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Así viví el partido: la noche en que Wembley fue 'little Spain'
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Ignacio Peyró

Haga usted gimnasia

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Así viví el partido: la noche en que Wembley fue 'little Spain'

En Londres hay tantos españoles como en la provincia de Albacete. Y, fuera de casa, pueden sacar la bandera sin notas al pie

Foto: Los aficionados españoles se reúnen en los aledaños de Wembley. (EFE)
Los aficionados españoles se reúnen en los aledaños de Wembley. (EFE)

No llegaré a decir, como un amigo, que Londres es “una capital mediterránea”, pero, en la previa del partido, incluso los más indulgentes con el clima británico tuvimos que sujetarnos a una verdad: mejor ver el fútbol en casa con un dedo de Macallan que en Wembley con poncho y aguacero. ¿Para qué ir? La prensa local nos daba por perdedores categóricos. El estadio está a medio día de excursión, en una especie de Valdebernardo grande como el mundo, y hay que andar tanto que uno se pregunta si no lo convalidarán por una etapa del Camino de Santiago. Y, ante todo, ahí estaba esa lluvia fría, insistente; ese cielo de media tarde color desesperación: hasta Jack el Destripador hubiese preferido no salir. Solo a las ocho, cuando comenzó el partido, el día se puso más meridional: cortesía británica hacia dos selecciones, en efecto, mediterráneas.

Foto: Dani Olmo lamenta una ocasión en el partido contra Italia. (Efe)

Iba a ser —incluso en la derrota— un gran día de fútbol, pero, como se ve, no iba a serlo sin inconvenientes. Pongamos uno gordo: la UEFA. En esta vida uno espera tener problemas, qué sé yo, con un jefe tirano o un proveedor renqueante, pero creemos que cosas como la UEFA, la NASA o la OPEP, pequeños como somos, nos pasarán de largo: pues bien, me ha bastado con comprar una entrada para, como se dice ahora, emprender un proceso de radicalización y terminar como hincha 'enragé' de la Superliga de Florentino. No ha sido solo el precio: algún cínico dirá que, al fin y al cabo, 200 eurillos en Londres es una noche boba en el Pizza Hut, y a mí la entrada me la pagaba El Confi. Pero, de todos los manejos con la UEFA, queda la sensación de que, por comparación, la Securitate rumana era tu círculo de Cáritas parroquial.

placeholder El equipo español, pendiente de los penaltis. (EFE)
El equipo español, pendiente de los penaltis. (EFE)

Quizá por instinto de autoconservación, yo llevaba sin ver a la Selección en vivo desde que Farias era el mayor anunciante en los campos de fútbol y los jugadores se santiguaban —ayer lo hizo Bernardeschi— al saltar a la cancha. Por determinación de la UEFA, me había tocado en uno de los fondos, el ocupado —claro— por los españoles, pero ya en los vomitorios de acceso al campo uno se daba cuenta de una cosa. En Londres hay tantos españoles —según cálculos del consulado— como en la provincia de Albacete. Y aquí, fuera de casa, la gente puede sacar la bandera sin notas al pie, sin emplear más subjuntivos ni subordinadas de los que emplearía un hondureño o un holandés por sacar la suya: quizá, por ser las fechas en las que estamos, esa naturalidad tuvo algo de 'outing'. O quizás a los expatriados nos gustaba estar juntos en la misma grada por el mismo instinto por el que, malos emigrantes como somos, nos buscamos unos a otros los domingos para un simulacro de cocido o nos ponemos lírico-nostálgicos cuando alguien abre un ribera.

El pilpil del fondo sur

En todo caso, en pleno pilpil del fondo sur, me quedó claro que nos autogestionamos bien y reproducimos punto por punto lo bueno y lo malo de casa: nos dejan solos el tiempo suficiente y hacemos una paella o una guerra civil. Sí eché de menos esa inocencia de antes, aquellas pancartas que ponían: “La Almunia de doña Godina con la selección”. Ahora andamos todos no solo haciendo el bobo, sino grabándonos mientras hacemos el bobo. Solo al fondo había una chica joven, muy mona, envuelta en la bandera tricolor: confieso que no pude mirarla con reproche, sino que, como el romántico inglés, por momentos también quise “languidecer bajo cielos italianos”. Mejor, desde luego, mirarla a ella que intentar extraer algún sentido no conspiranoide de la mezcla de los eslóganes buenistas de la UEFA, que hubiesen sonrojado a John Lennon, con la publi de Gazprom.

Foto: Chiellini y Alba, en el sorteo. (Reuters)

Tal vez el himno italiano sea una apresurada cocción masónica del XIX, pero ¿cómo no vamos a amar un himno que habla de ceñirse el yelmo de Escipión? Por contraste, me apenó que, de Las Navas de Tolosa al 78, nosotros apenas podamos verbalizar el “lolololo”. La hispanidad, con todo, debe de ser contagiosa: justo frente a mí había cuatro muchachos indios que sufrían y animaban como no lo hubiera hecho uno de Antequera; parecía que acabaran de aprobar el examen de nacionalidad. Como el rojo era el color de buen tono en la grada y no debían de tener camisetas de España, alguno de ellos llevaba la camiseta del Bayern. Nos salen amigos por todas partes: el primer “yo soy español” de la noche fue incoado con un acento de aleación purísima de la BBC.

