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¿Debe ser obligatoria la vacuna del covid-19? Guía para convencer a los antivacunas
En España el porcentaje de las personas que no quieren vacunarse es bajo, pero ¿qué hacer en aquellos sitios en los que el número de los que se niegan es alto?
En bastantes países, entre ellos España, se están alcanzando cifras de vacunación muy altas, mayores incluso de las que en principio se preveían para estas fechas. En otros, sin embargo, el porcentaje de personas vacunadas sigue siendo muy bajo, debido fundamentalmente a las dificultades económicas y logísticas que tienen estos países para acceder a las vacunas. Este es ahora el problema principal al que hemos de enfrentarnos para lograr el control de la pandemia de covid-19. Es evidente que habrá que ayudar a estos países para que puedan obtener vacunas a precios bajos o incluso gratis. Pero, aun cuando resolvamos ese problema, seguirá habiendo en todos los lugares una parte de la población que no querrá vacunarse por motivos diversos. Si este porcentaje es pequeño, como en España, quizás esto no represente un obstáculo importante e incluso se pueda conseguir la inmunidad de grupo, pero ¿qué hacer en aquellos sitios en los que el número de los que se niegan a la vacunación sea alto?
¿Qué hacer en aquellos sitios en los que el número de los que se niegan a la vacunación es alto?
Se calcula que en todo el mundo hay en torno a 60 millones de antivacunas, que conscientemente se reconocen como tales, y no están distribuidos uniformemente. Hay zonas en las que la proporción de los que rechazan la vacunación alcanza cifras preocupantes. ¿Debería el Estado obligarles a la vacunación si el virus sigue entre nosotros por más tiempo y mantiene su letalidad? Rechazar la vacunación no solo pone en riesgo la vida del que lo hace (que puede ser una persona joven y, por tanto, proclive a pensar que puede afrontar sin dificultades el posible contagio), sino que es también poner en riesgo la vida de los demás, sobre todo de personas vulnerables, que pueden ser personas queridas de su entorno. Es cierto que las vacunas que tenemos no evitan el contagio, pero hay datos fiables que muestran que los vacunados tienen menos capacidad de transmisión del virus.
¿Vacuna obligatoria?
El debate sobre la obligatoriedad de las vacunas no es nuevo. Se ha planteado ya en ocasiones anteriores, y es complejo. El Consejo de Bioética de Nuffield, uno de los más prestigiosos y atendidos del mundo, ha declarado que la vacunación obligatoria podría estar justificada en el caso de enfermedades graves y altamente contagiosas. La primera condición impediría, por ejemplo, hacer obligatoria la vacuna de la gripe, que no es una enfermedad grave; la segunda impediría hacer obligatoria una vacuna contra una enfermedad no transmisible, como la de la hipertensión, la diabetes tipo 1 o el Parkinson, que están en fase de estudio.
Mucho antes de la pandemia de covid-19, en junio de 2015, a raíz del fallecimiento por difteria, en Olot, de un niño no vacunado, el diario 'El Mundo' sacó un editorial en el que se exigía la vacunación infantil obligatoria. En ese momento, el editorial no causó especial polémica. Casi podría decirse que expresaba una opinión bastante extendida. A día de hoy, en la página web de ese diario solo hay un comentario de un lector y es para apoyar mejor los argumentos del texto. Los tiempos han cambiado, ciertamente. Es fácil imaginar, viendo lo que ha sucedido en las redes sociales con este asunto, los comentarios que hoy tendría un editorial así.
Como bien ha recordado Íñigo de Miguel, un prestigioso especialista en bioética, la obligatoriedad de la vacunación, de la que él no se muestra partidario, no solo puede tomar la forma de la imposición de sanciones, normalmente económicas, a quien no se vacune, sino de la exigencia de certificados de vacunación o de cartillas de vacunación selladas para realizar ciertas actividades o entrar en ciertos sitios, que se considerarían como espacios seguros. En España no se ha obligado nunca a los padres a vacunar a sus hijos, aunque en casos muy concretos de brotes epidémicos la ley permite que las autoridades puedan obligar a la vacunación a un grupo de personas. En California, en cambio, no pueden ir a colegio los niños que no estén vacunados contra ciertas enfermedades, como las paperas, la poliomielitis, la difteria, el sarampión o el tétanos.
