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Contra el final de la aventura
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Antonio García Maldonado

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Contra el final de la aventura

El progreso en el conocimiento es una buena noticia, y por eso no hay villanos a los que culpar de los efectos colaterales, pero sí los hay cuando analizamos el precio y la dificultad creciente

Foto: Escena de 'Master and Commander'
Escena de 'Master and Commander'

En la película 'Master and Commander' (Peter Weir, 2003, basada en las novelas de Patrick O´Brian), el buque inglés 'Surprise', capitaneado por Jack 'El Afortunado', ha de dar caza a otro buque francés, la 'Acheron', que está causando estragos al otro lado del mundo, en el Atlántico sur, durante las guerras napoleónicas. El barco inglés es más pequeño y lento que el francés y, además, tiene menos cañones. Tras unos primeros embates fallidos, el capitán Aubrey trata en su camarote de buscar la forma de doblegarlo. Dos jóvenes grumetes se acercan a hablar con él y le muestran una maqueta de madera que reproduce el casco de la 'Acheron'. Uno de ellos había visto cómo se construía en los astilleros de Boston y se ha dado cuenta de algo: el barco francés es vulnerable por la popa. A partir de ahí, la suerte de la 'Surprise' cambia. Y también el ánimo de Aubrey, que mira ahora con más optimismo el horizonte: "es el futuro: en qué era tan fascinante vivimos".

Esta sencilla escena de esta película muestra dos cambios profundos en nuestra relación con nuestra realidad y nuestro tiempo histórico. Por un lado, Aubrey ha cambiado el destino de su barco y, con él, el de la guerra y la historia en aquel rincón del mundo, gracias a la mera observación. Ahora, en cambio, todo es demasiado complejo. Por otro, el capitán muestra optimismo ante el porvenir y aparece incluso impaciente por alcanzarlo. Una realidad que contrasta con el pesimismo y el malestar tan extendido en nuestros días. ¿Existe alguna relación entre ambos fenómenos?

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'El final de la aventura'

En cuanto al valor de la observación, había conocimientos básicos que estaban a golpe de vista e intuición que se les escapaban y cuya revelación tenía el efecto de cambiar el destino de su aventura. Lo mismo ocurre cuando en la película vemos desembarcar al naturalista Maturin en las islas Galápago para dibujar y clasificar los animales exóticos que encuentra en aquellas tierras volcánicas. Cuando todo –o casi todo– estaba por conocerse y ser explorado, cualquier sencillo paso podía cambiar el mundo, como sucedió cuando Darwin se embarcó en el Beagle y trastocó los cimientos de la comprensión del mundo observando y reflexionando. Las ideas revolucionarias de Darwin nacieron gracias a su paciente reconsideración y profundización de las observaciones que había hecho en los distintos parajes donde habían recalado. “From some observations which I have made, I believe that it is…”, escribe para justificar determinado planteamiento. El historiador de la medicina William Bynum resumió su trayectoria de forma clara: “Sencillos experimentos caseros, aguda observación, mucha lectura y mucha reflexión: estos atributos lo habían convertido en un naturalista destacado”.

El feliz avance de los conocimientos en estos dos siglos de revoluciones industriales ha tenido un efecto colateral inesperado

Ahora, en cambio, cualquier nuevo conocimiento exige demasiado conocimiento previo –mucha y permanente formación–, aparataje técnico preciso y refinado y, por lo tanto, mucho dinero. El feliz avance de los conocimientos en estos dos siglos de revoluciones industriales ha tenido un efecto colateral inesperado al dificultar el acceso de grandes capas de la población a esos conocimientos hiperespecíficos. Los que los atesoran o tiene acceso a ellos son quienes están frente a frente con las aventuras de nuestro tiempo. Cada poco tiempo leemos noticias sobre un adolescente que descubre con su telescopio una nueva galaxia o enmienda algún cálculo de un gran organismo científico tras observar una incoherencia. Pero se trata de anécdotas que no hacen categoría, y por eso resultan hechos noticiosos. La realidad es que, para saber un poco más, necesitamos saber muchísimo, y que ese conocimiento requiere de un esfuerzo personal y social que sólo con un acceso mucho más inclusivo y democrático al conocimiento profundo se puede intentar paliar.

El progreso en el conocimiento es una buena noticia, y por eso no hay villanos a los que culpar de los efectos colaterales. Pero sí los hay cuando analizamos el precio y la dificultad creciente para acceder a esos conocimientos a través de sistemas educativos razonablemente eficaces e inclusivos. El final de la aventura no tiene culpables, pero sí su gestión. Porque lo cierto es que la aventura no depende del arrojo ni de la valentía, ni siquiera del mérito, ni de las capacidades, sino del dinero. Como ejemplo extremo, ahí están esos billonarios que pagan visitas a la Estación Espacial Internacional y que tratan de reservarse un asiento en los primeros viajes a Marte. O esos otros que criogenizan sus cerebros y cuerpos para intentar despertar en un futuro en el que se haya vencido a la muerte. Siempre fue así, pero es en estas décadas en las que esta inercia se hipertrofia por la propia profundidad y complejidad de lo que hemos logrado conocer.

