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Cómo conseguir que escampe (II)
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Cómo conseguir que escampe (II)

Un marco laboral y legislativo nuevo se merece un marco judicial, fiscal y educativo adecuado, entre otras muchas cosas más. El marco judicial

Un marco laboral y legislativo nuevo se merece un marco judicial, fiscal y educativo adecuado, entre otras muchas cosas más.

El marco judicial

No tiene sentido que la justicia en la España del siglo XXI se siga aplicando con métodos y procedimientos propios del XIX. No hay más que acercarse a cualquier juzgado y ver los kilómetros de polvoriento papel almacenados malamente y que nadie leerá. Los todopoderosos juzgados de instrucción, inexistentes fuera, son anacrónicos. Y los fiscales meras comparsas demasiado a menudo a merced del poder político. Nos quejamos que las sentencias tardan hasta veinte años en llegar.

Una justicia que no se imparte a tiempo no puede considerarse tal. Porque deja desamparado al débil mientras refuerza la impunidad del poderoso y del jeta con innumerables trabas garantistas. Ya que pueden permitirse caros y tortuosos abogados que demoran los procesos indefinidamente. Ten pleitos y los ganes, dice el viejo refrán. Qué triste verdad es en España aunque luego muchos se vayan de rositas.

Hoy en día es más fácil pescar a un criminal que ha cometido un delito en Madrid y se ha largado al extranjero, a través de la Interpol, que hacerlo si se esconde en cualquier otra autonomía española. Desde que se descentralizó la gestión de la justicia en España, las bases de datos no son comunes ni hay apenas comunicación entre ellas. La inexistencia de un lenguaje común; las lentas, caras e innecesarias traducciones en la nueva Babilonia jurídica, cuando se hacen, reducen de manera hilarante la eficacia de la justicia española. Hay casos sangrantes a rabiar.

¿Para cuándo una cacerolada de jueces y fiscales que exijan poder hacer un trabajo sin tanta chifladura, digno y a tiempo? Que no se quejen luego de las críticas que acumulan.

El marco fiscal

Es necesaria una armonización fiscal en toda Europa. Para que el progreso de algunos, como hace Irlanda con su súper reducido impuesto de sociedades, no se produzca a costa de los ingresos fiscales de la eurozona. Una picardía fiscal que están pagando por listillos, aunque sea por otras causas. Por eso la propuesta de Alemania y Francia de armonizar sus impuestos de sociedades es una buena iniciativa que el resto deberíamos seguir. Las mismas reglas del juego para todos.

Para que las empresas se establezcan en los lugares donde puedan ser más competitivas con criterios objetivos. Nunca en los patrocinados por tramposos, como las famosas vacaciones fiscales vascas, ya condenadas por los tribunales europeos, demasiado tarde, pero que hicieron mucho daño a otras regiones españolas. Al menos Inditex acaba de recular con su filial de venta por Internet.

Muchos gobiernos y ayuntamientos tienen la tentación de aumentar impuestos y tasas, sean de derechas o de izquierdas. Como Aguirre con los billetes de metro o Gallardón con las basuras. Es un dinero que se retraerá innecesariamente de la inversión y el consumo para asistir a unas administraciones que no han sabido gobernar con eficacia.

Cuantos más fondos se dediquen a mantener competencias duplicadas y gobiernos ineficientes menos dinero quedará disponible para cebar la economía real. Hay que encontrar la manera de financiar un modelo de Estado de tamaño razonable dejando recursos suficientes y crédito disponible para los emprendedores y las empresas.

La educación

Los habitantes de España y del resto de la civilización de la que formamos parte están abocados a la mansedumbre y el servilismo. Cuando no se es capaz de discernir no se puede ser libre ni vivir en democracia. Y libre es aquel que está en posesión de conocimiento. La letra con sangre entra, dice el viejo refrán. No es exactamente así, pero sin esfuerzo no se consigue la iluminación y menos todavía el dominio de ninguna ciencia.

Esfuerzo que se convierte en placer cuando la mente está entrenada para pensar, para debatir, para ampliar el estrecho horizonte intelectual de la mayoría. Y sin raciocinio ni espíritu crítico la civilización no podrá seguir avanzando. El pensamiento económico y la economía andan escasos de ambos ingredientes. Y por ello seguimos dando palos de ciego sin saber qué hacer ni cómo actuar.

No hay placer cuando las cosas se consiguen sin merecer, sin haberlas trabajado. Todo lo contrario. Muchos privilegios de este estado del bienestar que está naufragando se consideran hoy derechos consolidados que hacen todavía más desgraciados a aquellos que les han sido otorgados, porque no los valoran hasta que se quedan sin ellos. 

La sociedad de consumo actual, no hablamos de individuos concretos, no es una comunidad feliz. Su felicidad es proporcional al tanto tengo, tanto gasto (o más), tanto soy. Sin disfrutar del camino andado hasta alcanzar las metas.

