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Elogio del dinosaurio intelectual: un diálogo entre Semprún y Vargas Llosa
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Elogio del dinosaurio intelectual: un diálogo entre Semprún y Vargas Llosa

Ninguno de los dos escritores concebía que la literatura pudiera estar disociada de su compromiso cívico y global. Hoy, sin embargo, nos faltan intelectuales comprometidos con sus ideas

Foto: El exministro Jorge Semprún y el escritor Mario Vargas Llosa en sendas imágenes de archivo. (EFE/Europa Press/EC Diseño)
El exministro Jorge Semprún y el escritor Mario Vargas Llosa en sendas imágenes de archivo. (EFE/Europa Press/EC Diseño)

El novecientos fue calificado por Michel Winock como el siglo de los intelectuales. Esta figura fue interpretada, a lo largo de la centuria, de múltiples maneras, según las circunstancias políticas y las distintas ideologías, las épocas y las geografías culturales. Para el caso español, el reciente libro de David Jiménez Torres, La palabra ambigua. Los intelectuales en España (1889-2019), resulta imprescindible.

En diciembre de 2023 han coincidido un par de circunstancias que afectan a dos de los más grandes intelectuales de la España de los últimos tiempos: el centenario del nacimiento de Jorge Semprún, de nacionalidad española y lengua esencialmente francesa, y la decisión de Mario Vargas Llosa, premio Nobel hispano-peruano de literatura, de dejar de publicar su emblemática columna quincenal Piedra de toque, tras haber anunciado también que la novela Le dedico mi silencio era la última. Con la salida de la primera línea de Semprún, como consecuencia de su enfermedad y muerte en 2011, y, a finales de 2023, de Vargas Llosa, con el anuncio del cese de sus seguidísimos artículos en la prensa, termina una época. Una manera de entender el compromiso intelectual del escritor llega a su fin, falto, con contadísimas excepciones, de relevo. La lucidez de ambos ya los había obligado a reflexionar y a dialogar sobre ello en los últimos años del siglo XX, que muchos consideraron como los del fin —en una anunciada crisis permanente— de los intelectuales.

placeholder Portada de 'La palabra ambigua', el ensayo de David Jiménez Torres. (EC Diseño)
Portada de 'La palabra ambigua', el ensayo de David Jiménez Torres. (EC Diseño)

En un discurso pronunciado en 1997 con motivo de la entrega del Premio de la Libertad, concedido por la Feria del Libro de Jerusalén, Jorge Semprún se refirió en más de una ocasión a Vargas Llosa, que en aquel acto le había presentado. Aseguró, en este sentido: “Mario Vargas Llosa ha dicho en alguna ocasión —una tan larga y cálida amistad como la nuestra me autoriza a referirme nuevamente a él, que ha tenido la generosidad de venir a presentarme a vosotros en esta ceremonia— que él y yo somos, en el mundo actual de las letras, una especie de animales prehistóricos. Algo así como dinosaurios”. Acto seguido, añadía: “Y es que, a diferencia de la mayor parte de los novelistas de hoy, los cuales consideran que el único compromiso del escritor es con la escritura, nosotros seguimos pensando que, por muy importante que sea este aspecto, el compromiso del escritor tiene forzosamente un carácter global”.

La figura del dinosaurio ya había hecho acto de presencia el año anterior en un diálogo entre ellos, conducido por Manuel Rivas para El País. Este último apuntaba que, en tanto que escritores comprometidos, habían seguido, a pesar de distintas circunstancias vitales, senderos paralelos. No sin ironía, apuntaba el autor de La guerra del fin del mundo y de La fiesta del Chivo: “Creo que, en este sentido, Jorge y yo somos un par de dinosaurios”. La argumentación que seguía intentaba iluminar la frase: “Nunca he entendido que la literatura pudiese ser algo disociado del compromiso cívico. Eso es prehistoria. Muy pocos escritores, salvo de nuestra generación, comparten esa idea. Para los de hoy, es una idea anticuada, ingenua, ilusa. La idea que prevalece entre los escritores modernos es que el compromiso cívico puede perjudicar al trabajo y nos expone a ese riesgo. Es algo que caracteriza a los escritores jóvenes, sea en España, Reino Unido, América Latina o Estados Unidos. Desde mi punto de vista, algo importante se ha perdido”. Apostillaba Semprún que las concepciones de ambos sobre el compromiso también habían mudado: del intelectual orgánico, mediado política o partidariamente, a un compromiso individual y no mediatizado.

