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Negocios, ideología y darwinismo cultural en Hollywood
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José Ramón Otero Roko

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Negocios, ideología y darwinismo cultural en Hollywood

Un controvertido libro sobre los taquillazos de una profesora de Harvard atiza la polémica sobre la reducción de la cultura a un fenómeno comercial

Foto: El rodillo de la alfombra roja de la superproducciones (REUTERS)
El rodillo de la alfombra roja de la superproducciones (REUTERS)

De algo no podremos quejarnos en el futuro, si la cultura finalmente se convierte en el resultado de las interacciones entre las estadísticas de Facebook y la financiación del HSBC, y es que la mercantilización de todo lo humano no contó con nuestro asentimiento, con la entusiasta colaboración del público a la hora de convertir su alma en "efectos personales", cuantificables, mensurables, objeto de compra y venta. Porque, en las décadas en que durmió la inteligencia social, pensamos que las tendencias de un sistema económico devorador, no eran otra cosa que instintos, pulsiones primitivas que la inercia del progreso lograría evolucionar hacia un lugar más habitable. Sin embargo esas tendencias han sido explotadas hasta el punto de organizar alrededor de sí una doctrina para la que la rentabilidad está en excitar a los espectadores en sus inclinaciones más primarias, sin asumir su responsabilidad como autores de una "ideología del ocio" que influye a millones de personas.

La holandesa Anita Elberse, profesora de la escuela de negocios de Harvard, ha publicado recientemente en EEUU Blockbusters, un libro que en los últimos meses no deja de dar vueltas en las mesas de la industria del cine, y en sus salas de espera, a nivel global.

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Sin fecha de publicación en España, su tesis viene a refrendar un modelo de producción cinematográfica avasalladora en el que la acumulación de estrellas millonarias, historias elaboradas en la cocina de los departamentos de sociología y psicología de los grandes estudios, y campañas de marketing que doblan el presupuesto de la película, son, no sólo el presente autoimpuesto por la necesidad de mantener esas empresas a flote en la era de internet, sino un futuro deseable en el que las últimas ataduras con la personalidad de los creadores se desvanezcan.

Pese a ello Elberse escribe en el hoy y justifica la existencia de las obras menos rentables como "producciones de mediano y bajo presupuesto que no podrían afrontarse sin la existencia de fenómenos globales". Los grandes taquillazos sirven de beneficencia para las pequeñas películas según ese modelo, pero eso no logra explicarnos qué sentido puede tener para la industria atender decenas de proyectos, con los que seguramente perderá dinero o ganara cantidades para ellos insignificantes, cuando puede concentrarse en unos pocos muy lucrativos que monopolicen salas y prime times.

La idea es enfocar la mayoría de los recursos en los ganadores e invertir todavía menos en los perdedores

El libro de Anita Elberse ha sido amplificado por los mass media norteamericanos que pretenden encontrar en él una receta exportable a cualquier modelo comercial que tenga que ver con la cultura y el entretenimiento. De Hollywood a los videojuegos, de los comics a las discotecas, la estrategia Blockbuster (enfocar la mayoría de los recursos en los "ganadores" e invertir todavía menos en los "perdedores") viene a refrendar a los que ya trataban de imponer esa ideología en la educación, con los alumnos que sacan buenas notas versus los que tienen más dificultades, o en la sanidad, con los pacientes sanos en oposición a los tienen antecedentes familiares con alguna clase de dolencia.

En la revista Forbes, por ejemplo, la autora holandesa insistía en que todo consiste en una decisión de los propios consumidores: "Tratando de crear éxitos de taquilla nos ajustamos a lo que el público prefiere elegir. Nos gusta hablar de las últimas películas que hemos visto, o de los últimos libros que hemos leído, ello nos hace converger a todos en las mismas elecciones".

Desde esa óptica las consideraciones sobre lo improductivo de los comportamientos gregarios están fuera de la discusión. Lo que vale es el miedo, la necesidad de verse refrendado por el grupo y por lo tanto sentirse algo más seguro. Ser, en contra de cualquier decisión de autonomía personal, una oveja más a salvo en el rebaño.