Si, según Orwell, los británicos seguían el fútbol quietos como en misa de domingo, nosotros no tardamos en montar nuestra propia romería: en estos partidos de la Selección, supongo, va mucha gente que no sabe ni qué es un córner y lo importante es pasarlo bien. Por eso la banda acometió todos los clásicos, de la 'Macarena' al 'Que viva España', sin olvidar un “italiano el que no bote”: más de uno tal vez pensó si no agarrarse fuerte a la silla. Como fuere, al poco, unos muchachos descubrieron unas placas de metal que zarandear para lo que más nos gusta: meter ruido. En España siempre podemos contar con los gamberros. NB: tal vez hubiera en el público no pocas barbitas barriosalmantinas, pero había verdadera mezcla, pese a todo, y no he oído corear tantos “sí, se puede” desde hace una década.

Tú eres Pedri

Hubiera errado quien pensara que los italianos saldrían afligidos por la muerte de la Carrà: durante los primeros minutos, el pensamiento, la alarma, la evidencia era “¡nos comen!”. Por suerte, poco a poco, Busquets y Pedri —tú eres Pedri— pusieron orden y alas, aunque la intensidad era tanta que, a la media hora, miré el reloj para comprobar que solo habían pasado 10 minutos. El resto ya lo saben. Esa impaciencia cada vez que nos vemos —venga a rondar sin tirar— como pagafantas del gol. Ese segundo de contragolpe, ese despiste en que los italianos marcan y es como si nos hubiese cagado una paloma. La costumbre transalpina, imagino que desde tiempos de Tiberio, de perder tiempo cuando van por delante: he ahí que el central más guerrero de pronto desarrolla, ante el contacto físico, una sensibilidad de princesa de cuento medievo-patriarcal. Y el gol de España, minuto 80, y el éxtasis: nadie lo dijo mejor que Cristiano Ronaldo, estoy 'moi felish'. En el tiempo de descuento, un córner para España y —de pronto— pensar qué hubiera pasado de estar Sergio Ramos. La grada coreó el nombre de Morata, que ayer terminó por hacer y deshacer.

Foto: Dani Olmo se abraza con Luis Enrique tras la eliminación. (EFE)

Las convenciones narrativas exigen que el bueno, tras todo tipo de tribulaciones, resurja triunfante y no muera. Y a mí también me hubiera gustado que el mal tiempo de la tarde en Londres diera paso a una noche de clima español, que nuestros jóvenes hubiesen doblegado a sus mayores, que el mejor fútbol se impusiera y que, al cabo de las penalidades, nos tocase a nosotros sonreír. En los penaltis, desde el campo, todo parece ocurrir mucho más rápido que en casa: de pronto has perdido, ves a un montón de italianos corriendo, te quedas parado y en silencio como si se te hubiera caído la copa a medio chiste. Pero qué difícil es, con este equipo, sentirse derrotado.

El codazo de Tassotti cicatrizó en 2008: aquella tarde de verano y acné de mis 13 años quedó vengada entonces. La derrota de ayer es ya solo una más de las danzas y contradanzas de la rivalidad con Italia y uno de esos momentos para la memoria —dulce o dolorosa— de los equipos grandes. Ayer, iniciada la segunda parte, es lo que pensaba y sentía: míralos. Qué control. Qué calidad. Qué disciplina y sangre fría. ¿De qué no serán capaces estos en unos años? Uno no podía evitar sentirse orgulloso de ellos, me dije, pasara lo que pasara, y me digo lo mismo ahora que ya sabemos qué pasó.


Raza fatalista, los indios sonrieron con resignación al marcharse, mientras la italiana —'bella ciao!' se envolvía en su tricolor. Sería fácil decir que el graderío español pasó de la romería al funeral, pero no sería verdadero. No hubo vergüenza —ni una bandera se replegó—, ni siquiera sentimiento de injusticia. Solo, si acaso, de incredulidad: raza de campeones, nos habéis acostumbrado a no perder.

No llegaré a decir, como un amigo, que Londres es “una capital mediterránea”, pero, en la previa del partido, incluso los más indulgentes con el clima británico tuvimos que sujetarnos a una verdad: mejor ver el fútbol en casa con un dedo de Macallan que en Wembley con poncho y aguacero. ¿Para qué ir? La prensa local nos daba por perdedores categóricos. El estadio está a medio día de excursión, en una especie de Valdebernardo grande como el mundo, y hay que andar tanto que uno se pregunta si no lo convalidarán por una etapa del Camino de Santiago. Y, ante todo, ahí estaba esa lluvia fría, insistente; ese cielo de media tarde color desesperación: hasta Jack el Destripador hubiese preferido no salir. Solo a las ocho, cuando comenzó el partido, el día se puso más meridional: cortesía británica hacia dos selecciones, en efecto, mediterráneas.

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