La literatura y su utilidad cívica

Reivindicaba Vargas Llosa la utilidad cívica de la literatura, consciente de que esta idea no era compartida por los jóvenes escritores, a los que “provoca carcajadas”, y advertía de los peligros de la desmovilización cívica de los intelectuales para la calidad de las democracias. Sobre estas cuestiones, nunca iba a dejar de insistir en el futuro, como muestra la conversación que mantuvo con el escritor israelí David Grossman en la Feria del Libro de Guadalajara en noviembre de 2014, moderada por Juan Cruz. Tras recordar su pasión sartriana, hablaba con nostalgia de un pasado que fue: “Se escribía para los lectores, se escribía también para los que no compraban libros, para los analfabetos, porque, a través de lo que se escribía, de alguna manera se estaba trabajando para que esa sociedad tuviera lectores, tuviera ciudadanos que pudieran comprar libros; es decir, para mejorar la condición humana, la condición social. Esas ideas hoy en día sé que son obsoletas, sé que muchos de los escritores jóvenes piensan que el escritor debe escribir, que la responsabilidad que tiene debe ser con su propia vocación”. Pero la literatura no es solamente, apuntaba el premio Nobel, un entretenimiento.

En Jerusalén, en 1997, el autor de Aquel domingo y La escritura o la vida continuaba diciendo, en el discurso de recepción del Premio de la Libertad: “Con todas las diferencias de entorno geográfico y generacional, de proyección política concreta, nuestras vidas, la de Mario y la mía, se caracterizan por un ir y venir entre la soledad absorta de la escritura y el bendito y fructífero ensimismamiento —tan necesario para el escritor como el aire que respira— y la ocasional, pero apasionada, participación en la política”. Y, sin pausa, agregaba: “Tal vez porque seamos dinosaurios no ha sido ni es nuestra concepción del compromiso intelectual mero discurso para andar por casa, o para lucirse en los salones de las nomenklaturas literarias”. La noción de intelectual orgánico, a la manera de Gramsci, quedaba lejos y era considerada nefasta y contraria a las exigencias de la libertad de pensamiento y de expresión. El compromiso era algo personal e intransferible y no podía ser mediatizado por ningún partido.

placeholder Jorge Semprún en una imagen de archivo. (EFE/Alberto Morante)
Jorge Semprún en una imagen de archivo. (EFE/Alberto Morante)

El superviviente del campo nazi de Buchenwald, nacido en Madrid un diciembre de hace 100 años, se definía en Jerusalén como intelectual inorgánico, es decir, “directa y personalmente implicado en la realidad de nuestro mundo, de nuestras sociedades”. En el término inorgánico había, evidentemente, un guiño malévolo al régimen franquista. El exministro de Cultura en uno de los gobiernos socialistas de Felipe González consideraba necesario, en aquel punto, insistir: “Inorgánico: que no pretende hablar en nombre de la historia, ni de una clase social, ni de un partido mesiánico que se atribuya a sí mismo el papel de demiurgo de la realidad o de portavoz de la verdad absoluta y del progreso histórico. Que solo habla en su propio nombre, en función de una reflexión personal que arranque del asombro, de la duda”.

El discurso de 1997 es una pieza extraordinaria. La mirada del intelectual que se califica como inorgánico se extiende sobre el siglo de los intelectuales, que estaba llegando entonces a su fin, a partir de la experiencia de haber sido muchos intelectuales en diferentes vidas y con nombres distintos. Su amigo y compañero de la clandestinidad antifranquista, Javier Pradera, apuntaba en 2003 que Semprún había encarnado cuatro modelos de intelectual: en el sentido tradicional ruso del ochocientos (intelligentsia), en el leninista, a la francesa y, finalmente, el intelectual en el poder.

Mientras que el primer tipo lo llevó a la resistencia francesa contra el nazismo y a Buchenwald, el tercero coincidió con su ejercicio como novelista, ensayista y guionista de cine, al lado de Alain Resnais o Costa-Gavras. Del intelectual a la manera leninista —u orgánico a la gramsciana, o bien estalinizado, como él mismo escribiera— pasó a recuperar, tras la expulsión y el abandono del Partido Comunista en 1964, con la acusación de Pasionaria de ser, al igual que Fernando Claudín, un intelectual con cabeza de chorlito, amplios espacios de libertad de pensamiento. Las experiencias de Federico Sánchez como intelectual en el comunismo —dirigente del PCE en el exilio— y de Jorge Semprún como intelectual en el poder —ministro socialista entre 1988 y 1991— no fueron sencillas a la hora de compaginar la condición intelectual con las exigencias de la política partidista. Dieron lugar, en cualquier caso, a dos interesantes libros: Autobiografía de Federico Sánchez (1977) y Federico Sánchez se despide de ustedes (1993). Estaba el primero escrito en español y, el segundo, en francés, algo normal en un autor que no consideraba su patria la lengua, sino el lenguaje. A nadie se le pueden escapar los paralelismos con la candidatura de Vargas Llosa a la presidencia de Perú —derrotado ante Fujimori en 1990— y la redacción de El pez en el agua (1993).

