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El croquet: ¿el deporte más intelectual o el mejor sustitutivo de la guerra?
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Ignacio Peyró

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El croquet: ¿el deporte más intelectual o el mejor sustitutivo de la guerra?

Con su estética de verdes praderas y franelas blancas, el croquet -ese híbrido de golf y de ajedrez- oculta bien su condición de “sustitutivo de la guerra”

Foto: Blewbury Croquet Club, cerca de Oxford (Inglaterra)
Blewbury Croquet Club, cerca de Oxford (Inglaterra)

El croquet es un deporte que ofrece innumerables ventajas: lo pueden jugar hombres y mujeres, sacerdotes y seglares, niños de nueve años y ancianos de noventa y, por muy hábil o victorioso que uno sea en su práctica, jamás llegará a verse en las páginas del 'Marca'. Su mayor ventaja, sin embargo, está en que el croquet es el único deporte al que uno puede jugar mientras fuma —gran pecado— y toma una copa. En este último punto, sin embargo, todo se comienza a complicar, puesto que hay que elegir si beber pimm’s o champaña, jerez o gin tonic. En resumidas cuentas, el croquet —que tiene una larga historia de frivolidad— no siempre es tan frívolo como parece: tras su apariencia de relajación y gentileza, más allá de las franelas blancas y las camisas enrolladas una pulgada por debajo del codo, hay un infinito espacio para la agresión inmisericorde y la competición más hostil. Tal vez por eso sea popular entre los estudiantes de Oxford, donde, en los días de primavera, no es difícil ver con el mazo, en el verde de un 'college', a algún muchacho destinado a convertirse en autoridad mundial de la semiótica o la filosofía del derecho.

Suma de golf y ajedrez, o billar sobre hierba, su combinación de táctica y de toque lo distingue de cualquier otro deporte: el croquet es para temperamentos contemplativos; quizá el único deporte en que —broma mala incluida— hubiera dado la talla el muy orondo santo Tomás de Aquino. Toda la adrenalina que se necesita para meter un gol o colar una canasta, en croquet debe metabolizarse en calma y cálculo y fría tranquilidad. Quizá por eso uno de los mayores tratadistas del deporte –el capitán Reid, asimismo trampero en el Oeste y escritor de aventuras— lo recomendaba a los alumnos de los grandes colegios a modo de “pasatiempo saludable, afición formativa del carácter y escenario en el que aprender deportividad, modales caballerosos, estrategias marciales, diplomacia y demás destrezas y sensibilidades que pueden ser de utilidad en el servicio colonial”. El croquet, en definitiva, era un buen "sustitutivo de la guerra".

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Reid recomendaba —eran otros tiempos— no jugarlo con mujeres: sería porque toda la gracia inicial del croquet fue precisamente su aportación a una cierta igualdad de sexos: fue el primer deporte en que hombres y mujeres podían competir en los mismos términos. El juego se brindaba, por tanto, como “la más deliciosa ocasión para el flirteo”, según un Harper’s Weekly del XIX. Sus ritmos lentos, su ambientación de 'garden party' y, ante todo, esas bolas perdidas entre los arbustos, ofrecían no pocas oportunidades para huir de la mirada moral de cualquier carabina. No es de extrañar, por tanto, que el juego –que primero atrajo a las mujeres— comenzara a interesar muy pronto a los hombres, como tampoco extraña que los predicadores no tardaran en hacerse oír contra el juego. No en vano, el tonteo llevaba aparejado su elenco de vanidades a la moda: esos botines rojos, ese curioso adminículo —"el antieólico"— para sujetar el vuelo de la falda, etc.

Espíritu amateur

El entronque aristocrático del croquet es visible no solo en esas mazas de marfil de los virreyes de la India, sino en tantas de sus gestualidades corteses, como el apartar la mirada cuando golpea el contrario. Por algo es el único deporte que conserva su espíritu 'amateur' original. Sin embargo, incluso en el croquet galante que vio y describió Disraeli en sus novelas –“el espléndido césped, la tienda turca de la duquesa…”- hay espacio para el diablo, y basta atravesar el primer aro para que “el hombre adquiera una vileza a la que no llegan las palabras y desaparezca toda decencia en la mujer”. Una tormenta en una taza de té.

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Ese 'appeal' de clase alta del croquet ha pendulado a lo largo de su historia. Ahí tenemos, en efecto, los idilios pintados por Bonnard o Manet, pero el propio Reid habla de la rápida pérdida de exclusividad del juego en América. Esa popularidad fue tan fulminante como el propio itinerario del deporte: en apenas medio siglo, de mediados del XIX a comienzos del XX, el croquet se importa, se pone de moda, se extiende a todas las capas de la sociedad y –finalmente- cede su sitio al tenis y cae en el desdén general. De lo poco que queda del croquet en su apogeo es el artesano de las mazas Jaques London, que aún vende todo el equipo hecho a mano, en lo que consiste uno de los caprichos más deliciosos e inútiles que pueda permitirse la fracción adinerada de nuestra especie.

