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¿Miras el móvil mientras bañas a tus hijos? La tecnología encoge tu corazón
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¿Miras el móvil mientras bañas a tus hijos? La tecnología encoge tu corazón

El novelista estadounidense Jonathan Safran Foer, que acaba de publicar 'Aquí estoy' (Seix Barral) reflexiona en este artículo acerca de cómo nos menguan las nuevas tecnologías

Foto: Imagen de la tercera temporada de 'Black Mirror' (Netflix)
Imagen de la tercera temporada de 'Black Mirror' (Netflix)

I

Mi abuelo sólo podía poner una mano sobre el vientre de mi abuela e imaginar a mi padre antes de que naciera; mi padre, en cambio, me vio a través de una pantalla gracias a una tecnología creada inicialmente para detectar defectos en los cascos de los barcos. Ian Donald, el obstetra anglicano residente en Glasgow que fue la figura clave para trasladar la tecnología de ultrasonidos de los astilleros a las consultas médicas, se entregó a dicha tarea convencido de que las imágenes generarían una mayor empatía hacia el recién nacido y lograrían que las mujeres fueran menos proclives a abortar. Pero esa misma tecnología se ha utilizado para tomar la decisión de terminar muchos embarazos, ya sea porque detecta deformidades o porque los progenitores desean que su hijo tenga un sexo determinado. En cualquier caso, y con independencia de sus efectos buscados y reales, es una evidencia que las ya icónicas imágenes en blanco y negro de nuestros cuerpos antes de nacer median entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, ¿qué nos prepara para tomar decisiones de vida o muerte?

Y, sin embargo, ¿qué nos prepara para tomar decisiones de vida o muerte?

Mi mujer y yo debatimos sobre si queríamos saber el sexo de nuestro primer hijo antes de que naciera. Yo le planteé la cuestión a mi tío, un ginecólogo que había traído a más de cinco mil niños al mundo. Mi tío no era un tipo nada inclinado a dar consejos, y aborrecía cualquier cosa con el menor tufo a espiritualidad, pero me instó encarecidamente a no saberlo. "Si un médico mira una pantalla y os dice qué es, tendréis información" reflexionó. "En cambio, si lo descubrís en el momento del parto tendréis un milagro".

Aunque no creo en milagros, seguí su consejo. Y tenía razón. No hace falta creer en milagros para vivirlos. Sólo hay que estar presente.

II

Los psicólogos que estudian la empatía y la compasión están descubriendo que, a diferencia de nuestras respuestas casi instantáneas al dolor físico, el cerebro necesita tiempo para comprender "las dimensiones psicológicas y morales de una situación". En otras palabras, cuanto más distraídos estemos, y cuanto más énfasis pongamos en la rapidez a expensas de la profundidad (redefiniendo el término "mensaje" para que, en lugar de hacer referencia a algo que llena cientos de páginas de una novela, remita a una línea de texto o con emoticonos en la pantalla del teléfono), menores serán nuestra probabilidades y capacidad de darle verdadera importancia a algo. Y que conste que la anterior afirmación no hace referencia al valor relativo del contenido de una novela y el de un mensaje de texto, sino tan sólo al tiempo que pasamos con cada uno de ellos.

Cuanto más distraídos estemos, y cuanto más énfasis pongamos en la rapidez contra la profundidad, menos capaces seremos darle verdadera importancia a algo

Sabemos que escribir mensajes de móvil mientras conducimos es más peligroso que conducir borracho. En cambio, si usas el teléfono mientras comes, hablas con alguien o esperas en un banco no te arriesgas a matar a nadie, lo que implica que vas a permitirte estar más distraído todavía que mientras conduces. Todo el mundo desea que sus padres, amigos o pareja los escuche con toda su atención, aunque todos, y en especial los niños, nos estemos acostumbrando a recibir mucho menos que eso. Simone Weil escribió que «la atención es la forma más pura y menos corriente de generosidad». Según esta definición, nuestras relaciones con el mundo, con los demás y con nosotros mismos son cada vez más tacañas.

Las novelas exigen muchas cosas al lector, pero la más obvia es su atención. Uno puede hacer muchas otras cosas mientras mira la tele o escucha música, puede incluso mantener una conversación con un amigo mientras visita una galería de arte, pero leer una novela exige aparcar todo lo demás. Leer un libro es entregarse a él. Las novelas siempre trafican con la empatía, nos acercan al "otro", nos piden que superemos nuestras expectativas, pero esa atención ¿no constituye un acto de generosidad en sí misma? ¿De generosidad hacia nosotros mismos?

III

MI padre no presenció los nacimientos de sus hijos. La costumbre en la época era que los hombres aguardaran en la sala de espera. Yo vi nacer a mis hijos. Tuve una experiencia más rica, más profunda, más memorable y satisfactoria que mi padre. Estar físicamente presente me permitió estar también emocionalmente presente.

