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Mala Fama
Por
Todas las tiendas del mundo eran bonitas
Mercedes Cebrián aborda los encantos del comercio a pie de calle en su ensayo 'Estimada clientela'
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Salir a comprar suponía no estar en casa, conocer gente y dejarse robar. Cuando íbamos a comprar, podían pasar muchas cosas, como que no volviéramos, si lo que íbamos a buscar era tabaco o un lugar donde te copiaran las llaves. La necesidad de comprar, o el capricho de hacerlo, hacía sana la ciudad, pues movía a la gente de un lado para otro, con el monedero en el bolsillo y una encantadora curiosidad. Pasaba mucho antes que mirábamos escaparates.
Hablamos en pretérito porque, aunque ahora se compra más, se hace ya con menos gimnasia; nada se toca y la higiene es extrema: Internet. El otro día me llevé un sustazo porque titularon a pillar que Benetton cerraba sus tiendas. Luego era que cerraba sólo unas cuantas, y porque ya vende muchos colorines por Internet. Yo a mis hijos les visto de Benetton por lo que se verá en el siguiente párrafo.
La necesidad de comprar, o el capricho de hacerlo, hacía sana la ciudad, pues movía a la gente de un lado para otro
Mercedes Cebrián tiene epifanías en Benetton, como la de escribir
Estimada clientela empieza con el colorín itálico y acaba con cuchillos (el timo del afilador), lo que le da el arco narrativo preciso. Todo desaparece. Entre medias, nos ofrece una repaso tan ligero como minucioso por los destinos del dinero pequeño, que es acabar en manos de una persona tan pequeña como ese dinero. Aquí no hablamos de comprar casas, Lamborghinis o Twitter, sino de la transacción humanísima entre alguien que vive de vender batas, pantuflas o souvenirs y alguien que le ayuda a vivir comprándoselos.
Por supuesto, las primeras páginas son elegíacas, pues merodean la muerte del pequeño comercio, el fin manifiesto de todo lo que era bueno. “No va a quedar nada de todo esto”, se titulaba una excelente exposición en Madrid hecha con cartelería muerta, Medias, Bares, Pastelerías, todo muerto.
Cebrián cita la exposición y muchos libros, y cuentas de Instagram insidiosas (una en la que se suben sin permiso fotos de hombres esperando a que sus novias acaben de comprar, por ejemplo), y películas y calles. “Las mujeres son adictas a las compras”, reconoce. No dice que las primeras plantas de las tiendas son todas de artículos femeninos, y que los hombres, para comprarse una camiseta, tienen que ir al último piso, al sótano o al fondo del todo del laberinto; por eso se lo estoy diciendo yo. Ir de compras, como todas las cosas, es muy distinto según tus cromosomas.
Ir de compras, como todas las cosas, es muy distinto según tus cromosomas
Aunque la autora nos lleva por todo el mundo (París, Buenos Aires, Tokio), se hace fuerte en Madrid, en la calle León, en El Corte Inglés. Aquí resuenan dolores madrileños que también encontramos en los libros de Ignacio Peyró. En realidad, hay toda una literatura de rastrillo y casticismo, de café de perol e inutilidades necesarias, desde Andrés Trapiello a Carlos Risco (
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Es decir, pensamos a partir de lo que vemos, de lo pequeño y universal. De un dedal.
Mercedes Cebrián tiene alma de cómica, yo creo que hubiera sido cómica de stand up si la vida hubiera contado con la amistad de un Broncano. “Divertirse es estar de acuerdo”, cita la autora. Uno sale de compras para divertirse, y para volver con frases como ésta: “No hay muchas cosas mejores que el pollo asado”.
O ésta: “Pronunciar la palabra mercadillo ya nos hace ahorrar”.
La autora sería feliz si pudiera estar siempre comprando. La realidad, además, solía darte muchos motivos ridículos para comprar sin parar. Estaba el “amigo invisible”, estaban “las gangas” y estaban los “cumpleaños” (“celebración que ya nadie parece practicar, o quizá sí, pero a mí no me invitan”). Estos acontecimientos relacionales provocaban además toda una cultura que nos elevaba sobre el animal y la bestia: regatear, el tícket-regalo, algún concepto japonés que lo explique todo. No sé si han notado que siempre hay un concepto japonés que lo explica todo (aquí se trata de nagori, nostalgia por la estación que se acaba).
También se acaban los probadores, la gente ha perdido las ganas de desnudarse frente a un espejo en el cubil de una tienda, no sabemos por qué. Con lo sexy que era.
Y eso es 2025, amigos, el fin de los buenos tiempos o, cuando menos, de los tiempos en los que eran las cosas las que estaban en el escaparate, y no nosotros.
Salir a comprar suponía no estar en casa, conocer gente y dejarse robar. Cuando íbamos a comprar, podían pasar muchas cosas, como que no volviéramos, si lo que íbamos a buscar era tabaco o un lugar donde te copiaran las llaves. La necesidad de comprar, o el capricho de hacerlo, hacía sana la ciudad, pues movía a la gente de un lado para otro, con el monedero en el bolsillo y una encantadora curiosidad. Pasaba mucho antes que mirábamos escaparates.