporáneos no ha hecho que ninguno de ellos escriba mejor que Dostoievski. Escribir en tu Mac nuevo no te hace mejor; leer todos los ensayos que se titulan El arte de la ficción, tampoco; acudir a talleres de escritura creativa, mucho menos. Habría que probar a fusilar a la gente y luego darle una pluma y un tintero y que escribieran en Soto del Real. A lo mejor ahí hay una fórmula para crear buena literatura: fusilar fallidamente y escribir a mano entre rejas.

Hacía mucho que no leía a Dostoievski, y ni siquiera conocía su novela El eterno marido (1870), que acaba de reeditar Alba, en excelente traducción de Fernando Otero Macías. Desde las primeras páginas, uno entiende la reedición y el mito y nuestra podredumbre, que no es otra que asumir la imposibilidad de que de un taller de escritura creativa salga una escritura tan creativa como la de El eterno marido. Básicamente, uno acude a un taller de escritura creativa para que destruyan en ti toda oportunidad de escribir algo como El eterno marido.

placeholder Portada de la nueva edición de 'El eterno marido', de Doctoievski.
Portada de la nueva edición de 'El eterno marido', de Doctoievski.

Como saben, estos talleres nos llegaron en su día de Estados Unidos, y una de sus lecciones pesadísimas y delirantes afirma: "No lo digas, muéstralo". No digas que el personaje está triste, crea una escena en la que llore o camine cabizbajo. En rigor, "no lo digas, muéstralo" sólo significa una cosa: dedícate al cine, no a la literatura.

Por supuesto, Dostoievski en El eterno marido "dice" todo el tiempo, y muestra muy pocas veces, como a su vez hace Balzac en Las ilusiones perdidas (1837). Esto, lejos de hacernos abandonar la novela como una cosa vieja y desusada, nos encandila como a sus primeros lectores rusos en 1870. Exactamente igual.

El eterno marido, sobre todo en su primera mitad, es fascinante. Vemos a un hombre con pocas ganas de vivir (padece "hipocondría", nos dice el narrador) al que en su deambular por la ciudad le asalta varias veces una presencia masculina ominosa. Este arranque resulta ya de una modernidad inmarcesible, como lo eran las premisas de Gogol en El capote (1842) o de Iván Goncharov en Oblómov (1859): historias pequeñas, conflictos humildes, que nunca envejecen ni se vuelven costumbristas. ¿Quién es ese hombre que me sigue?, ¿qué le he hecho?, ¿qué me quiere hacer?

"En estas páginas entrevemos además mucho siglo XX, mucho Kafka y mucho Beckett, mayormente porque abundan los litigios"

En estas páginas de Dostoievski entrevemos además mucho siglo XX, mucho Kafka y mucho Beckett, mayormente porque abundan los litigios, los jueces, los laberintos burocráticos y los callejones sin salida del absurdo. En Rusia, en el siglo XIX, o estabas siendo infiel o estabas haciendo papeleo. La vida no era mucho más que eso.

"¿Por qué determinados recuerdos le parecían ahora verdaderos crímenes?", se pregunta el protagonista, anticipando lo que se le viene encima.

Poco a poco, la novela va aclarando su argumento (seguramente porque a Dostoievski se le iba ocurriendo por fin un argumento), y entramos en el territorio conocido de las esposas infieles del siglo XIX, que tantos libros generaron para solaz lector de —de hecho— las esposas infieles. Los maridos no leían porque estaban todos haciendo trámites en el juzgado.

Foto: Imagen de archivo de un club de lectura. (EFE/Elvis González) Opinión
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Velchanínov conoce al fin a su perseguidor, el señor Trusotski (a la sazón, "el eterno marido" del título), con cuya mujer tuvo nuestro protagonista un lío largo hace nueve años, cosa que no impide que ambos hombres entablen una relación de amistad netamente volcánica.

Aquí apreciamos la habilidad de Dostoievski para los diálogos, que ocupan muchas páginas, no sobra ni un parlamento y se leen como una fiesta. Para un taller de escritura creativa, serían malos diálogos, dado que los dos personajes hablan igual, e igual al narrador, y además nadie hablaba así en Rusia en el siglo XIX. Bobadas, claro.

placeholder Busto de Dostoievski sobre su tumba en la necrópolis de los maestros de las artes en San Petersburgo. (EFE/Anatoly Maltsev)
Busto de Dostoievski sobre su tumba en la necrópolis de los maestros de las artes en San Petersburgo. (EFE/Anatoly Maltsev)

Dostoievski va llenando páginas con detonaciones dramáticas, y hay muertes sucesivas, intentos de asesinato, conatos de suicidio, bodas súbitas y encuentros inesperados. Es como hacia la mitad del libro, ya digo, cuando uno se da cuenta de que el autor escribe cada día lo que se le ocurre.

Esta improvisación a ojos vista nos da un poco igual, porque uno no puede apartarse de tanta vida incandescente, de tanto arrebato y de tantas pasiones abrumadoras. Los rusos es como que no pueden estarse quietos, y siempre tienen que complicarse la vida un poco más.

Entre medias de la acción incansable, Dostoievski filtra ideas, ironías, comentarios malévolos, que quizá sirven a su vez para no dejar nunca de leerle, al margen del tiovivo de las emociones. "Ser buen ciudadano es mejor que pertenecer a los más granado de la sociedad. Yo lo decía porque ahora en Rusia uno no sabe a quién respetar. Estará de acuerdo en que no saber a quién respetar es una grave enfermedad de nuestro tiempo, ¿no le parece?".

Siempre resulta asombroso leer a los clásicos a la luz de lo que sabemos. Miren, si no, a Dostoievski, que escribió fusilado, en el siglo XIX, por dinero muchas veces, con la ruleta de su vicio girando sin parar y para una población de analfabetos. Lo tenía todo en contra, la tecnología, el público, la teoría, y sus libros siguen abriéndose hoy como recién escritos, mágicos de eternidad.

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