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Historia de la economía en dos minutos
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Historia de la economía en dos minutos

Fue Keynes el que redactó su epitafio al declarar que el largo plazo no existía para la economía real."This long run is a misleading guide to

Fue Keynes el que redactó su epitafio al declarar que el largo plazo no existía para la economía real.

"This long run is a misleading guide to current affairs. In the long run we are all dead. Economists set themselves too easy, too useless a task if in tempestuous seasons they can only tell us that when the storm is long past the ocean is flat again."

 

La economía nació como ciencia con buen pie de la mano de Adam Smith y los fisiócratas, de Thomas Malthus, David Ricardo, John Stuart Mill, Karlos Marx y otros que aportaron, unos su saber a secas, otros aliñado con alguna que otra matanza o revolución.

En épocas primigenias, coincidiendo con el siglo XIX, se la denominaba justamente economía política, sin ocultar ningún apellido ni pretender engañar a nadie. Su objetivo primordial era eliminar las desigualdades y la pavorosa pobreza de entonces. Nació, pues, con un fin social.

A pesar de ello, tales pioneros eran muy conscientes, de manera lógica e intuitiva, de que la economía estaba gobernada por personas y domiciliada en un planeta aislado que disfrutaba de recursos finitos y otras limitaciones físicas, como la imposibilidad de producir contaminación a destajo.

A partir de mediados del siglo XIX, los nuevos cerebros del gremio buscaron asentarla como ciencia, incorporando las matemáticas de una manera más o menos racional, que certificase la mayoría de edad. Estaban muy pendientes de los avances de la física y las otras ciencias experimentales, sin las cuales la actividad económica era imposible que sobreviviera.

Entendieron, con buen criterio, que la naciente termodinámica tenía mucho que aportar, ya que describía como se disipaba la energía, elemento indispensable y crucial para la supervivencia humana, como por entonces casi todo el mundo sabía.

Fue Leon Walras, famoso economista de la época, el primero en incorporar bagaje matemático a la naciente economía. Consiguió lo contrario de lo que pretendía a causa de las aportaciones de los que vinieron después.

Al mismo Walras le inspiraron los sistemas de fuerzas de la física un paralelismo con los balances de fuerzas en los sistemas económicos. Los sistemas en equilibrio que hacen furor en la rabiosa economía actual parecen no ser más que una torpe metáfora de tales similitudes.

Al mismo tiempo, se postulaba el primer principio de la termodinámica y los economistas de entonces lo incorporaron a su disciplina. Como la energía no se creaba ni se destruía, tan solo se transformaba, se tomaron tal axioma al pie de la letra. Todavía no había aparecido el segundo principio de la termodinámica y, cuando lo hizo, o no lo entendieron o no les interesó incorporarlo a la naciente ciencia porque les jorobaba el tinglado.

Mientras la entropía se convertía en un concepto fundamental para la física, proclamando como el orden daba paso al desorden, el cosmos se volvía inmutable para la economía, desaparecían los conceptos de pasado, presente o futuro, con lo que lo inmediato regiría a partir de ese momento su evolución y, por lo tanto, la vida en este planeta con sus acciones, decisiones y, últimamente, atropellos al ciudadano honrado y trabajador.

Al renunciar la economía a incorporar la variable tiempo a su saber, dejaron el engendro a medio hervir, convertido en un batiburrillo marginalista cargado de ideología. Se transmutaba así el bebé científico en capada economía técnica, que sigue trotando de instante en instante, de equilibrio en equilibrio, según los sabios eruditos, de desequilibrio en desequilibrio, según sufridos parados y menesterosos.

Certificó Keynes la buena nueva cuando exclamó la frase anterior, que dejó en barbecho la economía fundamental, la cual ni siquiera se ha inventado. Fueron los nobelados sucesores de Keynes los que ejecutaron con saña y fervor religioso el infanticidio científico a partir de los años cincuenta del siglo pasado, cuando al elaborar truculentas teorías ensimismadas en su ombligo matemático, pasaron por alto aquel dicho que todo ingeniero o programador conoce: “Garbage in, garbage out”.

