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Mala Fama
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La fechoría del privilegio: ¿qué hacemos con la aristocracia?
En 'Proust, novela familiar', Laure Murat analiza su origen principesco, muy vinculado con la obra maestra de Marcel Proust
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Todavía quedan princesas entre nosotros, más allá de las evidentes y coronadas. Laure Murat es una de ellas. Como Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, la princesa Murat salió un día a la calle a hacer como si no arrastrara cuatrocientos nombres en la sangre: Laure Marie Caroline Murat, hija de Jérôme Gaëtan Joachim Napoléon Murat y de Inès d`Albert de Luynes. Tantos apóstrofes, diéresis y acentos circunflejos y para un lado y para el otro agobian a cualquiera. Pero todo se soluciona saliendo a la calle a tomar un helado.
Laure Murat, nacida en 1967, lleva treinta años distanciada de su apabullante familia nobiliaria. Ahora ha escrito un libro para ponerlos a todos a parir, aprovechando que la aristocracia no lee. Se titula
Se trata de una mezcla ya habitual de ensayo y autobiografía, con el aliciente de que no todos tenemos palacios que aparecen en En busca del tiempo perdido. Murat lee a Proust como si escuchara a la portera de su edificio, con ese gusto añadido de conocer cotilleos de los vecinos. Proust narró en su “heptalogía” (utiliza este término la autora) el mundo formal de gente que no trabaja, pero da muchas portadas en el ¡Hola! Entre esos nobles, príncipes y demás ralea, están algunos antepasados de Laure, así como espacios por ella conocidos y, sobre todo, un talante que sufrió en carne propia: el mundo ridículo de la gente que ostenta un título nobiliario cuando la Historia hace tiempo que te ha pasado por encima.
El libro es fascinante por muchos motivos. El primero, que está maravillosamente bien escrito (traducen María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego). Después, que entramos en el corazón confuso de la vida del aristócrata, algo que no siempre nos sucede. Finalmente, porque entramos también en la obra de Proust, y por una puerta simpática y suavizante. Decir que Proust, novela familiar da muchas ganas de volver a intentarlo con En busca del tiempo perdido es un halago mayor.
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Laure Murat explica cómo la aristocracia, desplazada de su lugar por la burguesía en el siglo XIX, se quedó sola en su fiesta de disfraces. Como no podías dejar de ser marqués o conde, incluso si eso ya no significaba nada, la aristocracia decidió subrayar su condición bufa y exacerbar las formas. “La auténtica vocación de la estilística aristocrática consiste en convencer a los otros de la legitimidad de un poder intacto, como si la Revolución francesa nunca hubiese existido, y en justificar la fechoría del privilegio”, asienta Murat. Y también: “No bastaba pues con mantener la compostura, sino que en adelante había que mantener, a secas y a toda costa, un universo, un decorado, una forma de vida que se habían vuelto ajenos a las realidades contemporáneas y desvinculado del siglo”.
Para estar todo el rato haciéndote el empingorotado, hace falta tiempo y dinero, naturalmente. Pero eso en la aristocracia nunca ha sido un problema, gracias al “rendimiento de sus cuantiosas propiedades inmobiliarias y la buena voluntad del curso de la Bolsa. Nadie trabajaba y a todo el mundo le parecía normal.”
Estos vagos de armiño, holgazanes del respirar, no distinguen entre persona y personaje, nos indica Laure Murat, pues viven “en un mundo de formas vacías”, donde ser alguien, pero sin mérito alguno, sólo se sostiene si haces tú el primero de todos como que te lo crees.
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Laure desgrana algunas anécdotas insólitas de su condición de princesa, como el apuro que le daba que en el colegio su nombre completo incluyera “princesa de Murat”; que tuviera una criada para ella sola (nurse); o que su padre cogiera su primer autobús a los 60 años y le dijera al conductor dónde quería ir, como si fuera un chófer.
“No me siento orgullosa ni avergonzada”, dice la autora, por “los azares del nacimiento”. De hecho, se considera una revolucionara por haber contravenido todas y cada una de las expectativas de su escudo heráldico: “No tengo hijos, no estoy casada, vivo con una mujer, soy profesora universitaria en los Estados Unidos, voto a la izquierda y soy feminista”.
Laure establece una jugosa comparación entre su origen y el de otra escritora, Annie Ernaux. Mientras Murat es princesa, Ernaux tiene padres de provincia. Mientras los nobles “no leen”, los padres de la reciente premio Nobel leían ávidamente. “Son las personas de mi mundo las que no leen y tienen una ignorancia de lacayos”, cita Murat, de Proust. Y cita también a Ernaux, que describió su entorno familiar como: “La realidad, sin las palabras”. El de Murat fue: “Las palabras, sin la realidad”.
Estos vagos de armiño, holgazanes del respirar, no distinguen entre persona y personaje, nos indica Laure Murat
Nada menos que un millón doscientas mil palabras dejó escritas Marcel Proust sobre el entorno de la princesa Murat. La autora calcula que se tardan 130 horas en leer En busca del tiempo perdido. También ha reunido en su libro datos de ventas de Proust, algo que me parece maravilloso. Resulta que, sólo en Francia, En busca del tiempo perdido vendió hasta 1980 justamente un millón doscientos mil ejemplares del primer volumen (
Murat compara estas ventas con un libro reciente (y estupendo), como es
Así, puede decirnos que Proust tardó sesenta años en superar el millón de ejemplares vendidos de Por el camino de Swann, con todo y que goza de una publicidad permanente. En total, Proust, en francés, ha vendido siete millones de libros. Y, lo que resulta más llamativo, En busca del tiempo perdido tiene 5.200 lectores al año.
Y eso es la historia de la literatura, amigos, el batallón de 5.000 lectores que mantiene vivo un clásico.
Pero ninguno de esos cinco mil lectores nuevos lee En busca del tiempo perdido como lo lee una princesa, pues Murat práctica “una forma de autoficción a través de la lectura”. “Era yo, en mi calidad de lectora, quien elaboraba, a medida que iba leyendo, una quimera, cada vez más convencida de que no tardaría en encontrarme con mi peculiar familia”.
Entiendo que es como si un escarabajo leyera
Todavía quedan princesas entre nosotros, más allá de las evidentes y coronadas. Laure Murat es una de ellas. Como Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, la princesa Murat salió un día a la calle a hacer como si no arrastrara cuatrocientos nombres en la sangre: Laure Marie Caroline Murat, hija de Jérôme Gaëtan Joachim Napoléon Murat y de Inès d`Albert de Luynes. Tantos apóstrofes, diéresis y acentos circunflejos y para un lado y para el otro agobian a cualquiera. Pero todo se soluciona saliendo a la calle a tomar un helado.