Vemos la tecnología como una forma de gestionar la información y manipular la materia. Google, lo sabemos todos, tiene como objetivo -según palabras de sus creadores- organizar «la información mundial» y hacerla accesible. Hay otras tecnologías más mundanas: el coche nos propulsa por la tierra a velocidades que escapan a las capacidades de nuestras piernas, y la bomba nos permite matar a numerosos enemigos, más allá de las posibilidades de nuestras manos.

Pero las tecnologías no son sólo efectivas a la hora de satisfacer o frustrar los objetivos de quienes se topan con ellas, sino que también son afectivas. La tecnología no es algo estrictamente técnico. "Te quiero" (el mismo "te quiero" dicho por la misma persona, con la misma sinceridad y profundidad) no tendrá la misma resonancia por teléfono, en una carta escrita a mano o en un mensaje de texto. El tono y el ritmo de la voz moldean las palabras, como lo hace también la textura y el color del papel de carta, o el tipo de letra que el fabricante de nuestro teléfono haya elegido para los mensajes de texto. Amamos a nuestros Macs más que a nuestros PC porque Apple puso más empeño a la hora de aprovechar y modular las resonancias afectivas de su tecnología, y a restringir a una selecta camarilla de la élite la tarea de proteger y dirigir dichos efectos para crear un ecosistema distintivo. Nos sorprendemos a nosotros mismos "jugando" con nuestros smartphones de maneras que nunca hicimos con el auricular funcional de un teléfono fijo tradicional -que, esencialmente, tenía un micrófono en un extremo y un altavoz en el otro- porque mientras que los primeros teléfonos fueron diseñados por ingenieros según criterios funcionales, los teléfonos que hoy llevamos en nuestros bolsillos se diseñan también teniendo en cuenta la opinión de expertos que han analizado con gran detalle cómo diferentes colores y curvas, brillos y texturas, pesos y tamaños nos hacen sentir cosas distintas.

Los consumidores tendemos a olvidar que la tecnología busca siempre generar y conectarse a determinados afectos. Las empresas no lo olvidan

Los consumidores tendemos a olvidar que la tecnología busca siempre generar y conectarse a determinados afectos, las piedras angulares de las emociones, así como también a experiencias emocionales completas. Nosotros lo olvidamos, pero las empresas no. Ellos lo recuerdan y le sacan un gran beneficio. Nosotros lo olvidamos a expensas de lo que somos.

La mayoría de nuestras tecnologías de la comunicación empezaron como sustitutos menguados para actividades imposibles. No siempre podíamos vernos cara a cara, y el teléfono nos permitía mantenernos en contacto a distancia. Uno no siempre estaba en casa, y el contestador automático permitía transmitir un mensaje sin que la otra persona tuviera que estar junto al teléfono. La comunicación en línea surgió como un sustituto para la comunicación telefónica, que, por lo que fuera, alguien consideró demasiado pesada o inconveniente. Y luego llegaron los sms, que permitían mandar mensajes de forma más rápida y con mayor movilidad. Todos esos inventos no nacieron para convertirse en una versión mejorada de la comunicación cara a cara, sino como sustitutos aceptables, si bien menguados, de la misma.

Pero entonces sucedió algo curioso: empezamos a preferir los sustitutos menguados. Es más fácil llamar a alguien por teléfono que tomarse la molestia de ir a verlo en persona. Dejar un mensaje en el contestador de alguien es más fácil que tener una conversación telefónica con él: puedes decir todo lo que quieres decir sin el inconveniente de que te respondan. Eso facilita mucho la tarea de comunicar malas noticias, o de interesarse por alguien sin involucrarse. Así pues, empezamos a llamar cuando sabíamos que nadie cogería el teléfono. Mandar un correo electrónico es aún más fácil, porque uno puede esconderse todavía más detrás de la ausencia total de cualquier tipo de entonación y, naturalmente, no existe el riesgo de que nadie "descuelgue". Mandar mensajes de texto es todavía más fácil, ya que la expectativa de elocuencia es todavía más reducida, lo que brinda otro caparazón en el que ocultarse. Cada paso "hacia delante" nos ha acercado un poco más -sólo un poco- al ideal de evitar la laboriosa tarea emocional de estar presentes, de transmitir información en lugar de humanidad.

Todos esos inventos no nacieron para convertirse en una versión mejorada de la comunicación cara a cara, sino como sustitutos aceptables, si bien menguados

El problema de aceptar -no: preferir- los sustitutos menguados es que a largo plazo también nosotros nos convertimos en sustitutos menguados. La gente que se acostumbra a decir poco se acostumbra también a sentir poco. O a sentir tan sólo lo que otros han diseñado y nos ha vendido.

Nunca antes la novela se había visto en una posición tan diametralmente opuesta a la cultura circundante. Un libro es todo lo contrario que Facebook: requiere, precisamente, que estemos menos conectados. Es todo lo contrario a Google: no es sólo que sea ineficaz, es que, en el mejor de los casos, es incluso inútil. Las pantallas nos brindan una cantidad aparentemente interminable de información, pero el valor real de la página no es lo que nos permite conocer, sino cómo nos permite darnos a conocer.

