Agresión sin balón
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El fin de los desastres con el Alcoyano: los grandes clubes huyen hacia la Superliga
La Superliga se ha encontrado con el rechazo frontal de la FIFA, pero los 'popes' del fútbol europeo tienen claro que no pueden seguir perdiendo dinero con equipos menores
Imagine que es usted Norman Foster o Rafael Moneo, una estrella de la arquitectura acostumbrada al 'glamour' de los grandes proyectos internacionales y que su colegio profesional le obliga, un par de veces al año, a diseñar un corral de gallinas en competencia con los arquitectos locales. Probablemente su proyecto sería el más llamativo y original, pero también el menos funcional y asequible para el pueblo. Lo más probable es que pierda, porque no conoce las necesidades de un avicultor, no se maneja con presupuestos tan bajos y, lo que es más importante, usted no tiene el aliciente de competir contra Norman Foster.
Más o menos así se siente un futbolista del Real Madrid o el Barcelona en la Copa del Rey: partidos de noche, a bajas temperaturas, sobre césped artificial o embarrado y contra tipos que están jugando el partido de sus vidas. Tipos que van a jugarse la rodilla en cada balón dividido contra estrellas que no. Tenga por seguro que si Hazard va a arriesgar la Eurocopa por un lance del juego, no va a ser contra el Alcoyano, en enero, en una competición que no está en los objetivos del club. No importa lo discutido que esté o que corra peligro su continuidad en el equipo: no va a jugársela ese día.
Todavía se sigue escuchando el mantra de que un futbolista, si es profesional, tiene que competir igual en el Amsterdam Arena y en El Collao, fortín del Alcoyano. Y esa realidad ya no existe. A veces el aficionado no es capaz de percibirlo por la falta de perspectiva, pero el negocio del fútbol ha explotado en los últimos treinta años. Evitaré las cifras macro, que las puede encontrar en cualquier estudio, para centrarme en casos concretos del fútbol español. Actualizado al euro y al IPC actual, esta es la evolución de los contratos más altos del Madrid: en 1989 Butragueño cobraba 3,3 millones de euros; en 2000, la nómina de Zidane era de 8,3 millones; y en 2009, Kaká firmó un contrato equivalente a 9 millones de euros en 2021.
Hazard se embolsa 15 millones netos por temporada, casi el doble que Zidane, cinco veces Butragueño y un 66% más de Kaká, y eso sin contar con las partidas por publicidad y patrocinio, que han crecido al mismo ritmo que el negocio del fútbol. Los del belga son unos beneficios propios de una mercantil de buen tamaño, como Booking.com o la filial ibérica de Adidas, pero ni se acerca a los sueldos 'top' del mundo: Messi gana casi 90 millones al año, Cristiano 54 y Neymar 36.
Lo que ganaba Zidane como jugador en su mejor momento es lo que ahora se lleva un agente como comisión por un traspaso importante.
Las estrellas han pasado de tener un Ferrari y una finca a gestionar fondos de inversión que levantan rascacielos de lujo en Abu Dhabi. Son superricos con agendas repletas a tres años vista, porque también les exprimen más: con la ampliación de Champions, Europa League, Supercopa y Mundial de Clubes, los jugadores ahora juegan una media de 30 partidos más por temporada que en los años 80.
En la agenda de alguien como Hazard, los treintaydosavos de final de la Copa del Rey son un puntito muy pequeño entre actos promocionales y partidos importantes. Un trámite molesto, como visitar al dentista, que tampoco agrada al entrenador ni al club. No hay ingresos ni alegrías, porque ganar a un 2ªB se da por descontado; pero sí entradas duras, un césped en peor estado del habitual y la posibilidad de salir humillado. No tienen nada que ganar. Si la RFEF diera la opción, Madrid, Barcelona y Atlético se borrarían de esta competición inmediatamente (como ya hacen 'de facto').
