La última desidia del Gobierno: el Valencia Basket-Hapoel se jugará a puerta cerrada
Continúa vigente la demolición preventiva de las libertades, apoyada por argumentos que aparentan seguridad, pero son ideología y quebrantan la vida de aficionados y clubes
El partido se jugará a puerta cerrada. (EFE/Eliseo Trigo)
Se dice que la libertad de uno termina donde comienza la de los demás. Y es bien sabido que hay problemas en el mundo que le exceden al común de los mortales. No es porque sucedan lejos, ni cerca. Porque sean más justos, o injustos. Comprensibles o bien incomprensibles. Es posible que tengan una solución razonable, o bien compleja, o extremadamente difícil en el peor de los casos. Cuando los conflictos, ponga usted la denominación que quiera, interfieren excesivamente en la libertad de las personas, entramos en otro conflicto, que es el de la esencia interior, en cada uno de los ciudadanos.
Viene a cuento el simplísimo ejemplo de que, ante cualquier injusticia que uno crea que existe, le dé derecho a ejercer su protesta contra el vecino, que pasaba por allí. Dirán ustedes que no se puede comparar, por poner un caso, las peleas cotidianas, voces y basuras en la calle, bajo el balcón de un vecino, con la masacre promovida por el Gobierno de Israel en Gaza. Claro que no es lo mismo. Pero no tiene nada que ver: qué le duele más, una muela del juicio, el devenir de su hijo mayor adolescente, o unas imágenes terribles grabadas a 3.000 kilómetros de distancia. Por supuesto que estos argumentos son manipuladores y demagógicos. Falaces en grado sumo. Vaya por delante.
Pero que el ejército de Israel ejecute el plan aterrador de Netanyahu y sus ministros no le da permiso a su vecino a impedirle a usted que saque el coche del garaje o vaya a comprar el pan. Ni siquiera otorga legitimidad a su vecino para reunirse con otros colegas que piensan igual y le impidan a usted que vaya con su hijo, digamos así, al Roig Arena a presenciar un maravilloso partido de baloncesto, por el simple hecho de que el Valencia juega contra un equipo de Tel Aviv; o en Szombathely, contra el Hapoel Holon; o en La Laguna, donde reciben hoy la visita de un equipo de Herzliya; o en Manresa, anfitriones ante el Hapoel Jerusalén, la Ciudad Santa. Los clubes Hapoel en Israel, por cierto, proceden de asociaciones deportivas vinculadas a las clases trabajadoras, a los sindicatos que existían antes de que se fundara el actual Estado de Israel.
A día de hoy, el retroceso del ejército de Netanyahu, el retorno de los rehenes vivos o muertos, o el regreso de miles de detenidos palestinos (no es la primera vez que sucede esto), debería suponer al menos un punto de inflexión en la tendencia reciente, donde ha colisionado el activismo con la política. Da la sensación de que al activismo no le viene bien que la política haya moldeado algo que parece un plan de paz, no es suficiente tal vez, o no es aceptable que haya sido impulsado por Donald Trump. Así que parece que, para algunos, esta situación de frenar la masacre es un conflictus interruptus bastante inaceptable.
Los acontecimientos deportivos a los que acuden las personas pacíficas son el objetivo ideal en este contexto. A las pruebas se remite uno: el boicot masivo y las agresiones a ciclistas, consecuencia también de protestas alentadas por el Gobierno, crearon el ambiente adecuado.
Es más, la lucha propalestina debe continuar, según algunos, porque el retorno anímico y viral de semejante esfuerzo demuestra aportar un valor más que notable para la causa. Ya era hora de encontrar una causa buena, porque el genocidio (estos sí) de los centenares de miles de personas en Birmania, de los 60.000 cristianos en Nigeria masacrados a manos de Boko Haram durante 15 o 20 años, o las barbaries étnicas de Congo y Sudán, la guerra de Ucrania, el éxodo de millones de venezolanos o los sometimientos masivos en países como Afganistán no parecen ser lo suficientemente importantes. Tal vez se debe a que es muy complicado arribar con una flotilla en Sudán o Afganistán, no cabe duda de que alguien lo ha pensado antes y se ha dado cuenta de las dificultades logísticas. Disculpen el sarcasmo.
El caso es que, en vías de resolución de la terrorífica situación en Gaza, quiera Dios que suceda, donde el amasijo de escombros encoge el corazón y sugiere pensamientos poco edificantes (o mucho, que diría D. Cheney), surge ahora otro conflicto, exactamente en el mismo cruce de calles donde reside la convivencia, en este caso, de los ciudadanos de este país. Aquí mismo.
Ahora habrá grupos de personas, no elegidas por nadie, que decidirán qué es aceptable y qué no. La libertad individual estará condicionada por ellos, de modo que algunos eventos deportivos no serán tolerados. Ciertas carreras ciclistas serán saboteadas, partidos de fútbol o baloncesto no podrán ser contemplados en directo. No se podrá saludar al vecino israelí. Es un enigma hasta cuándo durará esta situación. Pero, ante la inacción de las autoridades, que enarbolan la bandera de la seguridad, sin asumir su obligación de protección al ciudadano, podrá perdurar en el tiempo y modificar el paradigma de la convivencia: la existencia de conflictos podría alumbrar un futuro distópico, finalmente. Los principios esenciales, condicionados por la coyuntura, relegados a un segundo plano. Porque así lo deciden ellos.
Se dice que la libertad de uno termina donde comienza la de los demás. Y es bien sabido que hay problemas en el mundo que le exceden al común de los mortales. No es porque sucedan lejos, ni cerca. Porque sean más justos, o injustos. Comprensibles o bien incomprensibles. Es posible que tengan una solución razonable, o bien compleja, o extremadamente difícil en el peor de los casos. Cuando los conflictos, ponga usted la denominación que quiera, interfieren excesivamente en la libertad de las personas, entramos en otro conflicto, que es el de la esencia interior, en cada uno de los ciudadanos.