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Tribuna
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Sobre el sentido común (en un mundo invadido por el sinsentido)
Abunda hoy la bobada, la creencia ante el relato más absurdo, el galimatías que solo a unos pocos beneficia. Andamos como pollo sin cabeza, cuando lo que se necesita precisamente es más cabeza
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Moore fue un importante filósofo inglés en el cruce de los siglos XIX y XX. Y polemizó defendiendo el sentido común. Se colocó enfrente, sobre todo, del escepticismo. Tendríamos, según él, una serie de creencias básicas que no sería posible desbaratar. Moore fue una persona culta y un buen pianista. Y, todo hay que decirlo, muy aburrido. Wittgenstein escribió un libro tirando abajo la doctrina de quien había sido su maestro.
El sentido común, si dejamos a los filósofos y nos centramos en nuestro actual lenguaje, puede tener dos significados bien distintos. Uno es retrógrado y simplón. El otro es todo lo contrario y sería bienvenido hoy. El primero es acríticamente tradicional, sigue a la masa, vive en el "se dice" o en el "que dirán" y es el escudo de los mediocres. El otro puede ejemplificarse recurriendo a la ciencia y a la sabiduría popular que encierran los refranes.
El sentido común, en su versión de aliado de la ciencia, es un refuerzo de nuestras creencias más sensatas.
Se ha dicho más de una vez que la ciencia es sentido común refinado. Quiere esto decir que lo científico se desarrolla y crece desde las experiencias cotidianas, desde la más inmediata realidad, con la acumulación de datos diarios y las intuiciones que nos acompañan. La ciencia es un conocimiento intersubjetivo que prueba aquello que descubre. Se construye, de esta manera, un pensamiento común en el que la relación con la realidad no acepta ninguna especie de magia, sino un trabajo en el que ponen a prueba nuestras habilidades intelectuales y se descarta lo que es falsedad o arbitrariedad. Es así como recibe su respeto la labor de los científicos. Por eso el negacionismo no tiene lugar. Un terraplanista, y es un ejemplo, niega la evidencia, luego echa por tierra todo su discurso.
El sentido común, por el contrario, en su versión de aliado de la ciencia, es un refuerzo de nuestras creencias más sensatas. Me fijaré ahora en los refraneros o aforismos. Los refranes acumulan y sintetizan una cantidad enorme de sabor popular. Anida en ellos un tono de picardía y de aviso que sirven de guías para andar en mundo tan complejo como el que pisamos los humanos. Utilizados con cuidado, son una buena muleta.
Una vez dicho lo anterior, vuelvo a la sociedad de aquí y ahora. Habría que inyectarle grandes dosis de un sentido común que, sin aspavientos, nos vendrían bien para vivir mejor. Y una ayuda para aproximarnos a una ética que no dimite nunca de la inteligencia. Abunda hoy la bobada, la creencia ante el relato más absurdo, el galimatías que solo a unos pocos beneficia. No trato de atarme al carro de un vacío criticar. Pero pienso que andamos como pollo sin cabeza. Y que se necesita como agua de mayo más cabeza. Más sentido común. Ojalá lo haya dicho con sentido común porque el sinsentido lo está invadiendo todo.
Moore fue un importante filósofo inglés en el cruce de los siglos XIX y XX. Y polemizó defendiendo el sentido común. Se colocó enfrente, sobre todo, del escepticismo. Tendríamos, según él, una serie de creencias básicas que no sería posible desbaratar. Moore fue una persona culta y un buen pianista. Y, todo hay que decirlo, muy aburrido. Wittgenstein escribió un libro tirando abajo la doctrina de quien había sido su maestro.