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Gonzalo Torné

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Cuatro nuevos poemarios que suponen auténticos desafíos y estímulos para el lector. El riesgo literario está ahora en los versos y no en la prosa

Foto: La autora Luna Miguel (EFE)
La autora Luna Miguel (EFE)

Tengo la impresión de que hace meses que no pasa nada importante en la narrativa española. Se han publicado novelas divertidas, interesantes y bien escritas, que alimentan los cauces editoriales, comerciales y publicitarios de la “novelística”. Pero no he leído (o no me enterado) ninguna donde se palpe la ambición, y que tras situarme en un espacio desconcertante me exigiera una respuesta, un juicio, un posicionamiento urgente.

Al fin y al cabo, de la misma manera que novelas escritas para ser best sellers pinchan en las mesas de novedades, novelas escritas para “parecer” de calidad o vanguardistas resultan a la postre ser trabajos rutinarios. No podía ser de otro modo en un sistema literario donde los sellos tienden a ser conservadores y donde tantísimos escritores no se permiten que pasen dos años sin publicar, no les fuese a marchitar la carrera. Tampoco se trata de un desastre, no todos los trimestres, ni siquiera todos los años, pueden aparecen novelas significativas: sería una ingenuidad esperar que la ambición lograda se acompasase al ritmo de los boletines de novedades.

Nuestras editoriales tienden a ser conservadoras y no se permite que un escritor pase dos años sin publicar 

Si saco a colación el tema es por el contraste (no sé si revelador) con la poesía, un género en el que durante estos meses (de nuevo a ojo de buen cubero) se han publicado libros que suponían auténticos desafíos y estímulos para el lector. 

El más tempranero en aparecer ha sido el primer poemario publicado por Andreu Jaume. Camp de Mar (Barral) no es un adorno o un capricho en su reconocida trayectoria como editor, sino que parece una obra madurada durante años por un poeta desinteresado en “hacer carrera”.

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El tema de este poema unitario es el tiempo que como una intangible atmósfera amniótica nos contiene y nos consume. Jaume trata el tiempo previo a la humanidad (“nadie lo vio y para que exista / tenemos que pensarlo”), el tiempo del mito, el de la historia (“el camino moral de los ancestros”) y finalmente el de la propia experiencia personal cuyo acabamiento (“el campo de dolor que nos aguarda”) renueva el ciclo de las generaciones.

Una lectura respetuosa con cuanto se dirime en este poema requeriría una considerable cantidad de espacio, me limito pues a señalar la inventiva y el rigor métrico que recorre y recubre el poema (tanto las vivísimas descripciones como sus precisas reflexiones) de una tenue música, apenas audible, y de efectos hipnóticos.

Luna Miguel ha contribuido a que sus libros anteriores se lean en clave generacional, y aunque se me ocurren razones a favor (sin ir más lejos: visualizar vocaciones poéticas que se mueven en coordenadas muy distintas a las que predominaban hace menos de diez años en los catálogos editoriales) invitaría a leer Los estómagos (La Bella Varsovia) con independencia de esta clave.

Miguel mantiene muy vivo su talento para el verso expresivo y enigmático (casi un sortilegio), que integra ahora a un imaginario maduro donde predomina la sangre, los gatos y la carne (viva, enferma y muerta). La sección final Con los perros románticos es la más estremecedora del libro en la medida que aborda un tema-trampa (la muerte de la madre) por un lado inesperado: la celebración de un legado colectivo (“Yo me quedo en buenas manos. Yo me quedo en / buenas voces y con miles de gargantas”).

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Un enfoque que casa bien con el que a mi juicio es el tema central de este librito perturbador: cómo convivir y mitigar el dolor de los animales que dependen de nosotros, cómo convivir con nuestra propia fragilidad, y cómo acoger a los enfermos cuando pasan a depender de nosotros. En definitiva, de cómo hacernos cargo (“la cuestión no es qué hago aquí / sino / que hago ahora que me han traído a este lugar”).  

La publicación de otro libro de Manuel Vilas -El hundimiento (Visor)- ya no debería ser una sorpresa. Escribir mejor ya es imposible. Con su anterior libro Gran Vilas donde llevaba al extremo algo así como una poética (afiladísima e irónica) de celebración reconocí cierto alivio en el entorno: “ya no puede ir más allá”. Y vaya si puede. Vilas mantiene viva su sobrenatural energía, e intacto el sentido del humor, aunque desplazado a tonos más sombríos (el alcoholismo, el divorcio, el abandono de la edad). Vilas es el poeta que mejor ha pensado capitalismo en la medida que su instinto crítico no le impide reconocer que a la clase media (el artista antes conocido como “el pueblo”) nos chifla comprar coches, nos atiborramos de comida rápida, y nos gusta dormir en hoteles cómodos. Y es el gran poeta de España porque la sentida rendición ante el sol y las paellas convive con el expreso reconocimiento de la intrascendente mezquindad de este pedazo de tierra (“Cuantos aquí nacimos siempre seremos víctimas, / cumplimos condena, somos los internos, / esclavos menores del universo en una pantalla intrascendente”).

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El último en publicarse ha sido Hogar (Olifante): el segundo libro que David Aceituno publica a sus treinta ocho años, indicativo de estar ante otro escritor más preocupado por la obra que por otros asuntos.

Tras el soberbio Sylvia & Ted (Olifante, 2010) dónde empleaba al más célebre matrimonio de poetas desdichados (Plath & Hughes) para ofrecer el detalle estilizadísimo de la ruina de un matrimonio (de cualquier matrimonio), el nuevo libro se presenta como algo parecido al reverso del tapiz: el despliegue de las estrategias emocionales y sociales que entran en juego para conservar de manera más o menos unida un hogar (“un tipo de asfixia que adorábamos”), ya sea conyugal o familiar. Mediante diálogos, preguntas indirectas, soliloquios interrogativos, puyazos irónicos entre voces poéticas e inquisiciones de catecismo Aceituno va sacando a la luz de página (en un tono más entrañable que despiadado): los engaños, arreglos y componendas imprescindibles para avanzar en nuestros “proyectos”. Bueno, para avanzar o para convencernos de que lo hacemos, si es que hay alguna diferencia.

Todo este talento concentrado invita a extraer conclusiones. ¿No será que al librarse de la exigencia de sostener buena parte del negocio editorial la poesía (esto es, editores y escritores) goza de mayor libertad que la narrativa? Algo de eso hay, pero no deja de ser una conclusión precipitada y simplona. También en el insignificante mercado de la poesía (aunque vitaminizado por el dinero público que afluye por las pueblos más o menos municipales) existen escuelas e inercias tan insulsas como las que dan cuerpo a la “novelística”.

Y tampoco es que estos cuatro libros sobresalientes hayan recibido una atención equiparable a sus méritos. Diría incluso que el sistema de recepción poético ha sido algo más sordo e insensible que el narrativo cuando se enfrenta a la misma circunstancia: saludar algo nuevo. Me inclino a ver este fenómeno como un agradable e impertinente azar antes que como un indicio. Ya veremos. En cualquier caso, celebremos la deliciosa impertinencia del azar. 

Tengo la impresión de que hace meses que no pasa nada importante en la narrativa española. Se han publicado novelas divertidas, interesantes y bien escritas, que alimentan los cauces editoriales, comerciales y publicitarios de la “novelística”. Pero no he leído (o no me enterado) ninguna donde se palpe la ambición, y que tras situarme en un espacio desconcertante me exigiera una respuesta, un juicio, un posicionamiento urgente.

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