En California no pueden ir a colegio los niños que no estén vacunados contra ciertas enfermedades, como las paperas, la poliomielitis o la difteria
Entre la obligatoriedad bajo multa y la voluntariedad total hay formas intermedias de presionar desde los poderes públicos o desde instituciones privadas para que el máximo número de personas posibles accedan a la vacunación. Un ejemplo lo encontramos en la liga de baloncesto norteamericana. La NBA no ha exigido a sus jugadores la vacunación, pero las medidas de restricción y control para los no vacunados son tan estrictas y molestas que prácticamente son disuasorias. El resultado es que solo el 10% de dichos jugadores están aún por vacunar. En algunos países se está empleando este mismo sistema entre el personal sanitario o entre los empleados de residencias de ancianos.
Apoyos y rechazos
Según el barómetro del CIS publicado en septiembre, casi la mitad de los españoles (el 47.7%) se muestra conforme con idea que la vacuna de la covid-19 debería ser obligatoria y casi el 40% (y algo más aún en el caso de las mujeres) piensa que debería exigirse un pasaporte de vacunación. Solo el 25% de los encuestados se manifiesta claramente en contra de la vacunación obligatoria. Los que más apoyan la vacunación obligatoria son los de más edad. De 55 años en adelante la apoyan más del 50%. El apoyo disminuye con el nivel de estudios de los entrevistados. Entre las personas sin estudios es del 80%, mientras que entre las personas con estudios superiores está cerca del 40%. Es interesante constatar que entre los votantes de Vox el apoyo a la obligatoriedad es del 39%, aunque también son los que más rechazan de lleno esta medida (el 44%). Y quizás más interesante aún saber que solo el 2% de los entrevistados afirmaban no estar dispuestos a vacunarse cuando llegara su turno, sobre todo teniendo en cuenta que antes del inicio de la campaña de vacunación el rechazo era mucho mayor. Si en la práctica este fuera el porcentaje final de no vacunados contra la covid-19, se alcanzaría la inmunidad de grupo, aunque no hay que olvidar que en España la pobreza y la falta de integración social es la responsable de una buena parte de la falta de vacunación.
Entre los votantes de Vox el apoyo a la obligatoriedad es del 39%, aunque también son los que más rechazan esta medida (el 44%)
Pese a que la obligatoriedad de la vacunación podría estar justificada en casos muy especiales, lo que los estudios muestran es que hacer obligatorias las vacunas no incrementa necesariamente el número de vacunados. Es muy probable, además, que la obligatoriedad provocara el aumento de la resistencia de los indecisos a vacunarse, puesto que muchos pensarían que algo debe haber de malo en las vacunas cuando las imponen desde el poder. Además, y esto no es lo menos importante, un principio fundamental de la bioética es el respeto a la autonomía de los individuos. Socavar esa autonomía podría generar desconfianza en el sistema sanitario. El Estado sería hecho directamente responsable de cualquier efecto secundario grave que la vacuna pudiera tener en algunas personas y esto suscitaría polémicas que deberían evitarse. No es extraño, por ello, que la Organización Mundial de la Salud se haya manifestado en contra de la obligatoriedad de la vacuna. En el pasado, las campañas de información y motivación han funcionado bastante bien y debemos seguir poniendo nuestra confianza en esta estrategia que no solo respeta las libertades individuales, sino que resulta bastante efectiva.