La forma de mirar el mundo que se impuso en aquellos años, desde la ciudad a la empresa y el puesto de trabajo, no ha salido gratis

Defino aventura como una empresa en la que volcamos nuestras vocaciones individuales y, aun sin pretenderlo, contribuimos a ensanchar los horizontes colectivos. Es lo que sucedía, por ejemplo, con un buscador de fortuna que se iba al oeste americano. Quizá huyera de la miseria, o de la policía, o de alguna condena, pero en su afán de prosperar contribuía a agrandar las expectativas de todos. Como ocurría cuando gente muy pobre, sin nada que perder, se embarcaba en los navíos españoles que protagonizaron la Era de los Descubrimientos. El final de la ignorancia y de la observación como método hace imposible esta lógica y nos obliga a centrar muchos más esfuerzos y recursos en dar acceso a cuanta más gente mejor a estos conocimientos. Una tarea que empieza, como nos dicen los neurocientíficos y los psicólogos sociales, en las primeras etapas de la educación básica. El riesgo de no hacerlo es profundizar en la secesión de una élite que vive el mundo como una experiencia llena de estímulos y que busca separarse de una mayoría que se rebela contra la sensación de parálisis e irrelevancia. Algo que se ha agravado en una cultura que sublima y premia esfuerzos individuales y disgregados pero que ha tendido a preterir las causas comunes que reforzaban los vínculos sociales. Aquello de “la sociedad no existe, solo los individuos” de Margaret Thatcher, y toda la forma de mirar el mundo que se impuso en aquellos años, desde la ciudad a la empresa y el puesto de trabajo, no ha salido gratis.

¿Es compatible la democracia con una sociedad así? Decía Goethe que prefería la injusticia al desorden, pero lo que nos enseña la realidad de los últimos años es que la democracia funciona con los términos cambiados: ante esa secesión de las élites, son muchos los que prefieren el desorden (político) a lo que perciben como una injusticia. Una realidad que se ha agravado por culpa de otra de las inercias que definen nuestra época: la extendida costumbre de medir cualquier suceso en el tiempo a través de modelos de predicción. Tal es así que las predicciones o los escenarios planteados en términos probabilísticos se imponen a nuestra mera observación incluso cuando los números dejan de hablar de la realidad. Así sucedió, por ejemplo, con la burbuja inmobiliaria en España y, en general, con el sistema financiero de todo el mundo a finales de la década pasada. Si aquella fiesta estaba sancionada y bendecida por las empresas de calificación y los mejores técnicos en la materia del mundo, ¿quiénes éramos nosotros para pensar que aquella locura era insostenible?

Las predicciones o los escenarios planteados en términos probabilísticos se imponen a nuestra mera observación

A diario leemos o escuchamos titulares que hablan de cómo será tal o cuál sector en 2050, o en qué año desaparecerá tal profesión o cualquier aparato, ya sea un libro o un lector de DVD. De ahí esos consejos tan habituales que nos dan –o hemos dado– con la mejor intención: no estudies esto o lo otro, que “no tiene salidas” o futuro. ¿Qué salidas y a dónde? ¿Es que el futuro ya está fijado? Siendo así, el horizonte se convierte en un lugar al que nos llevan, y no un lugar al que vamos porque entre todos, sea cual sea nuestra profesión, nuestra formación o capacidades, construimos. De la tierra de promisión que veía Aubrey a la cárcel de oro en la que solo unos pocos sentirán fascinación y sentido a su esfuerzo porque influyen y condicionan el futuro. Un porvenir de vía estrecha en el que nuestra capacidad de agencia se reduce, con la consiguiente frustración. La guinda es un discurso alrededor del mérito que sólo se cree quien empieza bien alto y unas recomendaciones de flexibilidad que no suelen practicar quienes la proponen.

¿Dónde están las aventuras de nuestro tiempo? El cambio climático es un reto inmediato en el que nuestros esfuerzos individuales tienen un impacto agregado en las perspectivas de la comunidad. Abarca desde lo micro del comportamiento en casa hasta la construcción de grandes diques contra la subida del nivel del mar como los de Venecia o Rotterdam. También lo será la exploración y colonización espacial, sobre todo si fracasamos en la anterior. En cualquier caso, y más allá del esfuerzo colectivo que nos parezca susceptible de encajar en la definición de aventura, cualquier esfuerzo requerirá de tres cosas si queremos que suponga un incentivo para la comunidad y no un acelerador de malestares y frustraciones: democratización del conocimiento profundo, discursos mucho más inclusivos y políticas socioeconómicas más centradas en la equidad. El final de la aventura es la desigualdad que engloba a todas las demás. Un rumbo equivocado que debemos cambiar. Porque, como decían los versos de León Felipe, “no es lo que importa llegar solo ni pronto, / sino llegar con todos y a tiempo”.

Quizá entonces digamos, como Aubrey ante el mar infinito, que vivimos en una era fascinante y recobremos las ganas de conquistar el futuro en vez de temerle y refugiarnos en glorificar el pasado.

En la película 'Master and Commander' (Peter Weir, 2003, basada en las novelas de Patrick O´Brian), el buque inglés 'Surprise', capitaneado por Jack 'El Afortunado', ha de dar caza a otro buque francés, la 'Acheron', que está causando estragos al otro lado del mundo, en el Atlántico sur, durante las guerras napoleónicas. El barco inglés es más pequeño y lento que el francés y, además, tiene menos cañones. Tras unos primeros embates fallidos, el capitán Aubrey trata en su camarote de buscar la forma de doblegarlo. Dos jóvenes grumetes se acercan a hablar con él y le muestran una maqueta de madera que reproduce el casco de la 'Acheron'. Uno de ellos había visto cómo se construía en los astilleros de Boston y se ha dado cuenta de algo: el barco francés es vulnerable por la popa. A partir de ahí, la suerte de la 'Surprise' cambia. Y también el ánimo de Aubrey, que mira ahora con más optimismo el horizonte: "es el futuro: en qué era tan fascinante vivimos".

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