La frase repetida en su literalidad en todos los manuales afirma que “solo hay una cosa cierta, y es que el croquet llegó a Inglaterra desde Irlanda y se jugó por primera vez en tierras de Lord Lonsdale”. En Irlanda ya se jugaba, en su forma actual desde 1830, al parecer, y cruzó el canal de San Jorge dos décadas después. Es posible –pero no demostrable- que a Irlanda lo llevaran unas monjas francesas: no en vano, el 'paille-maille', o 'pêle-mêle', asumido en inglés como 'pall-mall' y citado por Pepys y por Johnson, es un antiquísimo pasatiempo francés no disimilar al croquet, aunque también con sus concomitancias con el golf. Dicho esto, al dulce ocio del croquet se le han atribuido todo tipo de orígenes, de Mauricio a Italia, de Suiza a la China. Del mismo modo, trazar el origen de su nombre daría para un simposio de etimólogos.

placeholder All England Lawn Tennis and Croquet Club (Londres).
All England Lawn Tennis and Croquet Club (Londres).

Si el croquet comenzó como “el más tonto de los juegos al aire libre”, Walter Jones Whitmore se encargó de convertirlo en “el deporte más intelectual”. Lo hizo mediante la codificación de tácticas y reglas, el impulso de los primeros torneos y, ante todo, la fundación del All England Croquet Club, que antes de inaugurar el siglo XX, sin embargo, ya había arrinconado el croquet a favor del tenis: mudado en All England Tennis Club, estaba destinado a pervivir en una encarnación mucho más famosa que el croquet. El torneo de Wimbledon.

Con no poca injusticia para su prosapia, el croquet figura hoy como entretenimiento de gentes raras y maniáticas. Es un deshonor para un deporte elegante que llegó a ser olímpico en los buenos tiempos (París 1900: Francia copó todas las medallas) y que mereció el patrocinio activo de Eduardo VII, hombre de no muy feliz perder. El gordo Bertie sabía que nada engancha tanto como el croquet. Lo dejó muy claro aquel personaje de Wells: “Tal vez el mundo se esté yendo a la ruina. Tal vez estemos volviendo a la Edad de Piedra y asistiendo al final de la civilización, pero no puedo hacer nada al respecto esta mañana. Tengo otros compromisos: voy a jugar al croquet con mi tía a las doce y media”.

El croquet es un deporte que ofrece innumerables ventajas: lo pueden jugar hombres y mujeres, sacerdotes y seglares, niños de nueve años y ancianos de noventa y, por muy hábil o victorioso que uno sea en su práctica, jamás llegará a verse en las páginas del 'Marca'. Su mayor ventaja, sin embargo, está en que el croquet es el único deporte al que uno puede jugar mientras fuma —gran pecado— y toma una copa. En este último punto, sin embargo, todo se comienza a complicar, puesto que hay que elegir si beber pimm’s o champaña, jerez o gin tonic. En resumidas cuentas, el croquet —que tiene una larga historia de frivolidad— no siempre es tan frívolo como parece: tras su apariencia de relajación y gentileza, más allá de las franelas blancas y las camisas enrolladas una pulgada por debajo del codo, hay un infinito espacio para la agresión inmisericorde y la competición más hostil. Tal vez por eso sea popular entre los estudiantes de Oxford, donde, en los días de primavera, no es difícil ver con el mazo, en el verde de un 'college', a algún muchacho destinado a convertirse en autoridad mundial de la semiótica o la filosofía del derecho.

Suma de golf y ajedrez, o billar sobre hierba, su combinación de táctica y de toque lo distingue de cualquier otro deporte: el croquet es para temperamentos contemplativos; quizá el único deporte en que —broma mala incluida— hubiera dado la talla el muy orondo santo Tomás de Aquino. Toda la adrenalina que se necesita para meter un gol o colar una canasta, en croquet debe metabolizarse en calma y cálculo y fría tranquilidad. Quizá por eso uno de los mayores tratadistas del deporte –el capitán Reid, asimismo trampero en el Oeste y escritor de aventuras— lo recomendaba a los alumnos de los grandes colegios a modo de “pasatiempo saludable, afición formativa del carácter y escenario en el que aprender deportividad, modales caballerosos, estrategias marciales, diplomacia y demás destrezas y sensibilidades que pueden ser de utilidad en el servicio colonial”. El croquet, en definitiva, era un buen "sustitutivo de la guerra".

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