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La universidad ha claudicado ¡Viva la universidad!
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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La universidad ha claudicado ¡Viva la universidad!

Cada país tuvo su genio absoluto: Albión la pérfida tuvo a Shakespeare, nosotros a Cervantes y Francia a Montaigne, los tres contemporáneos. Uno no inventó el

Cada país tuvo su genio absoluto: Albión la pérfida tuvo a Shakespeare, nosotros a Cervantes y Francia a Montaigne, los tres contemporáneos. Uno no inventó el teatro pero lo hizo escalar hasta las cumbres más elevadas, que nadie ha vuelto a hollar después.

Cervantes se sacó de la manga la novela moderna, la primera, la mejor, la única. Con su ejemplo, con sus aventuras y sus desventuras, sus ganas de vivir y de escribir, su padecimiento, su capacidad de sufrimiento, nos sigue indicando que no todo está perdido aquí. A pesar de la corrupción, la mediocridad que nos envuelve y la inconsciencia que atenaza a la población.

Montaigne, en fin, se inventó el ensayo para su propio desahogo, género literario del cual sigue siendo el más genial exponente. Le sobraba una cosa que sigue escaseando hoy: sentido común. Fue de los pocos que no perdió la compostura mientras sus contemporáneos se dedicaban a matarse entre sí a causa de los conflictos de religión.

Era descendiente de achicharrados judíos conversos portugueses y aragoneses de Calatayud. ¡Cuanto genio dejado escapar! Como ahora al obligar a emigrar a los mejores.

Fueron los tiempos aquellos vibrantes y grandiosos, como insuperables fueron los genios universales del Renacimiento, llámese Leonardo da Vinci, Rafael o Miguel Angel; o sublime la astucia de los valencianos Borgia (Borja), nada que ver con la de los payasos de ahora.

De aquella época tumultuosa hemos desembocado en este lodazal cultural y educativo. Donde el poco talento que queda huye despavorido a causa de los recortes en investigación e innovación, nuestra siempre despreciada esperanza.

De todos los ensayos de Montaigne quizás el último, “De la experiencia”, sea el mejor. Sería de utilidad repasarlo, para inocular algo de cordura a la educación aquí.

“Las dificultades y obscuridades no se descubren en las ciencias sino por aquellos que las penetraron, pues precisa todavía algún grado de ver la ignorancia; para saber si una puerta está cerrada, menester es empujarla; de donde nace esta sutileza: «Ni los que saben necesitan inquirir, puesto que saben; ni tampoco los que no saben, puesto que para informarse precisa saber en lo que se trata de inquirir».”

Nos hemos empeñado en igualar y lo hemos hecho por abajo. No es una cuestión de dinero, sino de actitud y de credo. Pensábamos que un título, mero papel enmarcado, alumbraría por sí solo mente e intelecto, proveyendo de empleo a cualquier indocumentado.

El profesor que no aprueba es mal profesor, los estudiantes lo saben y por eso muchos no pegan ni golpe forzando a aprobar a auténticos analfabetos funcionales para no quedar estigmatizado o ser calificado con mezquindad por los alumnos.

Sobran abonados al pupitre sin convicción ni ganas que se han convertido en holgazanos y holgazanas, seamos incorrectos, que se quejan compulsivamente cuando se les exige lo más mínimo. ¿Sueldos de mil euros a los nuevos universitarios a granel? ¿Jóvenes sobrecualificados? No me hagan reír.

La mayoría de los titulados de los últimos planes perpetrados no se merecen más de quinientos. El día que al menos aprendan a escribir sin faltas, a entender cualquier razonamiento, no digamos complejo, dejémoslo en elemental. Apretar la tecla no ilumina si una mente forjada no guía el impulso.

Muchos profesores han constatado el cambio secular en los alumnos según se han ido implantando los nuevos planes de estudio. No deberían ser mejores ni peores que antes. Desgraciadamente, se han vuelto unos quejicas sin base alguna, plenos de derechos, huérfanos de deber.

El problema lo tiene pues el sistema, no las personas, ilusos animalitos inconscientes de sus graves carencias. Pero el daño ya está hecho. Y parece que a nadie le interesa corregir el rumbo. Para qué. A los ignorantes se les maneja mejor.