Vivimos en una sociedad inmadura e inestable, decadente y caduca de ciudadanos-niños siempre pedigüeños que han abjurado de sus deberes cívicos. Que no son conscientes de las consecuencias de sus acciones y decisiones para con el planeta. Del trabajo, el dolor y el sufrimiento que nuestros ancestros soportaron para conseguir lo que ahora disfrutamos. De lo que ha costado todo.  

Vivimos una inconsciencia que nos está empezando a pasar factura. Ya era hora. Toca pues padecer. Levantarnos y comenzar de nuevo: adentrarnos en una nueva senda más humana y racional.

Eso se consigue mediante educación y cultura, mediante concienciación y respeto a los mares y los océanos, los ríos y los bosques, al resto de criaturas. Y, sobre todo, a nuestros semejantes. El mundo será mejor el día en que la mayoría empiece a buscar y se adentre en un modo de vida placentera, más allá del centro comercial y el botellón, en armonía con la naturaleza. Y para eso hace falta educación y algo de sensibilidad.

Un título universitario o de bachiller no es más que un trozo de papel que no enaltece a nadie si no está relleno de chicha. Y la educación se ha convertido en una fábrica de titulados sin apenas sustancia.

Centrándonos en la universidad, por ejemplo, Bolonia ha supuesto la puntilla al sistema educativo. No por el proceso o la necesidad de cambio, sino como se ha realizado. Mediante la unión de supuestas destrezas y conocimientos deslavazados y sin estructuración para constituir los infinitos y desconcertantes másteres o grados que no capacitan para nada.

Que no enseñan los fundamentos de las ciencias, generalmente lo más difícil de asimilar, dándose únicamente apuntes dispersos acerca de los envoltorios científicos, sin ninguna profundidad. Se ha pretendido convertir a las universidades en fábricas de empleo rápido y se está consiguiendo lo contrario.

No se enseña a los alumnos a ser conscientes de lo que hacen, a ser críticos con nada, ni son capaces de aprender a aprender. Porque la vida es un continuo aprendizaje a base de trabajo y esfuerzo. Y si a los jóvenes no se les enseña siquiera a soportar injusticias, a aprender de los errores y menos todavía a tomar la iniciativa, difícilmente serán capaces de hacerlo cuando ya maduros se estrellen y no sepan como levantarse.

Hoy se enseña apenas a apretar los botones de ese artilugio maravillosos llamado ordenador, sin consciencia ninguna de lo que están haciendo y, lo que es peor, de por qué lo hacen. El mito de la informática, de Internet y de la sociedad de la información está proporcionando conocimientos superficiales a una generación de analfabetos funcionales incapaces de llegar al fondo de ningún asunto ni leer seguidos más de unos pocos párrafos concatenados y apenas complejos. Cuatro pinceladas y ya tenemos un máster rimbombante en algo, experto en nada. Luego nos quejamos que nuestros chicos no se colocan y nuestras universidades siguen a la cola.

Nos olvidamos que el ordenador es un medio, jamás un fin. Un sofisticado lápiz que no hace nada que antes no haya pasado por el tamiz humano del programador y el fabricante. Y, por lo tanto, imperfecto. El ordenador yerra y no medita. Hay que saber utilizarlo juiciosamente para no convertirnos en una extensión de él y poder discernir más allá de su limitado raciocinio digital. Se está convirtiendo en un fin en sí mismo, dejando de ser una herramienta más.

Nos está hundiendo la soberbia de los tontos y la mediocridad. Hace falta una verdadera revolución educativa que vuelva a instituir el esfuerzo, que promueva el placer de aprender y el orgullo del conocimiento, de la cultura y de las artes. Porque hay vida más allá de la telebasura y los videojuegos. Redescubrir la filosofía y la historia, la literatura y la lengua, los clásicos que encumbraron nuestra civilización, los otros conocimientos básicos profundos de todas las ciencias de la naturaleza y de la vida.

Una revolución que permita a la sociedad recuperar los viejos valores perdidos: la honestidad, la ética, el honor, la caballerosidad, la gallardía, la honradez o la generosidad. Que promueva la igualdad de oportunidades que no de resultados. Como ocurre ahora al igualar por abajo, desmoralizando al que tiene talento y cualidades. El destino no deberá ser el mismo para todos. Dependerá del aprovechamiento y la tozudez de cada uno, de su capacidad, su esfuerzo, su dedicación y su entusiasmo.

Habrá que identificar y encumbrar a tales individuos. Por nuestro propio interés, debemos promover una democracia capaz de escoger a los mejores para gobernar con sentido de Estado y guiar al resto. En vez de a los más mediocres, codiciosos o mezquinos como los que actualmente padecemos en casi todas las cancillerías del mundo y buena parte del sistema financiero.

Y, como segundas partes nunca fueron buenas, seguiremos dando la tabarra otro día.

Un marco laboral y legislativo nuevo se merece un marco judicial, fiscal y educativo adecuado, entre otras muchas cosas más.