Haga usted gimnasia
Por
Querido Davor, querido Van der Vaart
Nos hemos cansado de decir que intentar el tiquitaca con ellos -y no con Xavi e Iniesta- era como tocar a Bach con un xilófono
Hace años hubiésemos perdido. Hace años hubiésemos perdido y quizá no hubiera pasado nada: los croatas son competitivos hasta jugando al tute, y todavía no ha nacido nadie tan mala sombra como para no sentir admiración por Modric o cierta simpatía por el viejo Suker. La cercanía añade un extra de escozor a la derrota -Francia, Italia-, mientras que la distancia la palía. Y Croacia es un país joven que ha ganado sus últimas guerras y eso aporta siempre el aplomo de sentirse bien en la propia piel.
Frente a ellos, ¿qué podíamos oponer? Un grupo de muchachos muy jóvenes, todavía a la busca de estilismo capilar y modelo de Ferrari, sin relieve individual, parecidos entre sí como sardinas en un banco de sardinas. Un equipo al que siempre hemos repetido el mismo lugar común: les falta la experiencia -y experiencia es carácter- de la edad y el talento de sus predecesores. Nos hemos cansado de repetir que intentar el tiquitaca con ellos -y no con Xavi e Iniesta- era como tocar a Bach con un xilófono.
Por si fuera poco, cuando mirábamos pasmados que las cosas no iban tan mal, apareció esa turbulencia del destino que el castellano, no siempre elegante pero siempre rotundo, bautizó como “cagada”: consciente de su inevitabilidad cósmica, Unai Simón ni siquiera se esforzó en hacer el número de correr hacia su propia portería. Los errores, los pecados, las catástrofes pueden ir acompañadas de una cierta belleza o decoro o voluntad de estilo: la cagada no se puede atenuar ni redimir y, si bien es cierto que le puede pasar a cualquiera, no es menos verdad que mancha para siempre al responsable. De hecho, Simón no iba a redimirse con sus posteriores paradas -bravo por él-, sino que tuvo la suerte de que su error finalmente sirvió para añadir picante y 'pathos' a la paella mixta de sufrimiento y gloria que fue el partido de España ayer. De haber sido, en efecto, las cosas como antes, los pies de Simón hubiesen quedado para el recuerdo como las manos resbaladizas de Arconada, Zubizarreta o, tan cercanas, De Gea.
No era cosa de exigirle a Simón una reacción de honor a la japonesa -inmolarse en vivo, retirarse a una cartuja-, pero confieso haber temido lo peor al ver en acción al psicologismo contemporáneo cuando todo el mundo fue, tras el desastre, a hacerle carantoñas. “Son muy blanditos”, pensé. Pero lo llamativo del partido iba a ser justamente lo frío de su épica. España acusó el golpe, pero supo reponerse poco a poco, sin arreones, sin prisas, como el piloto que, con el motor en llamas, sabe que lo que tiene que hacer es repasar los procedimientos en el manual de la Boeing. Y cuando, por la euforia de ver cerca el minuto noventa, olvidamos que los croatas eran croatas y nos dejamos empatar, la selección supo rehacerse.
Y esto tiene un mérito particular, porque en el minuto veinte el partido está por escribir, pero a la prórroga siempre se entra con el viento a favor o con el viento en contra y ayer ya nos estábamos dando a meditaciones senequistas sobre la fugacidad del triunfo cuando Morata, la piedra desechada por los arquitectos, marcó. Era lo que faltaba: España había tenido madurez y aguante, pero también iba a tener esa gracia que se tiene o no se tiene y que separa al fútbol del cálculo y a los grandes de quienes no lo son. Y no habrá que decir que tenemos once pelés donde hace unas semanas criticábamos un fútbol entre romo y somnífero. Pero estos muchachos no son tan blanditos y este equipo aspira a ser algo más que epigonal.
Con diez goles en dos partidos y un marcador propio de la época del Eintracht de Frankfurt, ayer fue un día estupendo para acordarse de Rafael van der Vaart, ya con su selección de vuelta en Rotterdam y Eindhoven. Al fin y al cabo, solo hay una cosa que sabe mejor que la victoria, y es el desquite.
Hace años hubiésemos perdido. Hace años hubiésemos perdido y quizá no hubiera pasado nada: los croatas son competitivos hasta jugando al tute, y todavía no ha nacido nadie tan mala sombra como para no sentir admiración por Modric o cierta simpatía por el viejo Suker. La cercanía añade un extra de escozor a la derrota -Francia, Italia-, mientras que la distancia la palía. Y Croacia es un país joven que ha ganado sus últimas guerras y eso aporta siempre el aplomo de sentirse bien en la propia piel.