IV

Como mucha de la gente que conozco, en muchos momentos he pensado con preocupación si los teléfonos e internet no estarían, de forma muy sutil, restándole riqueza a mi vida, ofreciéndome placeres llamativos a costa de otros más profundos, distrayéndome, dificultando mi concentración y empujándome demasiado a menudo a estar en otra parte. Me he sorprendido a mí mismo mirando si tenía algún correo electrónico mientras bañaba a mis hijos, entrando en internet cada vez que estaba escribiendo y una frase o una idea no acudían de inmediato a mi mente, buscando una sombra en un hermoso día de primavera para poder ver la pantalla de mi teléfono.

¿Vosotros también?

¿Os habéis descubierto dejando a vuestros seres amados en suspenso para poder devolver una llamada de un número desconocido? ¿Confundiendo estar a solas con la soledad? ¿Habéis notado que vuestra relación con la distracción se revertía, hasta el punto de que buscáis algo que antes os producía frustración?

¿Os habéis descubierto dejando a vuestros seres amados en suspenso para poder devolver una llamada de un número desconocido?

¿En serio queréis dejar una llamada en espera para atender otra, o recibir un correo electrónico al que tendréis que responder? ¿En serio deseáis —anheláis— oír el pitido de un mensaje intrascendente?

¿No es posible que la tecnología -tal como se ha inmiscuido en nuestra vida cotidiana estos últimos años- nos haya dejado menguados? ¿Y no es posible también -no es obvio- que vamos a peor? Al principio, casi todas las tecnologías nuevas provocan alarma, pero por lo general los humanos acabamos adaptándonos a ellas. De modo que tal vez la resistencia sea innecesaria. Pero, si lo fuera, ¿de dónde surgiría? ¿Y qué aspecto tendría?

Con cada generación resulta más y más difícil imaginar un futuro que se parezca al presente. Mis padres esperaban que mi vida fuera mejor que la suya: sin guerras ni hambre, cómodamente arraigada en un lugar donde me sintiera en casa. Pero ¿qué futuros descartaría yo sin pensarlo para mis hijos? ¿Uno en el que su ropa se fabricara cada mañana con impresoras 3D? ¿En el que se comunicaran sin hablar y sin moverse? Sólo alguien sin imaginación y sin contacto con la realidad puede negar que existe la posibilidad de que vivan eternamente. Es posible que muchas personas que leen estas palabras no mueran nunca.

Sólo alguien sin imaginación y sin contacto con la realidad puede negar que existe la posibilidad de que vivamos eternamente

Pero asumamos que todos disponemos de un número limitado de días para conseguir que nuestras creencias dejen huella en el mundo, para encontrar y crear la belleza que sólo es posible gracias a una existencia finita, para lidiar con la pregunta por el sentido de la vida y con todas nuestras respuestas. A menudo empleamos la tecnología para ahorrar tiempo, pero cada vez más esa misma tecnología o bien se lleva todo el tiempo ahorrado consigo, o hace que el tiempo que nos ahorramos sea menos presente, íntimo y rico. Me preocupa que cuanto más cerca esté el mundo de las yemas de nuestros dedos, más lejos quede de nuestros corazones. No se trata de plantear una dicotomía absoluta -estar en contra de la tecnología es seguramente la única actitud más absurda que estar incondicionalmente a favor de ésta-, sino de encontrar el equilibrio.

Un día, unas nanomáquinas detectarán los defectos de nuestros corazones mucho antes de que el primer síntoma nos haga acudir al médico. Otras nanomáquinas repararan nuestros corazones sin que tengamos que sentir dolor, perder el tiempo o gastar dinero. Pero sólo nos parecerá un milagro si seguimos siendo capaces de percibir milagros, es decir, si nuestros corazones todavía merecen ser salvados.

Jonathan Safran Foer es uno de los mejores escritores de la más reciente generación de narradores estadounidenses. En 'Aquí estoy', (Seix Barral, 2016) su último libro recién publicado en España, traza la historia de una familia norteamericana judía que se rompe al tiempo que Israel queda destruido por una catástrofe natural.

I

Mi abuelo sólo podía poner una mano sobre el vientre de mi abuela e imaginar a mi padre antes de que naciera; mi padre, en cambio, me vio a través de una pantalla gracias a una tecnología creada inicialmente para detectar defectos en los cascos de los barcos. Ian Donald, el obstetra anglicano residente en Glasgow que fue la figura clave para trasladar la tecnología de ultrasonidos de los astilleros a las consultas médicas, se entregó a dicha tarea convencido de que las imágenes generarían una mayor empatía hacia el recién nacido y lograrían que las mujeres fueran menos proclives a abortar. Pero esa misma tecnología se ha utilizado para tomar la decisión de terminar muchos embarazos, ya sea porque detecta deformidades o porque los progenitores desean que su hijo tenga un sexo determinado. En cualquier caso, y con independencia de sus efectos buscados y reales, es una evidencia que las ya icónicas imágenes en blanco y negro de nuestros cuerpos antes de nacer median entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, ¿qué nos prepara para tomar decisiones de vida o muerte?

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