Milton Friedman, en su ensayo titulado The Methodolgy of Positive Economics, argüía que los supuestos irreales en economía importaban poco. Daba igual si la gente actuaba de manera racional o irracional. No necesitaban tales postulados justificación y menos demostración, siempre y cuando los resultados fuesen los adecuados al propio credo (la última parte de la frase es corolario mío).

Según él, el propósito de las teorías científicas no era hacer predicciones, sino explicar los fenómenos. Daba igual que las ecuaciones se alimentaran de basura, o fuesen pura basura los sesudos desarrollos matemáticos, si el resultado era el esperado o, más bien, el que deseaba obtener. Pura honestidad intelectual.

Con tal declaración de intenciones, que aplicó al pie de la letra junto con sus colegas de entonces, se cargó el método científico de un plumazo. A pesar de lo cual, por alguna aplicación práctica de su excelsa filosofía, le otorgaron el Premio Nobel de Economía. Sus discípulos continúan reincidiendo.

Para más inri, los resultados obtenidos eran, y son, pretendidamente validados mediante análisis econométricos de ínfimo alcance temporal, basados en pobres postulados y cortas series temporales, que apenas tienen nada que ver con los entresijos de este planeta, ni la esencia del ser humano.

Esta crisis no ha aparecido por casualidad, sino a causa de la aplicación práctica de supuestos teóricos incompatibles con la economía real y con los comportamientos de las gentes. Ningún teórico la vio venir, por algo sería.

Cada uno explica las causas de este caos y sus posibles soluciones en función de su ideología académica y, lo que es peor, cada uno proporciona receta diferente para idéntico problema de acuerdo a su particular credo, ninguno de los cuales desborda sentido común, ni siquiera un atisbo de justicia, misericordia o bondad. ¿Ciencia o impostura?

El colofón de la metodología “científica” de Friedman lo constituyen las delirantes teorías sobre crecimiento económico. Solow proclamó haber resuelto el problema de la creación de valor, por obra y gracia de la sacrosanta tecnología, apañada mediante sesudas ecuaciones basadas en hipótesis simplonas.

El pobre olvidó que la Tierra es un sistema abierto que recibe la continua energía del Sol, pero cerrado porque sus recursos son limitados; la energía disponible a escala humana también lo es, la contaminación y la basura aquí se quedan, la pérdida de biodiversidad acabará poniendo en algún aprieto al ser humano, y la velocidad del cambio climático afectará al crecimiento económico en un futuro no tan lejano, guste o no guste a sus mesnadas, que se dicen investigadoras.

Desgraciadamente para ellas, el segundo principio de la termodinámica también se aplica en economía, al producir cada incremento de riqueza teórica un aumento del desorden, a causa del derroche de energía en nuestro pequeño planeta, antes azul, hoy atiborrado de porquería, contaminación y fealdad, dicen que futurista y de diseño.

Arrow y Debreu, por su parte, probaron la existencia de un equilibrio general en economía que, como coña científica, no estaba nada mal. Esta crisis es prueba fehaciente de ello. No parece que necesite sesuda demostración tumbar tal teoría.

El problema no lo tienen los druidas y predicadores de la economía tradicional. Ellos obtienen por ello sus dinerillos y se ganan popularidad y reconocimiento, aunque sea taimado e inmerecido. Una versión camuflada de Sálvame o Gran Hermano en medios que se consideran serios.

El drama es que la sociedad, los políticos y los gobiernos cualquiera que sea su credo, se creen a pies juntillas tales prédicas, imploran crecimiento económico a capón, aunque sea insuflando más endeudamiento y contaminación, sin caer en la cuenta que la ubre algún día reventará y el planeta Tierra se tomará cumplida venganza, con permiso del segundo principio de la termodinámica, de Sandy y de algún que otro calcinado infierno en Australia.

El ministro enseñó, en apenas dos minutos, mezquina economía restringida al anterior presidente del Gobierno. Así nos fue. Ahora no nos va mejor porque los próceres actuales no le han dedicado ni un solo minuto a barruntar con rigor.

La historia de la economía no ha necesitado más de dos minutos para ser resumida de manera irreverente pero, a la postre, cierta. Esperemos que algún día necesite algún segundo más.

Fue Keynes el que redactó su epitafio al declarar que el largo plazo no existía para la economía real.