Por otro lado, hay personas que, por su estado de salud o por otras razones, no pueden vacunarse. Esas personas podrían presentar con cierta periodicidad pruebas médicas de que no están contagiadas, y eso debería bastar. Lo que sí parece más justificable desde un punto de vista ético es exigir la vacunación a ciertos colectivos profesionales que deben tener contacto estrecho con personas vulnerables. En esos casos, como el del personal de las residencias de ancianos o el personal sanitario que trate con enfermos inmunodeprimidos, no creo que se pueda considerar censurable que se les impida el contacto con las personas que pueden sufrir graves consecuencias debido a un contagio, aunque esto suponga retirarles temporalmente del trabajo que venían haciendo.
La obligatoriedad podría provocar el aumento de la resistencia de los indecisos; pensarían que algo debe haber de malo en las vacunas
Entre los que rechazan la vacunación hay posturas muy diversas que van desde los que consideran que cualquier vacuna es perjudicial para el organismo, o es un intento expreso de dañar o controlar a la población, hasta quienes aceptan las vacunas en general, pero se oponen a esta en particular por diversas razones, siendo la más frecuente las dudas que les suscita la rapidez con que se han conseguido y su supuesta menor seguridad que las anteriores. Sin dejar de lado, claro está, a los que simplemente dudan de que el virus exista, o que sea tan dañino como dicen, o no creen que deba prestársele tanta atención cuando tenemos tantas otras enfermedades en el mundo a las que atender. Es curioso observar cómo algunos de los que se oponen con vehemencia a la vacunación en este caso, porque consideran que los científicos y las compañías farmacéuticas están ocultando información o mintiendo para obtener beneficios, sí confían en otros fármacos de esas mismas compañías. Parecen ejercer una especie de negacionismo selectivo que no resulta demasiado coherente. Del mismo modo, no deja de sorprender que columnistas con formación universitaria, aunque no sea en ciencias, sigan repitiendo que estas vacunas pueden tener efectos dañinos sobre nuestro ADN después de que los científicos hayan explicado una y otra vez por qué eso es imposible.
Pensar que no nos podemos fiar ahora de lo que dicen los expertos porque los riesgos a largo plazo podrían existir es tratar a estas vacunas de forma diferente a cualquier otro medicamento que sale al mercado, incluyendo vacunas anteriores. Como su propio nombre indica, los riesgos a largo plazo solo se pueden conocer a largo plazo, pero a estas alturas no hay indicios que nos digan que la probabilidad de que aparezcan es mayor que con otras vacunas en uso desde hace tiempo.
No deja de sorprender que columnistas con formación universitaria sigan repitiendo que estas vacunas pueden tener efectos dañinos
Ha habido personas que, no siendo antivacunas, han expresado reiteradamente en las redes sociales sus miedos y sus recelos ante estas vacunas, porque pensaban (y eran refractarios a los sólidos argumentos en contra) que no estaban suficientemente probadas y que se estaba experimentando con nosotros. Incluso, para encontrar respuesta a sus dudas, han difundido vídeos de grupos abiertamente antivacunas, otorgándoles una credibilidad que no merecen. Esta actitud no deja de ser una irresponsabilidad, porque con ello han infundido miedo en otras personas que no habrían prestado oídos a los antivacunas si su mensaje no les hubiera llegado a través de quienes en otros temas parecían ser personas prudentes y sensatas.
Cuando hay vidas en juego, conviene pensar muy bien lo que se difunde en las redes y lo que se recomienda a los demás sin ser experto. Es bien sabido que las redes sociales las noticias y comentarios sensacionalistas y falsos tienden a tener mayor difusión que las aclaraciones y correcciones que se hagan a los mismos. No digamos ya si los que difunden mensajes antivacunas son líderes políticos, tengan o no responsabilidades de gobierno. Se ha comprobado que los tuits de Donald Trump en contra de las vacunas fomentaron el rechazo a las mismas entre sus votantes. A nadie se le escapa a estas alturas la conexión que ha habido entre los discursos populistas y antisistema y el crecimiento del rechazo a las vacunas, y parece cada vez mejor establecido que la creencia de que las vacunas no son seguras está más extendida entre los simpatizantes de los dos extremos políticos, en los últimos meses especialmente entre los de extrema derecha, aunque puede haber variación por países.