placeholder El escritor y premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa. (Getty/Carlos Álvarez)
El escritor y premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa. (Getty/Carlos Álvarez)

Jorge Semprún había aprovechado, unos años antes, el prólogo a un número de los Archivos de la Filmoteca (1989), dedicado a Sierra de Teruel, para hablar a través del intelectual André Malraux, del compromiso político del escritor, ayer y hoy: “Lo que había de erróneo, de criticable en el compromiso político, es que estuviera mediatizado por un partido político y por su estrategia. Lo que hay ahora no de frívolo sino de nefasto y a veces irrisorio en el compromiso del escritor con la escritura es que no es ni suficiente ni explicación de todo. El compromiso tiene que ser a través de la escritura, con la escritura, contra la escritura, mediante la escritura..., también con el mundo. Lo que sí se ha terminado para siempre o debería terminar para siempre es el compromiso a través de un instrumento político que mediatizaba las cosas”. El compromiso, como afirmara en más de una ocasión el autor de Veinte años y un día, era en el último cuarto del siglo XX mucho más libre y, también, mucho más abierto, sobre todo si se comparaba con la era de las tiranías —para recuperar los lúcidos términos de Élie Halévy— o en la de la guerra fría. El intelectual se había quitado finalmente de encima, resistencias no despreciables al margen, el enorme peso de la organicidad.

En 2003 insistía, en una entrevista en La Vanguardia, en que “hoy ha desaparecido una cierta ética del compromiso, en el sentido clásico, pero, aunque ya no tengamos al intelectual orgánico, puesto que vivimos en la cultura de lo inmediato, las cosas hay que explicarlas, y esto da también la justa medida, la rareza y la grandeza, de la reflexión de los intelectuales. Por fortuna, el intelectual orgánico de Gramsci ha desaparecido. Aunque, como dice Mario Vargas Llosa, nosotros ya somos unos intelectuales dinosaurios, ya solo quedamos los intelectuales inorgánicos”. La extinción de los intelectuales dinosaurios, incompatibles con el mundo de los opinadores y de los clérigos serviles, del iliberalismo, de la banalización de todo referente moral y de la igualación a través de las redes de la estulticia y el pensamiento, no ha sido necesariamente una buena noticia. No pocos llevan celebrando el fin de los intelectuales desde hace tiempo —piensen, por ejemplo, en la mediocridad satisfecha de Sánchez-Cuenca ante el tema—, pero estamos sin ellos, no me cabe ninguna duda, algo más huérfanos ante la sociedad.

Si la muerte de Jorge Semprún en 2011 hizo que añoráramos, desde el momento cero, sus libros y artículos y sus intervenciones públicas —y, personalmente, las agradables conversaciones en su piso de la rue de l’Université, cerca de mi despacho parisino—, la decisión, a finales de 2023, de Mario Vargas Llosa de no seguir escribiendo sus artículos quincenales en la prensa ni tampoco más novelas no ha hecho más que ahondar este sentimiento. Nos faltan intelectuales comprometidos con sus ideas y, visto lo que estamos viendo día a día, más nos van a faltar todavía. De ahí, a fin de cuentas, este elogio. Elogiar a los dinosaurios —y a un imprescindible elitismo— no significa, evidentemente, desear una suerte de parque jurásico, sino, por el contrario, querer seguir aprendiendo, en un mundo cambiante, de la razón y la experiencia en libertad.

Jordi Canal es historiador y profesor en la EHESS (Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales) en París.

El novecientos fue calificado por Michel Winock como el siglo de los intelectuales. Esta figura fue interpretada, a lo largo de la centuria, de múltiples maneras, según las circunstancias políticas y las distintas ideologías, las épocas y las geografías culturales. Para el caso español, el reciente libro de David Jiménez Torres, La palabra ambigua. Los intelectuales en España (1889-2019), resulta imprescindible.

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