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Oh, capitán, mi capitán, le voy a pegar un tiro
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Alberto Olmos

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Oh, capitán, mi capitán, le voy a pegar un tiro

'Los náufragos del Wager' combina el relato de aventuras con reflexiones sobre el poder testifical de la escritura

Foto: 'Los náufragos de Wager', de David Grann.
'Los náufragos de Wager', de David Grann.
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Las historias de barquitos gustaban mucho a mediados del siglo pasado. Películas como El lobo de mar (1955), Moby Dick (1956) o Rebelión a bordo (1962) animaban las tardes en provincias a la espera de que llegaran los superhéroes. Hablamos de barcos de madera, de cúters y galeones, de piratas y cañonazos, de medio diccionario colgando del palo mayor. Yo creo que la mitad del diccionario está ocupado por términos de marinería. Dominar el lenguaje era dominar el mar, pues siempre había un foque descolocado o una cangreja arrugada que llevaban al desastre. Un desastre muy incómodo era naufragar. Hoy, cuando nos quedamos sin cobertura, entendemos a los náufragos del siglo XVIII.

Ahora el norteamericano David Grann nos trae una novela sobre islas inconvenientes y los modos de salir de ellas. Se titula Los náufragos del Wager (Random House). Todo lo que cuenta es real, lo que no deja de sorprendernos, siendo hechos acaecidos hace trescientos años. ¿Cómo sabe Grann lo que pasó hace trescientos años? La fabulosa respuesta es que los hombres de mar eran también hombres de escritura, y tenían tiempo entre naufragio y naufragio para anotar las cosas que les pasaban. Muchos no sabían nadar, pero (según parece) podían haber acabado de académicos de la lengua.

Cien páginas justificativas presenta Los náufragos del Wager. Son las cien páginas finales donde Grann acredita todos los cuadernos de bitácora, novelas, correspondencia e informes oficiales que ha leído para contarnos esta historia. Es gracioso que un Conrad o un Melville o un Jack London se subieran a un barco y recorrieran medio océano para poder luego escribir sobre la vida a bordo, y que ahora sin salir de tu despacho en Nueva York puedas hacer lo mismo. Grann lo ha leído todo para contarnos la parte acuática del mundo. También ha visitado la isla de Wager, en el océano Pacífico.

El resultado es una muestra excelente de esa literatura salobre, masculina e inundada que a nadie podría interesarle ya. Sin embargo, Los náufragos del Wager es una de las grandes novelas que leeremos este año, siguiendo la sabia consigna de que un buen escritor te hace interesarte por cosas que no sabías que te interesaban.

Foto: Tres mujeres leyendo en los 60 en Central Park. (Getty Images/Keystone Features) Opinión
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Nos interesa mucho, de pronto, el mar, el barco, los zumbados que se subían a ellos y dejaban atrás a sus familias durante meses e incluso años. Grann sigue paso a paso la aventura de una expedición británica formada por siete veleros que tratará de sabotear el latrocinio español de las riquezas de América. Lo único que consiguieron fue morirse por centenares. Los que no murieron naufragaron en costas deshabitadas y se mataron entre ellos. Y los pocos que sobrevivieron al escorbuto, al tifus, a los accidentes, a los cañones, a las islas deshabitadas y a los compañeros desquiciados volvieron a casa para acabar ante un tribunal militar. Como dijo Blaise Pascal un siglo antes, todo nos pasa por no quedarnos tranquilamente en nuestra habitación.

"Un buen escritor te hace interesarte por cosas que no sabías que te interesaban"

La novela tiene una primera parte extraordinaria. Grann narra y entrecomilla, pues las opiniones y pensamientos de sus personajes proceden de "cuadernos de memoria" y relatos publicados en su momento. Además, practica deslumbrantes desvíos hacia obras mayores (Daniel Defoe, Melville, Kipling), que enriquecen el párrafo y lo disparan en múltiples direcciones. El epicentro de la aventura es la vida del náufrago, y ahí encontramos un estimulante cruce entre Robinson Crusoe y El señor de las moscas. Naufragados, los hombres tienen que sobrevivir y reinventar la sociedad. ¿Quién manda? ¿Por qué tú? ¿Por qué no puedo pegarle un tiro, mi capitán?

Me rechina, con todo, la forma de hablar de hombres rudos venidos del siglo XVIII. No me creo, si me permiten, que marineros medio analfabetos y patibularios se expresaran todos sin excepción de esta manera: “Estuvimos así todo el día siguiente, en medio de un mar embravecido, sin saber qué nos depararía el destino”. ¿Nadie decía palabrotas? También es llamativa la total ausencia de sexo en los meses interminables de la travesía y el naufragio. No existe el sexo para estos hombres de mar; ni siquiera se comenta, se echa de menos, se tontea náuticamente con la homosexualidad o se recurre a prostíbulos o burdeles, cuando se hace puerto.

placeholder Mapa publicado en 1910 por el Gobierno de Chile en el que se ven las islas Byron y Wager. (Wikipedia)
Mapa publicado en 1910 por el Gobierno de Chile en el que se ven las islas Byron y Wager. (Wikipedia)

La segunda parte del libro se ve perjudicada por la reiteración; no paramos de mojarnos, morirnos y enfermar. Pero Grann no puede hacer nada contra este vicio, porque así fue como sucedió.

Los náufragos del Wager es mucho más que un relato de aventuras saladas, pues lo que también interesa al lector moderno y un poco sofisticado es la importancia testifical de la escritura. ¿Qué pasó, realmente, en esos barcos, durante meses y en esa isla? Lo único que puede uno aportar es ese cuaderno donde lo fue anotando todo. Sin embargo, lo vivido puede dar en escrituras muy diversas, incluso contradictorias. Al final de la aventura, hay un juez que debe determinar si los marineros se sublevaron contra su capitán, y si el capitán fue un inútil que llevó el barco a pique. Mientras, esos cuadernos se convirtieron en libros que lograban cuantiosas ventas. El abuelo de Lord Byron, John Byron, acabó publicando su propia versión del asunto, pues participó en la expedición. Contra la verdad se inventó la mentira, y la literatura sólo sirve para que ambas sean verdad, finalmente.

Las historias de barquitos gustaban mucho a mediados del siglo pasado. Películas como El lobo de mar (1955), Moby Dick (1956) o Rebelión a bordo (1962) animaban las tardes en provincias a la espera de que llegaran los superhéroes. Hablamos de barcos de madera, de cúters y galeones, de piratas y cañonazos, de medio diccionario colgando del palo mayor. Yo creo que la mitad del diccionario está ocupado por términos de marinería. Dominar el lenguaje era dominar el mar, pues siempre había un foque descolocado o una cangreja arrugada que llevaban al desastre. Un desastre muy incómodo era naufragar. Hoy, cuando nos quedamos sin cobertura, entendemos a los náufragos del siglo XVIII.

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