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Terapia postal: ¡ponle un sello a tus neuras!
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Alberto Olmos

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Terapia postal: ¡ponle un sello a tus neuras!

"El encantador arte coreano de escribir cartas" es una aproximación ingenua y enfermiza a la correspondencia tradicional

Foto: Buzón en Nebraska. (Getty/Mario Tama)
Buzón en Nebraska. (Getty/Mario Tama)
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Ahora que nadie escribe cartas toca echarlas de menos. Las cartas se mitifican y parecen, vistas en la distancia, hasta bien escritas. Todo el mundo se recuerda escribiendo cartas preciosas y recibiendo cartas preciosas. En realidad, las postales se inventaron porque no nos apetecía escribir cartas. La postal cumplía la misma función que la carta, ser un llamado, un regalo, un asiento del recuerdo de alguien por ti; y además sólo había que escribir dos frases. La gente tardaba más en escribir una carta que la carta en llegar a la otra punta del país. Ahora mucha gente se recuerda escribiendo cartas del tirón en una tarde. Que te llegara una carta estaba bien. Lo malo era que luego había que leerla. La gente te contaba su vida en sus cartas y eso es algo de lo que, por suerte, ya nos hemos librado.

Pienso mal de las cartas después de leer el ingenuo y confuso El encantador arte coreano de escribir cartas (Salamandra), de Juhee Mun. La autora abrió una papelería en Seúl y tuvo mucho éxito, porque de pronto la gente descubrió que meter folios en sobres era lo que le faltaba a su vida. La papelería de Juhee revolucionó la ciudad, cuenta la propia Juhee, y nadie lo esperaba. Por supuesto, me juego mucho dinero a que la autora promocionó su papelería de los modos más impúdicos posibles, como pasa casi siempre con el éxito de cualquier cosa en nuestro tiempo. Pero, venga, creamos a la dueña de la papelería de Seúl.

Su libro promociona internacionalmente su comercio de sacapuntas y sobres y, de paso, se presenta como una alabanza de la carta. En España lo han editado con mimo, papel gustoso, tapa dura, una sensación general de zen y transcendencia. Se nota enseguida que, como producto, es un libro de autoayuda.

La autoayuda que puedes practicar es escribir cartas como en Corea del Sur, ya ves. Una cosa que hacen en Corea del Sur para escribir cartas es sentarse, coger un boli, escribir sus cosas en un papel y meterlo luego en un sobre. Entonces vas al buzón. Metes la carta en el buzón. Ese es "el encantador arte coreano de escribir cartas".

Los coreanos, para escribir cartas, se sientan, cogen un boli, escriben en un papel y lo meten en un sobre

La autora dedica un capítulo a explicarte lo que es un buzón.

Te explica un buzón por si en Palencia no hubiera buzones. O en Almendralejo.

El encantador arte coreano de escribir cartas no sería lo mismo sin buzones, eso no se puede negar.

Juhee te explica también la estructura de la carta, y cómo empezar. Hay que empezar diciendo el tiempo que hace mientras la escribes. "Si la persona a la que escribes vive muy lejos, ¿qué te parece recurrir a esta fórmula para empezar?" "Tú también podrías empezar una carta hablando del clima".

No se nos habría ocurrido nunca en España, hablar del clima, ¿eh?

La estructura que la dueña de una papelería en Seúl nos recomienda en su libro para escribir cartas es impresionante: decir hola, contar algo, despedirse, poner una posdata. Luego viene lo de saber distinguir los buzones de los semáforos.

placeholder Cubierta de 'El encantador arte coreano de escribir cartas', de Juhee Mun.
Cubierta de 'El encantador arte coreano de escribir cartas', de Juhee Mun.

El libro da por hecho que uno escribe cartas amables, únicamente. Apenas reconoce todas esas cartas airadas que nos enviábamos en los 90, porque no había otra forma de insultar a otro que esa. Tampoco dice nada de las cartas intelectuales, de esos cruces de correspondencia durante años entre escritores afamados. Ni de las cartas no respondidas, o perdidas, o ni siquiera enviadas. No cita la frase más importante del mundo sobre escribir cartas, que pertenece a Blaise Pascal: "Discúlpame por escribir una carta tan larga, pues no tuve tiempo para escribirte una corta". Pascal quiere decir que, muchas veces, las cartas nos las escribimos a nosotros mismos.

La papelería de Seúl abrió un club de cartas, y por ahí ya vamos viendo que esta gente que escribe cartas es muy peligrosa. Están desesperados. Escriben cartas contando su vida a destinatarios invisibles. Y les vale.

El libro acaba desprendiendo una mezcla no poco siniestra de ingenuidad y desequilibrio mental

El libro gira finalmente hacia su verdadero sentido, que no es otro que reconocer una patología postal. Te pide que escribas tu vida y la envíes por correo, no importa a quién. Seguramente es más barato el sello que el psicoanalista de los jueves. Merodea todo el texto la soledad, la pequeña paranoia, la necesidad de darse importancia. Escribir cartas a gente que no conoces es, en efecto, escribirse una carta a sí mismo. Nadie quiere leer tus neuras. El club de la papelería coreana crea lectores forzosos, lo que está a un paso del fascismo.

El libro acaba desprendiendo una mezcla no poco siniestra de ingenuidad y desequilibrio mental, como si fuera la invitación para unirse a una secta. Es todo tan sonriente que produce escalofríos. Su título original era más explícito: "El poder sanador de la escritura coreana de cartas".

Es un poco como: "El poder sanador del fregado español de los platos".

Ahora que nadie escribe cartas toca echarlas de menos. Las cartas se mitifican y parecen, vistas en la distancia, hasta bien escritas. Todo el mundo se recuerda escribiendo cartas preciosas y recibiendo cartas preciosas. En realidad, las postales se inventaron porque no nos apetecía escribir cartas. La postal cumplía la misma función que la carta, ser un llamado, un regalo, un asiento del recuerdo de alguien por ti; y además sólo había que escribir dos frases. La gente tardaba más en escribir una carta que la carta en llegar a la otra punta del país. Ahora mucha gente se recuerda escribiendo cartas del tirón en una tarde. Que te llegara una carta estaba bien. Lo malo era que luego había que leerla. La gente te contaba su vida en sus cartas y eso es algo de lo que, por suerte, ya nos hemos librado.

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