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¿Hay vida en la tauromaquia más allá de Morante?
La retirada del maestro sevillano deja un hueco irremplazable, pero su influencia en las nuevas generaciones ha dejado una herencia que puede fertilizar el porvenir de la Fiesta, sobre todo si Juan Ortega y Pablo Aguado recogen el testigo
Morante ha revolucionado la tauromaquia. Ha despertado la afición. Ha fomentado conversiones e iniciados, pero también ha creado un vínculo de dependencia más o menos enfermizo. Se ha echado la tauromaquia a los hombros. La ha convertido en una misión personal, de manera que la dimensión de su ausencia es proporcional al peso categórico de su presencia.
Lo necesitamos para llenar las plazas y las ferias. Resulta imprescindible el fanatismo que engendra el torero sevillano. Teníamos a Morante como un matador de culto y de minorías, como un cantaor de cueva sacromontina y de trasnoche madrileño, pero la temporada de los milagros que nos ocupa sobrentiendía y enfatizaba la idolatría de un fenómeno de masas.
La buena noticia es que Morante es el mascarón de proa de la tauromaquia, el timonel de la causa en la época más convulsa. La mala noticia nos remite al vacío. Ya sucedió con José Tomás en la transición de los noventa a los dosmil. La repercusión de la tauromaquia era una cuestión personal, un ejemplo virtuoso y extremo de identificación integral, integrista.
No podía ignorarse que estábamos en el fin de reino de Morante. Él mismo lo sugería en cada gesto, en cada rumor de retirada, en cada cornada que parecía anunciar la víspera. Había cumplido 46 años y 28 de alternativa. Y sin embargo nunca había estado mejor. Más dueño de sí mismo, más libre en la inspiración, más reconciliado con la liturgia y con el demonio que lo habita. Su presencia se sentía como un milagro prorrogado, como una primavera que se negaba a marcharse. El aficionado acudía a la plaza con la sensación de que asistía a un privilegio irrepetible. Sabíamos que cuando faltase Morante no faltaría la respiración de la tauromaquia entera.
Lo dramático, lo estremecedor, es que en la retirada de Morante se concentran todas las dudas de nuestro tiempo. No es solo que se marche un torero. Es que se marcha el último milagro. Es que la Fiesta no vive su apogeo social, ni tiene el favor de los medios, ni goza de la neutralidad política. Su retirada puede sonar a epitafio porque coincide con un ciclo adverso, con una atmósfera enrarecida, con una sociedad que ya no entiende el rito. Por eso la pregunta duele más: ¿puede sobrevivir la tauromaquia a la ausencia de Morante?
Su trascendencia se mide en el milagro pedagógico que ha conseguido. Lo suyo no ha sido una tauromaquia de fuegos artificiales, ni de trucos efectistas, ni de guiños populistas. Lo suyo ha sido una catequesis de la profundidad, una liturgia del gusto. Mientras otros buscaron el aplauso inmediato, la respuesta masiva, la foto en el tendido, Morante ha cultivado una estética de la hondura. Ha ofrecido al público lo más difícil: la lentitud, la cadencia, la plasticidad de una tauromaquia que requiere sensibilidad. Y lo asombroso es que el público ha respondido. Que los nuevos iniciados han aceptado entrar por la puerta estrecha.
No canta flamenquito para complacer, interpreta el cante jondo para exigir. No ofrece accesibilidad inmediata, sino una invitación a la profundidad. Y la respuesta ha sido una fidelidad inquebrantable, porque lo que se gana por el camino de la exigencia se conserva con mayor solidez.
Morante no ha creado una moda. Ha instaurado un modo. Y esa es la mejor noticia para el porvenir de la tauromaquia. Porque las modas se agotan, se consumen, se convierten en ruido pasajero. Los modos nos remiten a un canon. La fidelidad que ha generado Morante no se mide en los llenos de las plazas, sino en la epifanía de los conversos. Los nuevos aficionados no han entrado atraídos por el relumbrón, ni por la pirotecnia, ni por la fama televisiva. Han entrado por la puerta grande de la pureza. Se han sometido a las reglas del juego más exigentes: la espera, el silencio, la emoción que no se concede fácil, la posibilidad del fracaso. Esa iniciación garantiza un vínculo mucho más fuerte que el que ofrecían los espectáculos de circunstancias. Porque lo difícil, una vez conquistado, ya no se abandona.
Por eso el futuro puede ser optimista. La tauromaquia de Morante ha formado un público que ya no se conformará con menos. Que sabrá distinguir entre el toreo de verdad y la caricatura. Que exigirá a los nuevos toreros que se midan en la hondura, no en el artificio. Morante ha educado a los suyos en la aristocracia del gusto. Y eso, lejos de convertir a la Fiesta en un reducto elitista, la ha dignificado. Ha devuelto a la tauromaquia la condición de arte mayor, de disciplina severa.
Los delfines Juan Ortega y Pablo Aguado, depositarios de la estética y el pasmo, representan mejor que nadie la expectativa de la reanimación del morantismo, aunque no puede discutirse el mérito de Roca Rey, la personalidad de Alejandro Talavante, los centuriones de la vieja guardia -Manzanares, Perera, Castella, Daniel Luque-, la eclosión de Emilio de Justo, la personalidad de Fortes, la clase senatorial de Urdiales, el revulsivo generacional de Marco ni la vitalidad que se constata en el escalafón de novilleros. Proliferan como nunca las escuelas donde aprender el oficio. Y Morante ejerce un sortilegio sobre la manera en que debe conducirse el porvenir, por muy irrepetible que sea su caso.
Quizá por eso Morante se ha convertido, sin proponérselo, en un misionero de la tauromaquia. Ha evangelizado a los nuevos en la fe de lo puro. Ha predicado sin sermones, con el lenguaje de la estética. Y ha conseguido algo que parecía imposible: que los jóvenes, en un tiempo de distracciones infinitas, se entreguen a la liturgia lenta de un capote. Ese milagro es más grande que cualquiera de sus faenas. Porque lo que queda de una tarde se olvida, pero lo que queda en una generación se transmite.
Acaso la tauromaquia no está en agonía. Está en un renacimiento secreto, silencioso, que Morante ha sabido provocar. Quien piense que la Fiesta depende solo de su presencia no ha entendido el verdadero alcance de su obra. Lo que deja Morante no es una nostalgia, sino una herencia viva. Y lo que se hereda ya no puede extinguirse.
Morante ha revolucionado la tauromaquia. Ha despertado la afición. Ha fomentado conversiones e iniciados, pero también ha creado un vínculo de dependencia más o menos enfermizo. Se ha echado la tauromaquia a los hombros. La ha convertido en una misión personal, de manera que la dimensión de su ausencia es proporcional al peso categórico de su presencia.