Es noticia
Echo de menos cuando la gente se quemaba viva para protestar
  1. Cultura
  2. Mala Fama
Alberto Olmos

Mala Fama

Por

Echo de menos cuando la gente se quemaba viva para protestar

El activismo se plantea como el derecho a molestar a cualquiera sin asumir consecuencia alguna, siempre por una buena causa

Foto: Dos activistas de futuro vegetal atacan un cuadro de Colón en el Museo Naval de Madrid. (EFE/Gaspar Ruiz-Canela
Dos activistas de futuro vegetal atacan un cuadro de Colón en el Museo Naval de Madrid. (EFE/Gaspar Ruiz-Canela

Una forma nueva de terrorismo es hacer el tonto. Lo vimos el día de la Hispanidad, cuando dos señoras entraron en un museo y le tiraron pintura a un cuadro. El cuadro algo habría hecho, no digo que no, pero las trabajadoras del museo que tuvieron que salir de sus casas y dejar a sus familias en día festivo para correr al centro artístico a limpiar el lienzo, lo dudo. Ellas no habían hecho mal alguno a estas dos mujeres. Tenían un domingo tranquilo, sin cuadros que conservar, y estaban dando la merienda a sus hijos o, quién sabe, tomando gin-tonics.

Para salir en el periódico, Zara paga un anuncio, Pérez Reverte escribe un libro, Amenábar rueda una película. Estas señoras destrozan patrimonio. Si perturbas la vida de ciudadanos anónimos para salir en el periódico, haces terrorismo. El terrorismo siempre ha sido la publicidad a través del mal. Luego el mal que hagas depende de los huevos que tengas. Entre matar gente y manchar un cuadro con pintura se mueve el dial de tus delirios, un espectro de barrabasadas y crímenes donde la imaginación juega un papel importante. Es muy imaginativo eso de tirarle pintura a los cuadros.

Para no acabar arruinadas, la pintura es “biodegradable”. Esto quiere decir que tampoco nos hemos cargado el cuadro, no seáis así. Como no se han cargado el cuadro, me resulta incomprensible que estas señoras y estas acciones aparezcan en los periódicos. Hay que exigirle mucho más a los activistas para salir en los periódicos, a los que prácticamente damos fama y satisfacción a nada que derraman un poco yogurt sobre un mantel.

Mi primer recuerdo del auténtico sentir activista procede de los años 90, del programa Moros y Cristianos, presentado por Javier Sardà. Era los sábados. Un día, debatían sobre toros, y una señora estaba en contra. En sus argumentaciones, veía yo que poco a poco se colaba un dolor sincero, como si conociera a muchos toros. Casi lloraba. Yo entonces no conocía el tranquimazin, ni el valium, y la gente que iba al psicólogo no lo contaba. Me dio la impresión de que esa señora no sentía tantísimo dolor porque mataran toros, que ya traía el dolor muy adentro desde casa.

Ahora estas dos mujeres nos dicen que están sufriendo mucho por los indígenas del siglo XVI en América, dado que no los trataron respetuosamente unos españoles que llevan muertos quinientos años. Llegan tarde, las señoras, pero llegan con ganas. Han comprado botes de pintura “biodegradable”, han buscado por Madrid un cuadro de Colón, han arrojado tinte rojo sobre el cuadro, se han dejado detener. Los clubs de lectura no les bastan. Necesitan emociones más destructivas.

Están sufriendo por los indígenas del siglo XVI, dado que no los trataron respetuosamente unos españoles que llevan muertos 500 años

Desde las sandías por Palestina, pintadas con tus hijos, al sabotaje efímero de cuadros (siempre con alguien grabando con el móvil, no vayamos a hacer activismo para nada), notamos que se ha infantilizado en exceso la protesta pacífica, situada ahora a medio camino entre una gincana escolar y un viernes noche en el escape room. Para darlo todo por los desfavorecidos del mundo, primero hay que estar segura de que a ti no te va a costar nada, ni un rasguño, ni un euro. Si hace falta, se va a la protesta con guardaespaldas.

Esto es muy decepcionante.

Veo por ejemplo que en Estados Unidos, a los que protestan frente a los ICE, los arrastran por el suelo después de tumbarlos de un guantazo. Greta Thunberg lleva encima mil protestas y todavía no la han arrastrado por el suelo. Diría uno que no hay nada más señorito que protestar frente a la policía y que la policía tenga más miedo que tú de hacerte daño. Esto da que pensar sobre quién ejerce violencia sobre quién, dónde se halla realmente el poder y en qué medida el activismo no es sino un privilegio de clase.

Se ha infantilizado en exceso la protesta pacífica, situada ahora a medio camino entre una gincana escolar y un viernes noche en el escape room

Para devolver credibilidad al activismo, yo creo que hay que recuperar la estrategia de quemarse vivo, que es una forma de protesta más vistosa y más sentida. Además, no molestas a nadie, y puede que a muchos les guste verte arder, entre tus conocidos y familiares mayormente. Quemarse vivo sólo precisa de gasolina, cerillas o mechero, y un lugar icónico en el que prenderse fuego. Yo ya no me creo ninguna protesta donde la gente no se queme viva. Hay que subir el nivel, amigos activistas, y, como dicen en Estados Unidos, poner “skin in the game”.

El dolor, a qué negarlo, es esencialmente flamígero, el fuego de la Justicia, la hoguera de las vanidades; calor de hogar. Todo esto indica que, si algo te molesta dolorosamente, algo presente, pasado o futuro, algo en España, Gaza o las Batuecas, y quieres contribuir razonablemente a derrotarlo y denunciarlo, la opción de quemarse vivo debe ser de nuevo considerada.

Yo creo que es lo mínimo que puedes hacer por los indígenas.

Una forma nueva de terrorismo es hacer el tonto. Lo vimos el día de la Hispanidad, cuando dos señoras entraron en un museo y le tiraron pintura a un cuadro. El cuadro algo habría hecho, no digo que no, pero las trabajadoras del museo que tuvieron que salir de sus casas y dejar a sus familias en día festivo para correr al centro artístico a limpiar el lienzo, lo dudo. Ellas no habían hecho mal alguno a estas dos mujeres. Tenían un domingo tranquilo, sin cuadros que conservar, y estaban dando la merienda a sus hijos o, quién sabe, tomando gin-tonics.

Política
El redactor recomienda