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La catástrofe nuestra de cada día

La catástrofe que ocurre en los relatos de Alice Munro es un secreto mal guardado. Al fin y al cabo, de eso se ocupa la gran literatura: de nosotros, de nosotras

Foto: Alice Munro, ganadora del Nobel de Literatura 2013 (EFE)
Alice Munro, ganadora del Nobel de Literatura 2013 (EFE)

Algo ocurre en los relatos de Alice Munro. Tras los primeros compases, que no los iniciales, porque sus textos se desenvuelven antes que la escritura y antes de la lectura, caes: aquí sucede más de lo que se cuenta. Te faltan claves y no sabes cuándo ni cómo se te desvelarán. Munro insinúa apenas lo necesario, para qué más, a la vez tímida y transparente en su decir, dibujando una situación que no invita a la alarma, esbozando una relación de unos con otros que imita a la relación de tus unos con tus otros. Y cuando te acomodas en la historia, cuando ganas tu hueco, el golpe, de repente.

Aquí, en los relatos de Alice Munro, se fragua algo importante. Aquí, en la normalidad, en el día a día de esas casi siempre mujeres que resulta tan semejante a la vida del lector, en una rutina de horarios y de costumbres y de familias que parecen corrientes, aquí se esconde una catástrofe: porque algo se derrumba en los relatos de Alice Munro. Quizá tiempo atrás se escondiera ese algo (esos escombros, y no sé si es realidad o una metáfora) bajo la alfombra del salón para ocultarlo, y entonces Alice Munro la levanta y con sutileza, cruel al mismo tiempo, implacable, examina las vergüenzas, y las muestra.

En el cuento que abre y titula El progreso del amor (1986; en castellano en RBA, 2009, con traducción de Flora Casas), su protagonista interpreta varias pérdidas (su divorcio, la muerte de su madre) y el regreso a la casa de su infancia como una posibilidad de reconciliación con su origen. La memoria se ha podrido, duele incluso, y el espacio de sus recuerdos se distancia de la posibilidad de lo mítico intangible para cobrar protagonismo, y devorarla. Alice Munro cree que la familia significa veneno y el hogar, lejos de interpretarse como un lugar seguro, es el sitio de la desconfianza.

Alice Munro cree que la familia significa veneno y el hogar, lejos de interpretarse como un lugar seguro, es el sitio de la desconfianza

Así están las cosas en los relatos de Alice Munro, a cualquier objeto lo acompaña una historia y cualquier historia se transforma en otra. Y así crece su literatura. Sus relatos guardan un relato dentro, como un juego de muñecas rusas (dos referencias claves para Munro: Chéjov y su casi-coetáneo Cheever), y saltan de personaje en personaje y de relato dentro de relato en relato dentro de relato. La amiga de aquí podría ejercer allá como voz principal o disfrazarse ahí de vecina. Huye de los apellidos, no sé si por la retorcida convicción de que así nos acerca más a sus personajes, y a las mujeres sobre las que escribe les sobra la verdad, con puntos de luz y con tonos de sombra, unas veces se equivocan y otras llevan la razón, se tropiezan más que se levantan. No son heroínas; sí, en cambio, víctimas no de otros, sino de sus decisiones. Munro no idealiza: por eso te la crees.

Hay verdad en Alice Munro, y hay una ternura notarial en su escritura, que no juzga (ni rastro de tono moral en sus libros), sino que narra para que el lector asuma y organice, para que se dé cuenta de que esas vidas tristes sirven. Su literatura, enemiga de la grandilocuencia, de prosa sencilla y elegante, volcándose en la capacidad de las palabras para describir el mundo. Sin fuegos artificiales, con la potente música de la oralidad, casi dictada, se ocupa de los márgenes, de las geografías físicas y humanas que no interesaron a otros, y con los que Alice Munro construye piezas excepcionales. Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001; en RBA, 2007, con traducción de Marcelo Cohen), Demasiada felicidad (2009; en Lumen, 2010, con traducción de Flora Casas) o Mi vida querida (2012; en Lumen, 2013, con traducción de Eugenia Vázquez) pueden ser buenas entradas al universo de esta narradora que, aunque con alguna novela publicada, se ha consagrado al cuento.

En este sentido, distinguir a Alice Munro supone distinguir por vez primera una senda en la que se situaron Carson McCullers, Flannery O’Connor, Katherine Ann Porter o Eudora Welty, en la que se sitúan Margaret Atwood, Cynthia Ozick o Joyce Carol Oates (a las tres las descarta para el Nobel, por desgracia, el triunfo de Munro), en la que están situándose Amy Hempel, A.M. Homes o Lorrie Moore: la de la vida cotidiana de las mujeres identificada, por primera vez, por fin, con la vida cotidiana universal. Sin miradas amables, con heridas y dureza.

Tengo la sensación de que Alice Munro ha ganado el Nobel a pesar del Nobel. Su perfil (el de su escritura, el de su personaje) no casa con el de los galardonados por la Academia. Munro cuenta con la admiración de los grandes escritores de su tiempo y con el cariño de los lectores, es decir, que no se la descubre. Su literatura se empeña en un asunto tan poco trascendente en apariencia como la vida cotidiana, frente a las biografías y circunstancias azarosas de otros ganadores recientes. El ámbito rural, las ciudades pequeñas o medianas, la mesa puesta un domingo con un asiento vacío, el hombre y la mujer que han quedado en un bar sin llamarse matrimonio… La catástrofe que ocurre en los relatos de Alice Munro es un secreto mal guardado, la muerte de un ser querido, el paso del tiempo. Al fin y al cabo, de eso se ocupa la gran literatura: de nosotros, de nosotras.

Algo ocurre en los relatos de Alice Munro. Tras los primeros compases, que no los iniciales, porque sus textos se desenvuelven antes que la escritura y antes de la lectura, caes: aquí sucede más de lo que se cuenta. Te faltan claves y no sabes cuándo ni cómo se te desvelarán. Munro insinúa apenas lo necesario, para qué más, a la vez tímida y transparente en su decir, dibujando una situación que no invita a la alarma, esbozando una relación de unos con otros que imita a la relación de tus unos con tus otros. Y cuando te acomodas en la historia, cuando ganas tu hueco, el golpe, de repente.

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