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Estamos jodidos. Queda la literatura
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Estamos jodidos. Queda la literatura

Leer buena literatura es sobrevivir con impaciencia cada día hasta que llega el momento sublime de volver a retozar en ella. Es el arte de juntar

Leer buena literatura es sobrevivir con impaciencia cada día hasta que llega el momento sublime de volver a retozar en ella. Es el arte de juntar palabras con lucidez y desgarro, con alevosía y profundidad, sin ninguna contención, apenas templanza, nada de moderación y ristras de imaginación.

Sin tales presentes no seríamos lo que somos algunos privilegiados electos, no necesariamente preclaros. El resto sigue levitando en este deprimente y cada vez más degradado planeta, como simples zombis de la evolución, impasibles, cual sapos que se aparean y solo saben croar, jamás meditar y todavía menos crear.

El que sin ella pasa por este mundo flota inconscientemente en la inanidad del no ser, en vez de ser parte de él. Es lo que diferencia ambos árboles de esta misma especie, escasamente racional la mitad de ella, que se revuelve en su existencia la otra mitad.

La gran literatura unos días ilumina, otros nos desgaja. Unas veces nos muestra las miserias humanas, otras, sus vísceras envenenadas. Las más nos abriga la mente o nos enfría el alma, nos tritura en desazón o nos cortejan sus palabras.

La literatura mediocre, sea simple o almohadillada, amuerma la mente cuando es mala. Cosa que ocurre cuando pasamos a través de ella sin que nos haga pensar, o nos deja indiferentes más allá del liviano placer de haber consumido míseras letras, cuando sus huecas palabras chirríen o haga zozobrar el lenguaje su autor.

Cuando pasamos a través de un libro: lo leí de un tirón, suele ser mala señal. Significa que no se ha asimilado ninguna de sus entrañas, quizás porque no había casquería indigesta por digerir.

Penetrar un clásico es adentrarse en la mente fecunda de su autor inquieto, a menudo atormentada, en ocasiones enfermiza, incluso descontrolada. Unas veces nos acompaña con sus compases; otras, nos repele con sus escarceos; las más, nos golpea los sentidos con sus vapuleos.

Jamás lo podemos dejar hasta que él nos abandona, exclamando por el enorme cansancio que produce haber avejentado los dos un poco a causa del sobrehumano esfuerzo: ¡vale!, como dijo una vez un Cervantes ajado, extenuado y viejo.

La buena literatura se nutre de esa píldora degradada que se denomina genialidad. Atributo que hoy se aplica a cualquier imbécil apenas capaz de juntar dos palotes sin gracia ni seso, con la única condición de que sea mediático, superficial, progre o trascendental. En realidad, genios ha habido pocos. No sé si quedará alguno tieso.

La diferencia entre un clásico y la literatura del montón, protagonista hoy de esta superficial aberración llamada tecnológica civilización, no es el número de lectores, sino su calidad, cualquier cosa que signifique este atributo etéreo.

Dickens era engullido en su época por todo tipo de ellos, la mayoría pobres pero honrados, como dijo la folclórica. Denunció las miserias victorianas con alevosía, maestría y nocturnidad. Apenas dormía, paseaba. Fue de rabiosa actualidad cuando escribía, lo sigue siendo hoy y lo será en cualquier época o circunstancia. Por algo será. Llegó a todos en sus tiempos. Dudo que hoy pudiera emular tal hazaña entre tanto máster, licenciado y experto.

A Nietzsche o Kafka, uno filósofo, el otro escritor, lo leyeron unos pocos cuando vivían y muchos menos todavía hoy. Todo el mundo los conoce y ya han sido deificados. Se han convertido en ídolos petrificados, al alcance solo de los escasos maníacos que se atrevan a diseccionarlos. Nadie sabe quiénes son en realidad, más allá de ser nombrados con profusión y recordados mediante simplificado aforismo o vana alusión.

La literatura no se lee, se digiere. ¡Cuántos libros malos hay que enganchan, que se consumen de un tirón! Me ha atrapado, dice el conspicuo lector. Para volver al anaquel sea físico o digital, en el mejor de los casos, si no al olvido inmediato, al no poder reconocer nada profundo en él al cabo de un suspiro, o, al menos, un rato.

La buena literatura, clásicos los llaman, son más indigestos. Producen alergia en los sentidos, úlceras en la conciencia, indisposición en los intestinos, pesadumbre en el alma. Nos hacen pensar, meditar, corroernos las entrañas.