Elberse también tiene palabras para una de las ideas que más han entusiasmado a los pensadores del fenómeno internet en los últimos tiempos. La "long-tail theory" del periodista, físico, y editor de la revista Wired, Chris Anderson, consiste en que, al no existir limitaciones de espacio en la red, es posible ofrecer una infinita gama de productos culturales que satisfagan los gustos de cualquier consumidor. De esa manera la suma de pequeños nichos de mercado produce beneficios colosales frente al modelo de negocio que basa su estrategia en unos pocos hits que copan los espacios físicos de los centros comerciales y que, aun teniendo grandes ventas, no pueden compararse con el conjunto de todos los que por sí solos les es imposible competir con los fenómenos de masas.

Según la autora de Blockbuster es cierto que esa "larga cola" no deja de crecer, pero se hace cada vez más delgada. Si el consumo cultural no está dirigido por una fuerte campaña de marketing, los gustos de los ciudadanos se van fragmentando en obras de un interés todavía más particular.

El lector que descubre un poeta, o un grupo musical, poco conocido, centra más fácilmente su atención en otros artistas igual o menos conocidos, acaso porque ese creador le abre las puertas a una sensibilidad nueva, porque comienza a desconfiar de lo que le ofrece la publicidad o la opinión general, o porque busca distinguirse del mainstream.

Todos esos factores, que añaden un valor muy personal que se disemina en múltiples fuentes, para Elberse son negativos, puesto que no concentran la rentabilidad del modo en que lo hace un éxito masivo. Por ello, aconseja la profesora de Harvard, la industria debe enfocarse en los contados productos que garantizan un alto nivel de ventas y que fidelizan al ciudadano en un modelo cultural que da pocas sorpresas a las multinacionales del ocio.

En el diario británico The Guardian, uno de sus críticos literarios, Steven Poole, no entraba a discutir el fondo de las tesis de Anita Elberse, pero matizaba apoyándose en los párrafos que la autora dedica a los clubes de fútbol Barcelona y Real Madrid: "Siento admiración por la estrategia de los ‘Galácticos’ que se puso en marcha en el Madrid durante la primera década del siglo, cuando se pagaron enormes sumas de dinero por Zidane, Beckham y otros. Esa planificación les condujo a la cima, aumentando los ingresos del club pese a que no ganaran muchos trofeos. Es cierto que el Barcelona tuvo un gran éxito durante el mismo período siguiendo el modelo opuesto, el de ‘desarrollo del talento’ (la crianza de estrellas de cosecha propia) pero sin dejar de derrochar de vez en cuando en grandes jugadores de otros lugares”.

placeholder El ex jugador del Real Madrid David Beckham (REUTERS)

Un símil, el futbolístico, que llevado al cine sirve a Poole para concluir que lo que se gana de más con las estrellas, se pierde en sus astronómicos e injustificables fichajes. O no tan injustificados quizás, porque son esos actores y actrices los que, transformados en marcas, despiertan interés por productos que difícilmente serían digeribles por la colectividad si fuesen interpretados por personas corrientes.

En él se apuesta por ratificar una concepción de la cultura que sacrifica cuanto encontramos de liberador o de emancipador en ella. Desde el punto de vista de lo humano no hay mayor función de las creaciones que potenciar la autodeterminación personal, la libertad de conciencia, la pluralidad de pensamientos que sirve las bases de la opinión propia. Pero, ante esa economía horizontal de las percepciones, lo macro reacciona y presiona para que los gustos se concentren, las inclinaciones sean uniformes, las diferencias marginales. 

Al final, posiblemente, es una decisión nuestra como ciudadanos elegir entre darle la razón a los intereses de Anita Elberse o a los de nosotros mismos. Que se imponga el pasado, donde casi todo era de casi nadie y la cultura la cualidad de una invasión, o que lleguemos en el futuro a una democracia creativa, donde todos tengan una característica esencial que ofrecer a los demás.  

De algo no podremos quejarnos en el futuro, si la cultura finalmente se convierte en el resultado de las interacciones entre las estadísticas de Facebook y la financiación del HSBC, y es que la mercantilización de todo lo humano no contó con nuestro asentimiento, con la entusiasta colaboración del público a la hora de convertir su alma en "efectos personales", cuantificables, mensurables, objeto de compra y venta. Porque, en las décadas en que durmió la inteligencia social, pensamos que las tendencias de un sistema económico devorador, no eran otra cosa que instintos, pulsiones primitivas que la inercia del progreso lograría evolucionar hacia un lugar más habitable. Sin embargo esas tendencias han sido explotadas hasta el punto de organizar alrededor de sí una doctrina para la que la rentabilidad está en excitar a los espectadores en sus inclinaciones más primarias, sin asumir su responsabilidad como autores de una "ideología del ocio" que influye a millones de personas.

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