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Desperdiciar, algo que no nos podemos permitir
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Desperdiciar, algo que no nos podemos permitir

Dio en el clavo Sir David Attenborough, el brillante documentalista de la BBC, cuando en una entrevista con motivo de la entrega de su reciente y

Dio en el clavo Sir David Attenborough, el brillante documentalista de la BBC, cuando en una entrevista con motivo de la entrega de su reciente y merecido premio Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales le preguntaron cual era su consejo para gestionar mejor nuestro mundo. Contestó: maximizar nuestra producción. Nuestro pecado es el desperdicio.

A lo largo de la historia los humanos necesitaron recursos para vivir…

Nunca hasta ahora en la historia de la Humanidad se había generalizado la sociedad del consumo desmedido y del derroche. Tradicionalmente solo las élites, unos pocos, podían permitirse el lujo de vivir sin pensar en optimizar los recursos que tenían a su disposición. El resto sabía muy bien, por pura necesidad, aprovechar lo que tenía.

…pero casi nunca los desperdiciaron.

Los avances tecnológicos y sobre todo la disponibilidad prácticamente ilimitada de energía –el carbón, el petróleo y el gas- y minerales casi gratis nos han permitido generalizar ese bienestar –en los países mal llamados desarrollados- a base de derrochar los recursos; simplemente nos hemos agachado y los hemos cogido con la ayuda de tecnología básica. Pero hasta aquí hemos llegado. Parece que ya se empieza a vislumbrar el muro. Toca retreta y volver actuar de manera consciente. El último siglo ha sido una excepción en la historia de la humanidad, la excepción fósil. Debemos pues volver al redil. A las prácticas energética y medioambientalmente sensatas y sostenibles. Como hacían nuestros abuelos. Y como volverá a ser en los siglos venideros si queremos que haya un mañana. La tecnología seguirá acudiendo en nuestra ayuda, esperémoslo, pero no pensemos que podrá obrar milagros si continuamos destruyendo el planeta, con cambio o sin cambio climático de por medio; si seguimos degradando y destruyendo el origen de toda esa idolatrada tecnología: la propia naturaleza que nos da la vida.

Desperdiciar: algo que no nos podemos permitir.

Ya comentamos anteriormente que no podemos continuar indefinidamente con el aumento exponencial del consumo energético y de las emisiones; contemplando la destrucción de los ecosistemas y asistiendo, de momento impunemente, al espectáculo de la sexta extinción de especies tanto animales como vegetales: la provocada por nosotros. La falta de concienciación, el individualismo exacerbado y el egoísmo de la sociedad actual impiden, de momento, cambiar la tendencia. Pero es necesario hacerlo.

Evitémoslo…

Una de las mejores maneras de concienciar a nadie es apelando al bolsillo. Las medidas más efectivas serán las que tomemos cada uno de nosotros durante el quehacer diario. Y, si no somos capaces de hacerlo por nosotros mismos, alguien nos deberá dar un empujoncito para ayudar a educarnos, mediante el eterno e infalible sistema pre-ESO del palo y la zanahoria: marcando límites como a los niños pequeños. Los políticos deberán crear únicamente un ambiente favorable para ello. Los grandes resultados no necesitan de grandes presupuestos. Se necesita tan solo un poco de inteligencia… y algún que otro incentivo para lograrlo.

…mediante impuestos o tasas progresivos que graven el derroche y el desperdicio

Uno de esos incentivos podría ser el establecimiento de impuestos progresivos sobre el consumo excesivo de energía, el agua y la contaminación. Ir mucho más allá del fallido Protocolo de Kyoto y de los objetivos de la próxima cumbre de Copenhague.

Los humanos empezamos a avanzar en serio cuando dominamos el fuego, hace ya unos cuantos inviernos. Está claro, pues, que necesitamos una cantidad mínima de energía para cubrir nuestras necesidades vitales y alguna más para conseguir cierta calidad de vida, diferente para cada clima y entorno.