Aúnan forma y fondo, lo que dicen, lo que cuentan, como lo cuentan, lo que narran, lo que desprecian, lo que callan. La insuperable levedad aparente de sus palabras y, lo que es peor, la inmensa profundidad de lo que apenas sugieren, lo que ni siquiera nombran, lo que jamás mientan, lo que no declaman.

Forma y fondo es duopolio indispensable con el que se forja todo buen libro. Armazón solidario que nos deja entrever la complejidad de la vida, las pasiones terrenales, la arrogancia del hombre, la irreductibilidad del alma, las miserias individuales, las tragedias colectivas, la estulticia humana.

El estilo puede ser minimalista, barroco o cualquier otro, según apunte la moda, o a la contra de las formas del momento, para jorobar a eruditos posmodernos. El fondo es más complejo, a menudo difícilmente escrutable, a veces ocluido, siempre exuberante.

El autor genial deja al lector la traducción del mensaje, la interpretación de la trama. Le obliga a trabajar duramente para poder alcanzar su premio: desengaño unas veces, complicidad las más, inquietud siempre, distanciamiento quizás, su perdición incluso.

Produce unas veces placer, odio de vez en cuando. Es el precio a pagar por haber mostrado las propias miserias, sus carencias, inmoralidades o venganzas. Por haber puesto en evidencia su fatuidad, nuestra intrascendencia, la moral, tanta canallada.

Unos autores nos abren su corazón, otros nos despeñan el alma, ninguno nos deja indiferente, todos asombran con la palabra. Un buen clásico hay que masticarlo. Leerlo es una primera fase que implica la manipulación mental del lector. Exige trocearlo, machacarlo, trastocarlo en su interpretación.

Hay dos tipos de clásicos: los que cuesta asimilarlos y los que además entretienen. Esta última es la literatura superior, la más elevada y perfecta.

El Quijote es inmenso en el lenguaje, profundo en la hilaridad, eterno en su grandeza, insuperable en la tragedia, divertido con sus hazañas. Shakespeare ha entretenido millones de almas mediante tablados y lectura, mientras mostraba el más extenso y profundo catálogo de miserias humanas, terrenales o divinas. Qué más se puede pedir a ambos.

Montaigne da para toda una vida, se mastica lentamente, su digestión es larga y gaseosa, pero no pesada, si se está preparado para engullirlo. Cuesta hacerse a él. No es amor de juventud. Se digiere mejor cuando uno ya ha adquirido sus propios errores, manías y frustraciones y está dispuesto a aliviarse de vientre atormentado y ventoso con su compaña.

Dumas padre me enseñó a leer, algo más que juntar las palabras de mi primera infancia. Qué sería de mí sin Los tres Mosqueteros, Miguel Strogoff de Julio Verne, sin Sandokán o Winnetou.

Tolstoi o Dostoievsky sembraron el alma de Rusia por los confines del mundo, fiera estepa tan desgarrada ayer como lo sigue estando hoy con su desgraciada historia, sus tórridas vilezas de enjundia universal y deleznable belleza.

Se acaba el espacio, la tragedia de este humilde juntador de palabras estentóreo y extemporáneo. La inmortalidad de un clásico será siempre perdurable y eterna mientras el hombre siga siendo tal cosa vacua y mortal, de vez en cuando racional, pocas veces cabal.

El envoltorio cambiará inmutable. El aderezo se podrá modificar sin hacer diferente el mensaje, sin modificar el fondo, variar el contenido, ni envilecer más el paisaje. Las putrefacciones humanas continuarán siempre emboscadas en nuestros adentros, prestas a desenmascarar la mezquina raigambre.

¿Se podrían decir tales cosas gástricas e infumables de la mercancía letrada, que concatena letras sin juntarlas, que se manufactura hoy a granel?

Estamos bien jodidos. Nos queda la literatura. Al que le queden ganas, la chanza. Compren y digieran un buen libro esta semana, a ser posible con chicha, de papel y sobado. Disfruten de las miserias eternas, compárenlas con las de cierto retablo patrio resquebrajado, mientras termina de prender este viejo brulote corrupto y amordazado, a la deriva y quebrado.

Leer buena literatura es sobrevivir con impaciencia cada día hasta que llega el momento sublime de volver a retozar en ella. Es el arte de juntar palabras con lucidez y desgarro, con alevosía y profundidad, sin ninguna contención, apenas templanza, nada de moderación y ristras de imaginación.