A nadie se le escapa la conexión que ha habido entre los discursos populistas y antisistema y el crecimiento del rechazo a las vacunas
El fortalecimiento de la anticiencia
En todo caso, con el auge de los movimientos negacionistas, anticiencia y promotores de las pseudociencias tenemos un gran problema que todo indica que irá creciendo en los próximos años. Se está viendo con esta pandemia que no era una exageración lo que ya anunció a comienzos de este siglo el historiador de la ciencia Gerald Holton, recientemente galardonado con el premio Fronteras del Conocimiento. Esto es lo que escribía entonces en su libro Ciencia y anticiencia: “La prudencia aconseja considerar los sectores comprometidos y con ambiciones políticas del fenómeno de la anticiencia como un recordatorio de la bestia que dormita en el subsuelo de nuestra civilización. Cuando despierte, como lo ha hecho una y otra vez durante los siglos pasados y como sin duda volverá a hacerlo algún día, nos hará saber cuál es su verdadero poder”.
Con el auge de los movimientos negacionistas, anticiencia y promotores de las pseudociencias tenemos un gran problema que irá creciendo
La alfabetización científica de la población a través del sistema educativo o de la promoción de la divulgación científica de calidad es admitida hoy como una necesidad en cualquier país democrático desarrollado. Sin unos conocimientos científicos básicos no se pueden ya tomar decisiones acertadas en muchas cuestiones que afectan a la vida de los ciudadanos (instalación de antenas para móviles, torres de alta tensión, pararrayos, aditivos alimentarios, consumo de transgénicos, etc.), pero todos los análisis indican que esa no es la verdadera raíz del problema. Estamos ante un problema de actitudes políticas y sociales, y no tanto ante un problema de ignorancia científica o de mera irracionalidad, como lo muestra la conexión mencionada entre las posiciones anticiencia y el auge de los populismos, que en su rechazo de las élites de poder incluyen también al menos a una parte de la élite científica.
De hecho, el nivel cultural y socioeconómico de los antivacunas suele estar por encima del nivel medio de la población, solo que conceden mayor autoridad epistémica a fuentes ajenas a la ciencia, sobre las que ellos construyen sus propias opiniones, o a científicos heterodoxos, que nunca faltan, situados fuera del consenso de su propia comunidad (a veces son tan heterodoxos porque no son de la especialidad relevante). La ciencia real, según su forma de ver las cosas, se ha vendido a intereses espurios y se ha alejado del viejo ideal de ciencia en el que solo importaba la búsqueda de la verdad basada en los hechos. Debido a la necesidad de una elevada financiación para su desarrollo, la ciencia ha tenido que someterse a los designios de sus promotores, públicos o privados. Por eso creen que esta ciencia comercializada y ligada al poder político no puede aspirar ya a que se deposite en ella una confianza ciega. Menos aun cuando trata en muchas ocasiones de imponerse mediante una actitud que califican de cientifista, una actitud que desprecia todo lo que se salga de la doctrina mayoritaria. Ven en ello una pretensión autoritaria de acallar la voz de la opinión pública, de cerrar todo debate hasta que solo se escuche la voz del experto, y además solo la del experto que cuenta con la aprobación de los que manejan los hilos, nunca la de los díscolos.
Si los representantes de la comunidad científica les atacan y ridiculizan, ellos desestiman su autoridad y buscan información entre otros disidentes, reforzando así su sentido solidario de comunidad perseguida y maltratada. Frente a lo que ven como un intento de monopolizar la verdad por parte de la ciencia “oficial”, frente a lo que consideran como la imposición de una tecnocracia, ellos se presentan a sí mismos como un reducto del pensamiento libre y crítico. Están fuera del rebaño obediente a la autoridad que constituimos el resto de la población. Esto, como puede apreciarse, es un discurso del que resulta difícil salir, porque tiene la peligrosa cualidad de que se autorrefuerza con cualquier réplica. Cuanta más hostilidad y más críticas reciben, más seguros están de haber tomado la senda correcta.