Consistiría la propuesta en medir esa energía de subsistencia que permitiera una vida digna. En establecer para cada ciudadano una determinada cuota de energía (combustible y electricidad), agua y emisiones considerada suficiente, diferente en cada país y entorno. Y, a partir de ese mínimo exento, ir gravando progresivamente el consumo energético y de agua de tal forma que el que quisiera disfrutar todos los días, solo en el atasco, de su mastodóntico 4X4 pudiese hacerlo, pagando la tarifa correspondiente por tal lujo. O que el que deseara llevar el nene al cole mostrando poderío, cuando podría hacerlo en un más ecológico utilitario o en autobús, lo demostrase realmente con su contribución a Hacienda. Habría que medir el coste de oportunidad de tirar toda esa energía, que ya no podrá ser dedicada a otros usos más necesarios en el futuro, a la basura. Pero también el de enviar tanta contaminación, innecesariamente, a la atmósfera. Y habrá que cobrar la tarifa correspondiente por tales privilegios. Eso no significa implantar tasas a la adquisición de vehículos como las actuales, lo cual no parece muy efectivo ni beneficioso para nadie. Se trataría tan solo de gravar su uso excesivo e inadecuado. Ir a tomar la cerveza en coche al bar que está a diez minutos andando, para aparcarlo en segunda fila, obstaculizando y obligando a los que vienen detrás a que gasten su energía, su tiempo y su paciencia hasta que lo sobrepasan es absurdo, cuando se podría dar un sano paseíto que le permitiría de paso bajar la cerveza y el pincho. Sin embargo, el mismo 4X4 utilizado el fin de semana lleno de ocupantes para llevar a la familia o a los amigos al campo, siempre y cuando se comporten dignamente en él y con él, puede ser una actividad muy sana y reconfortante, sobre todo si ese mínimo energético y medioambiental se establece por individuo y no por vehículo.

En el caso de los edificios se podría establecer algo similar. Se trataría de medir las necesidades energéticas y la contaminación que producen directa e indirectamente los edificios, sobre todo los de oficinas y los mastodónticos centros comerciales y establecer un mínimo exento al nivel de los más eficientes, gravando progresivamente con el fin de que los edificios más ineficientes no tuviesen más remedio que renovarse o desaparecer. Se asombrarían de la cantidad de edificios construidos durante los últimos años, denominados no sé por qué inteligentes, que tan solo son glotones; y de la cantidad de arquitectos de moda que deberían cambiar de oficio o reciclarse.

Con el agua sería necesario diseñar políticas que además valoraran en cada caso el coste de oportunidad, económico y medioambiental, de su uso. ¿Ha compensado económicamente el desastre ecológico del Guadiana? ¿O hubiese sido más barato, con el fin de salvaguardar las Tablas de Daimiel y sus acuíferos, regalar a los agricultores de la zona un dinero por no hacer nada a cambio de asegurar el voto? Una especie de PER manchego en el país cada vez más peronista de la prebenda a cambio de votos, puro caciquismo, también llamado gasto social por algún ilustre otorgante convertido en dos tardes en experto en economía. Por cierto, ¿dónde han estado todos estos años ciertos grupos autoproclamados ecologistas tan cercanos al poder? ¿O es que acaso eso no interesaba tocarlo?

Se trataría, volviendo al tema, de penalizar un excesivo y sin sentido consumo de energía y agua. De gravar el derroche y el desperdicio. Los edificios y el transporte suponen cerca de dos tercios del consumo mundial de energía y de las emisiones. El protocolo de Kyoto se cebó en el otro tercio, y en el lado de la oferta, a veces de manera un tanto injusta. Meritorio intento, pero fracasado. Sería el momento de abordar la parte del león –los dos tercios provenientes de los edificios y del transporte- y del lado más lógico de la demanda, para obligar a retrotraerla con sensatez, aunque sin olvidar el resto; abordar de una vez esa espinosa porción que podría quitar votos provenientes de gente cazurra pero que permitiría a la larga obtener resultados espectaculares a la vez que mejoraría nuestra calidad de vida sobre todo en nuestras maltratadas ciudades. Pero con una clase política tan torpe, ¿Quién pone el cascabel al gato?

En fin. Otro posible punto de partida para crear un sistema económico sostenible global, maximizado y sin desperdicio, tal como le gustaría al Sr. Attenborough.

Dio en el clavo Sir David Attenborough, el brillante documentalista de la BBC, cuando en una entrevista con motivo de la entrega de su reciente y merecido premio Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales le preguntaron cual era su consejo para gestionar mejor nuestro mundo. Contestó: maximizar nuestra producción. Nuestro pecado es el desperdicio.