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Mala Fama
Por
Me hice árbitro para amañar el partido
La superioridad moral se nos revela como una sofisticada forma de impunidad
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Es sabido que Pablo Iglesias trató de impedir una conferencia de Rosa Díez en la universidad, defendió los escraches y explicó con la frase: “Dame los telediarios” lo que él exigiría en un hipotético gobierno de coalición con un partido mayoritario. La semana pasada, en el podcast El sentido de la birra, nos regaló su definición de “fascista”.
Para Iglesias, fascista era el que “justificaba la violencia contra el adversario político” y “normalizaba la mentira a la hora de hacer periodismo”. También apuntó generalidades sobre la democracia y los derechos humanos. Ricardo Moya, conductor del podcast, le preguntó si Nicolás Maduro no encajaba perfectamente en esa definición. Lo que no le preguntó es si el propio Iglesias no encajaba a las mil maravillas con su propia idea de fascista.
Si mandase este señor, media España debería exiliarse. pic.twitter.com/tlQXgt0Ybr
— Rittenhouse renacido (@Rittenreloaded) June 25, 2025
Hay una figura contemporánea que debería darnos escalofríos: es el árbitro. Pablo Iglesias es el árbitro del fascismo; Irene Montero es el árbitro del machismo; Silvia Intxaurrondo es el árbitro de los bulos. Su entusiasmo en arbitrar nos impide preguntarles quién les ha elegido para esa tarea de enjuiciamiento. Son árbitros porque gritan mucho, están muy enfadados y no pasan ni una. Cuando piensas en ellos, queda implícita la certeza de que ellos no pueden ser fascistas, machistas o propagadores de bulos.
Entendemos que un árbitro es alguien que conoce el reglamento y lo aplica con justicia. Pero en nuestro tiempo autodenominarse árbitro supone un malabarismo psicológico por el cual uno se sitúa por encima del reglamento. El árbitro, decidiendo quién es fascista, machista o racista, desliza sutilmente la imposibilidad de serlo él mismo. No suele haber ni una sola prueba de la pureza moral del árbitro, fuera del hecho de pasarse todo el día considerando fascista, mentiroso u homófobo a los demás.
Pablo Iglesias es el árbitro del fascismo; Irene Montero es el árbitro del machismo; Silvia Intxaurrondo es el árbitro de los bulos
Esto es muy interesante, pues el arbitraje moral que ejercen determinadas personas tiene como único resultado efectivo dotarlas de impunidad. Por ello, deberíamos preguntarnos si los árbitros de nuestros días no lo son precisamente para poder cometer todas las tropelías que dicen perseguir sin desmayo.
El listado de árbitros y linieres pillados en falta en los últimos años es abrumador. Errejón y Monedero eran implacables contra el machismo, así como Yolanda Díaz, que exigía a las empresas la implantación inmediata de protocolos contra el acoso que ni ella misma tenía aún aprobados en su propio partido. Los linieres del progresismo Antonio Maestre y Ana Pardo de Vera utilizaron la palabra “primate” y “gorila” respectivamente al criticar el acoso al que el agitador Bertrand Ndongo (de raza negra) les había sometido. Irene Montero promovió una chapucera ley que puso en la calle anticipadamente a mil violadores. Ábalos se proclamaba feminista, y el PSOE iba a prohibir la prostitución. Cerdán tenía fijado en su perfil de Twitter una defensa del progreso y de la clase trabajadora. Sánchez llegó al poder por una moción de censura contra la corrupción del PP. Silvia Intxaurrondo informó de que un agente de la UCO planeaba ponerle una bomba-lapa al coche del presidente. Bob Pop “abusaba de esos señores todo el rato”, aprovechando que esos señores, clientes de una discoteca, iban drogados.
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Cualquiera de esos deslices, contradicciones o barbaridades hubiera supuesto la muerte social de sus protagonistas si no acreditaran desde hace años su condición de árbitro. Las medidas que se aplican a los jugadores (a cualquier ciudadano) no pueden aplicarse a ellos. Siendo árbitros o meros linieres de la moral, todo es un poco nada, cosas que pasan, bromas, retórica o (y esto es lo mejor) la prueba de que hay que seguir luchando contra esas lacras (violencia sexual, corrupción), pues afectan incluso a los entornos donde más se lucha contra ellas. Así funciona.
Cuando Marta Nebot estableció en una columna que “No es lo mismo robar cuando se cree en el sálvese quien pueda que hacerlo cuando se defiende la justicia social para todos”, lo que estaba diciendo es que defender la justicia social para todos es la mejor forma de robar. Proclamarse feminista es la mejor forma de abusar de las mujeres. Luchar contra los bulos es la mejor forma de difundirlos. La superioridad moral no significa otra cosa que disponer de carta blanca.
Luchar contra los bulos es la mejor forma de difundirlos. La superioridad moral no significa otra cosa que disponer de carta blanca
Podría haber incluso una cierta atracción morbosa en todo esto, como si la continuada interacción combativa contra el machismo, la corrupción o el fascismo (ya sea real, ya imaginario) diera muchas ganas de probarlo. Algo parecido a lo de esos inspectores contra el narcotráfico que acaban teniendo en su casa 20 millones de euros fruto del narcotráfico. Algo parecido a lo de un líder contra el cambio climático que considerara que, al haber reducido la contaminación de todos los demás, ya puede él mismo contaminar todo lo que quiera.
Recuerdo que, de niños, en los partidos del recreo, no había árbitro, jugábamos solos, y las zancadillas y manos se señalaban al instante, evidentes por sí mismas hasta para el propio infractor. Nadie quería ser portero, pero a nadie se le pasaba por la cabeza ser árbitro. No hacía falta. El juego, de forma natural, se consideraba justo, pues todos conocíamos las reglas y era divertido porque ningún niño estaba por encima de otro, y cualquiera podía reclamar un penalti. Si un niño hubiera querido ser árbitro, hubiéramos sospechado de él.
Es sabido que Pablo Iglesias trató de impedir una conferencia de Rosa Díez en la universidad, defendió los escraches y explicó con la frase: “Dame los telediarios” lo que él exigiría en un hipotético gobierno de coalición con un partido mayoritario. La semana pasada, en el podcast El sentido de la birra, nos regaló su definición de “fascista”.