La ciencia, por otra parte, se ha visto en las últimas décadas inevitablemente inmersa en la polarización del debate político al enfrentarse a cuestiones que tienen una enorme repercusión pública, como el cambio climático, las energías alternativas, el desarrollo de las biotecnologías, los organismos transgénicos, el despliegue de la inteligencia artificial, las emergencias sanitarias, la seguridad alimentaria, el control demográfico, etc. Cuestiones en las que hay que bregar con alto grado de incertidumbre, no siempre bien entendida por la mayoría de la población, que la identifica con el mero desconocimiento y el intento de ocultación. Así suele ocurrir en lo que Silvio Funtowicz y Jerome Ravetz llamaron hace tiempo “ciencia posnormal”, es decir, disciplinas o campos de investigación que, comparativamente con otros campos, presentan una incertidumbre profunda, una realidad ambigua y unos criterios confusos de calidad, todo ello unido a la necesidad de tomar decisiones urgentes y arriesgadas. Es en estos campos donde se plantea la disputa y donde suelen afloran los sentimientos anticiencia.
En los lugares donde se ha ensayado una actitud abierta, dispuesta a escuchar la dudas de los antivacunas el resultado ha sido positivo
Ante tal desafío no parece que la divulgación científica sea una respuesta suficiente, aunque está muy claro que no es una tarea menor de la que pueda despreocuparse la propia comunidad científica. La ciencia se juega mucho en la actualidad en el mantenimiento de una buena imagen pública, capaz de contrarrestar el crecimiento de estos movimientos anticiencia, y la buena divulgación científica puede ayudar en esta labor. Una divulgación que no solo se centre en los contenidos, sino que explique también el funcionamiento de la ciencia como institución y aclare su articulación en el seno de sociedades democráticas. Sin embargo, luchar contra este crecimiento implica ante todo luchar contra los factores que han promovido el auge de los movimientos populistas y de la polarización política, así como contra las fuentes de la desinformación y las noticias falsas que han confundido a tanta gente, y eso es sumamente difícil porque las causas son complejas.
En cuanto al modo de conseguir que los antivacunas menos radicalizados accedan a vacunarse, no hay soluciones milagrosas, pero en los lugares donde se ha ensayado una actitud abierta, dispuesta a escuchar sus dudas y a responderlas con claridad y mostrando cierta empatía hacia sus preocupaciones, parece que el resultado ha sido positivo. Pero tampoco es fácil, porque nadie abandona este tipo de creencias firmes a las primeras de cambio, y puede que el resultado sea el contrario al esperado: resentimiento y mayor polarización.
En bastantes países, entre ellos España, se están alcanzando cifras de vacunación muy altas, mayores incluso de las que en principio se preveían para estas fechas. En otros, sin embargo, el porcentaje de personas vacunadas sigue siendo muy bajo, debido fundamentalmente a las dificultades económicas y logísticas que tienen estos países para acceder a las vacunas. Este es ahora el problema principal al que hemos de enfrentarnos para lograr el control de la pandemia de covid-19. Es evidente que habrá que ayudar a estos países para que puedan obtener vacunas a precios bajos o incluso gratis. Pero, aun cuando resolvamos ese problema, seguirá habiendo en todos los lugares una parte de la población que no querrá vacunarse por motivos diversos. Si este porcentaje es pequeño, como en España, quizás esto no represente un obstáculo importante e incluso se pueda conseguir la inmunidad de grupo, pero ¿qué hacer en aquellos sitios en los que el número de los que se niegan a la vacunación sea alto?