Zidane, consciente de que cada día es más difícil motivar a sus estrellas para eliminar al Alcoyano, el martes prefirió a nueve jugadores sin ritmo de competición que a sus pesos pesados. Algunos nunca habían jugado juntos, otros ni siquiera habían debutado esta temporada: entre los cuatro defensas y el portero, sumaban 10 apariciones desde septiembre. Salió mal y, lo que es peor, cuando el francés recurrió a la artillería, el revulsivo no tuvo impacto. Algo parecido a lo que le sucedió ayer al Barcelona, que tuvo que irse a la prórroga para superar al Conellá, o al Atlético el día de Reyes, que cayó con este equipo catalán que milita en segunda B. Se puede argumentar que Zidane no tiene carácter para entonar a su plantilla, pero Simeone pasa por ser el mejor motivador de jugadores de este deporte.
La Superliga como necesidad
En la cabeza de los presidentes de los grandes clubes, estos partidos han pasado de ser una molestia a algo que debe evitarse. No son solo el Cornellá y el Alcoyano, sino también equipos de primera como el Huesca, el Granada, el Elche o cualquiera que no genere una expectación y unos beneficios mínimos. El negocio ha devorado al deporte y el nuevo espíritu lo encarna la Superliga, que esta semana ha vuelto a asomar el lomo.
La Superliga ya no es un secreto ni una conversación de barra de bar, como decía Tebas. El proyecto tiene cifras, patrocinadores, estructura y hasta calendario. Aprovechando que Florentino Pérez se reunió con Andrea Agnelli, principal accionista de la Juventus, la FIFA emitió el jueves un durísimo comunicado amenazando a los participantes, tanto en cuanto a clubes como de jugadores, de ser excluidos de todas las competiciones oficiales. La creación de la Superliga, según la institución que organiza el fútbol en todo el planeta, vulnera "los principios universales del mérito deportivo, la solidaridad, los ascensos y descensos, y la subsidiariedad, que son la base de la pirámide futbolística que garantiza el éxito global del fútbol y, por ende, están consagrados en los estatutos de la FIFA y las confederaciones".
Esta es la clave: esos principios universales del deporte generan una incertidumbre económica que los grandes clubes ya no quieren asumir más. Algunos ni pueden. Un descenso de división, ya sea deportivo como el del Atlético o administrativo como el de la Juventus, genera zozobra estructural en los equipos durante casi una década y durante esta pandemia hemos podido comprobar lo frágil que son los balances de estos gigantes.
Las cifras de la Superliga filtradas esta semana a 'The Times' desvelan que se encuentran varias magnitudes por encima de las ligas domésticas, con alicientes de casi 600 millones de euros por participar y ganar la primera edición de la Superliga o, lo que es lo mismo, la deuda del Barça casi solucionada de un plumazo. Por poner en contexto, un equipo que gane la Champions y la liga española en una misma temporada, ingresaría en torno a los 70 millones de euros. Así, la idea de los grandes clubes pasa por tener plantillas ampliadas, en torno a 30 jugadores, con las que jugar en todas las competiciones posibles. Por un lado estarían los equipos B y C, encargados de jugar en las ligas y copas nacionales, y una 'plantilla élite' solo para la rentabilísima Superliga, alejados de los compromisos que puedan devaluarles.
En un contexto de frenazo económico y con la burbuja de los salarios de los futbolistas amenazando con explotar, la Superliga (que cuenta con topes salariales) ha dejado de ser un sueño para convertirse en la primera opción de los grandes clubes. Lo ven como un proyecto seguro: cerrado, regulado y lucrativo, es un espacio amurallado contras las inclemencias de una eliminación del Alcoyano una noche de jueves de enero. La Superliga está en marcha y quizá ni los avisos de la FIFA puedan ya pararla. Por si acaso, disfruten de los alcorconazos, quizá no queden muchos.
Imagine que es usted Norman Foster o Rafael Moneo, una estrella de la arquitectura acostumbrada al 'glamour' de los grandes proyectos internacionales y que su colegio profesional le obliga, un par de veces al año, a diseñar un corral de gallinas en competencia con los arquitectos locales. Probablemente su proyecto sería el más llamativo y original, pero también el menos funcional y asequible para el pueblo. Lo más probable es que pierda, porque no conoce las necesidades de un avicultor, no se maneja con presupuestos tan bajos y, lo que es más importante, usted no tiene el aliciente de competir contra Norman Foster.