Los hijos de los que han implantado este sistema infernal, asesino burocrático sin piedad, serán los primeros damnificados. Sus próceres todavía no se han enterado. Será la venganza de los justos, los pocos que van a quedar.

Los asiáticos no actúan de igual manera y por eso se esfuerzan, sudan, trabajan, yerran. Mientras, para animar el tonto debate, nosotros y nosotras seguimos diletantos y diletantas deshojando la margarita (¿por qué no el margarito?), discutiendo si son galgos o galgas, podencos o podencas, los gandulos y gandulas que hemos criado (Sic).

Quedan estudiantes esforzados, trabajadores, brillantes. Los ha habido siempre. Solo que ahora son una minoría. Muy pocos. Algún milagro despistado que ha sobrevivido a la trituradora educativa. El buen profesor disfruta con él. Y a esos ni siquiera los cuidamos.

La universidad era el último reducto a batir por parte del vendaval de ignorancia que está arrasando España. Profesores de primaria o de bachillerato decían, cuando comenzó esta virulenta hecatombe: no preocuparos, ya os llegará el turno, mera cuestión de tiempo. No me lo quería creer. Vaya si llegó.

Bolonia ya no es una bella ciudad italiana. Se ha convertido en un nombre maldito que ha servido para dinamitar la educación universitaria. Ella no tiene la culpa. Ha sido la imbecilidad patria la que ha podrido el sistema, como suele hacer con todo lo que se le pone a tiro.

En Francia, por lo menos, han salvaguardado las Grandes Ecoles. Aquí teníamos nuestras magníficas escuelas de ingeniería, alguna de las más antiguas de Europa. Herederas directas de la Ilustración española, que la hubo, a pesar de que las tinieblas siempre han pugnado por prevalecer. Doscientos años después, nos han terminado de envolver.

Los franceses se negaron a incluir sus magníficas instituciones en el tamiz triturador de Bolonia. Nosotros las metimos a saco. Es el único bastión de educación de calidad que queda en Francia. El resto de la universidad allí es tan floja como la nuestra. No nos pasemos. Tanto es imposible. Nada queda por despedazar aquí.

La máquina de producir descerebrados marcha a toda velocidad. Si no se revierte urgentemente esta degeneración programada ya no quedarán más oportunidades para salir del agujero en el que nos ha sepultado tanto buenismo y corrupción acumulada.

“quien recuerda haberse engañado tantas y tantas veces merced a su propio juicio, ¿no es un tonto de remate al no desconfiar de él para siempre? Cuando por ajenas razones me convenzo de la evidencia de una falsa opinión, no tanto veo lo que de nuevo se me ha dicho (flaca adquisición sería), como en general pienso en mi debilidad y en la traición de mi entendimiento, de lo cual saco enseñanza para mi corrección en conjunto.”

España se ha mantenido gracias a unos pocos que nos han librado del bochorno. Cuando producía, de Pascuas a Ramos, un milagro artístico, científico o intelectual a menudo genial. Desde Ortega y Gasset a Ramón y Cajal o Gaudí. Con ese genio hispano que nadie sabe de donde salía, probablemente fruto de la pobreza y la desesperación, que ha salvado la honra de este país.

Con el sistema educativo actual los milagros escasearán cada vez más. Los pocos reductos de talento que quedaban son pasto de la ignominia y la obcecación más arrogante.

Las mentes han quedado estériles, el esfuerzo aniquilado, la voluntad flácida, el saber diluido, el criterio extinguido, el razonar muerto. El oscurantismo ha arrasado los pocos rescoldos lúcidos que quedaban. Sus serviles vasallos ya son, por fin, perpetuos esclavos de las tinieblas, el clientelismo, la indigencia, el fanatismo y los nacionalismos más excluyentes. Ya se pueden manipular sin rubor.

Cautivo y desarmado, el aplastado ejército del saber ha depuesto ciencia e instituciones. La investigación ha fenecido. La universidad, claudicado. La guerra por la ineducación ha terminado.

Señor Wert: rectificar es de sabios.

Cada país tuvo su genio absoluto: Albión la pérfida tuvo a Shakespeare, nosotros a Cervantes y Francia a Montaigne, los tres contemporáneos. Uno no inventó el teatro pero lo hizo escalar hasta las cumbres más elevadas, que nadie ha vuelto a hollar después.