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¿Quieres paz? Vuelve a la iglesia o a las salas de cine
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Alberto Olmos

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¿Quieres paz? Vuelve a la iglesia o a las salas de cine

Dos libros coinciden en señalar espacios de quietud y recogimiento en tiempos convulsos: 'Devoción', de Pablo d´Ors, y 'Breve historia de la oscuridad', de Vicente Monroy

Foto: Un grupo de niños en el cine en los 50. (Getty Images/Hulton Archive)
Un grupo de niños en el cine en los 50. (Getty Images/Hulton Archive)
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Quizá sólo haya paz en el pasado, porque el idioma es sabiduría sonora y una aliteración convence a cualquiera. La paz del pasado es la paz del valor seguro, pues nada nuevo nos quiere quietos y tranquilos, sino enervados y con mucha prisa. Las salas de cine son ese pasado del que hablo; la religión, más aún. Para estar con uno mismo viene bien la oscuridad, Dios o un millón de euros. Mientras llega ese millón de euros a pacificarnos, tenemos aún días del espectador y rosarios.

En la gran ciudad, la sala de cine ha sido siempre un punto ciego, donde puedes socializar sin los inconvenientes de socializar: los demás. Íbamos al cine a ver películas premiadas, pero sobre todo a estar a oscuras. Que la sala estuviera medio vacía era estupendo, porque uno no se siente élite intelectual rodeado de intelectuales, sino completamente solo viendo cine iraní. El punto más alto que ha alcanzado el snobismo mundial es el cine iraní. No se puede estar más a oscuras que en iraní.

Ahora las salas de cine peligran, porque nos hemos pasado de snobs, y la élite intelectual sabe qué significa "Montoya" (¿qué significa "Montoya"?), y así no se puede llegar a nada. El cine se muere, los Oscars los ganan películas que nadie ha visto y los Renoir parecen pistas de aterrizaje por la noche, con tantas luces de evacuación. Todo mal. Vemos las películas en casa.

El cine se muere, los Oscars los ganan películas que nadie ha visto y los Renoir parecen pistas de aterrizaje por la noche

Sobre estos rincones de calígine echados a perder ha escrito un libro muy cuco Vicente Monroy, Breve historia de la oscuridad (Anagrama), donde revisa el origen y desarrollo de las salas de cine, subrayando todo lo bueno que había en ellas sin contar con la película. Monroy pendula entre el recogimiento y el pecado, porque la oscuridad tiene esas dos caras, que te dan ganas de trascender y, al mismo tiempo, de meter mano. Es ambigua.

Sobre la trascendencia en la sala tenemos mucho snobismo que derrochar, citas de Chris Marker y de Pier Paolo Pasolini, de André Breton: "Lo que más valorábamos del cine, hasta el punto de no interesarnos por nada más, era su poder desorientador". La "oscuridad wagneriana" nos quita muchas tonterías, dejamos de vernos las manos y de recibir llamadas, flotamos. Hacemos caso a las películas. Al cine se va a hacer caso a las películas.

Y sobre la lujuria de platea o gallinero, sobre el amor de butaca, el autor nos lleva a tiempos donde un cine se vendía ventajosamente como "el más oscuro de la ciudad", y las beatas querían quemarlos todos porque las parejas se propasaban iluminadas por John Ford. Luego se le va un poco la mano con el sexo en la sala de cine, porque realmente no va uno al cine a estar rodeado de penetraciones y gemidos. Sobrepasados los tocamientos, se llama sala X.

Foto: 'Los náufragos de Wager', de David Grann. Opinión

Consecuentemente con la caída de espectadores en todo el mundo, la fe ha perdido también mucha taquilla. Muy poca fe, tenéis. Con todo, resiste el espíritu, la necesidad de darse aires y de darse un respiro. De pronto, un libro sobre meditación se convierte en un best seller, y el autor, un sacerdote, tiene que lidiar con toda esa vanidad. Fue Biografía del silencio (Galaxia Gutenberg), de Pablo d'Ors, la que nos dio pistas sobre la sed de sacralidad del respetable, que de vez en cuando quiere que le dejen en paz. Vendió 100.000 ejemplares.

Ahora Pablo d'Ors sube la apuesta y, después de convencer a tantos de que se queden callados mirando su alma floreciente, viene a decirnos que recemos. Que recemos sin parar. La oración inacabable es el último tramo de nuestra liberación.

Pablo d'Ors sube la apuesta y, después de convencer de que tantos se queden callados mirando su alma floreciente, dice que recemos

Es muy interesante. Hay una doctrina cristiana y casi secreta llamada hesicasmo, algo así como la llave Allen de la espiritualidad, que, siguiendo determinado versículo de la primera carta a los Tesalonicenses, propone un bucle infinito de plegarias. Eso es todo.

En Devoción (Galaxia Gutenberg), Pablo d'Ors da cuenta de la dificultad de este empeño, no poco exigente para el paladar y la cordura. Rezar durante horas, solo, apartado de la vida y a ser posible deambulando por el mundo.

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La primera parte del libro es una traducción propia, que alcanza el rango de "versión", de El peregrino ruso, clásico cristiano del siglo XIX. Vemos a un peregrino, efectivamente ruso, atender a sus maestros y lanzarse a los caminos, donde se encuentra todo tipo de peligros y plastas, así como curiosas historias de lujuria o dipsomanía. Y todo lo resuelve rezar, y esa fe en Dios que hace que hasta lo peor que pueda pasarte sea, en el fondo, bueno.

"Me he convertido en una especie de loco, he entrado en el relato de Dios y sólo vivo para Él. Nada me preocupa y ya no presto atención a ninguna vanidad."

En la segunda parte, el autor contextualiza El peregrino ruso, nombra otros libros apaciguadores y propone un decálogo para la devoción. Me ha chocado que en los agradecimientos incluya a su "secretaria". Me ha parecido que es más fácil la devoción y la meditación si tienes una secretaria, para qué les voy a engañar. Yo, haciendo las facturas, trasciendo mal.

Quizá sólo haya paz en el pasado, porque el idioma es sabiduría sonora y una aliteración convence a cualquiera. La paz del pasado es la paz del valor seguro, pues nada nuevo nos quiere quietos y tranquilos, sino enervados y con mucha prisa. Las salas de cine son ese pasado del que hablo; la religión, más aún. Para estar con uno mismo viene bien la oscuridad, Dios o un millón de euros. Mientras llega ese millón de euros a pacificarnos, tenemos aún días del espectador y rosarios.

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