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La conciencia de la inconsciencia
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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La conciencia de la inconsciencia

“La conciencia de la inconsciencia de la vida es el mayor martirio impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes –resplandores del espíritu, corrientes del entendimiento, misterios

“La conciencia de la inconsciencia de la vida es el mayor martirio impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes –resplandores del espíritu, corrientes del entendimiento, misterios y filosofías– que tienen el mismo automatismo que los reflejos corpóreos, que la gestión que el hígado y los riñones hacen de sus secreciones”. - Fernando Pessoa

No provee más desasosiego a aquellos desgraciados que persisten en meditar que la consciente inconsciencia con la que esta sociedad se empeña en cabalgar.

El artículo de hace un par de semanas sobre la década más calurosa fue una muestra palpable de que muestra la inteligencia de casquería, el miedo a conocer y a descifrar que nutre esta mal llamada sociedad avanzada, por mucho artilugio tecnológico, artefacto o secreción fantástica de la que disponga y amuerme el escaso raciocinio marginal colectivo, al no quedar sabiduría disponible para su consumo inmediato en el estante del centro comercial. No sólo en este digital sino en prácticamente todo lugar, sobre todo cuando se trata de asuntos turbios o incómodos que casi todo el mundo reconoce que ahí están, aunque sea de manera inconsciente. Sobre fenómenos o actuaciones humanas perniciosas que muchos se aprestan a negar o rechazan agriamente enfrentándose a la razón, afeando al intermediario, negándose a constatar lo que están viendo o sintiendo, a veces soportando, a menudo padeciendo sin ni siquiera constatarlo.

Mejor traspasar de manera vacua el renglón provocador que leer lo que incomoda, no sea que el discernimiento se jalee, espabile la mente y obligue a pensar, algo más doloroso que la inconsciencia de creer y adorar. Negando a lo sumo la presunta evidencia, por si acaso y con prevención, a ver si así se consigue que deje de existir el fenómeno o desaparece el desecho para que el miedo se pueda esconder sin control a su antojo y ningún albedrío propio.

Es el temor perenne a lo desconocido que hoy alivia la tecnología como antes lo hicieron los dioses. A eso que vendrá que no se sabe que es o, mejor dicho, el miedo hacia aquello que no se quiere saber porque se teme o atemoriza el mañana siempre incierto y estremecedor, la falta de certeza, el desconocimiento, el miedo provocado que impide salir del marasmo indolente, evolucionar, aprender y soñar por un mundo algo más decente, sano, justo, edificante y limpio.

Es más cómodo ignorar un problema que enfrentarse a él. Hasta que la gangrena supura y los remedios se pudren o deterioran. Ha pasado demasiadas veces a lo largo de la historia, la pasada y la venidera. Lleva tal constatación largo tiempo instalada en la inconsciente actualidad que empaña el entendimiento, que diluye la razón mientras aliña los restos con basura mediática y plenitud inconsciente.

Fue ese miedo a lo desconocido una de las causas principales del nacimiento de las religiones: el desasosiego que produce el misterio o lo que no conocemos, lo que tememos, lo que no controlamos y, sobre todo, aquellos elementos primigenios (el aire, el agua, la tierra, el fuego) que no supo la humanidad domeñar en el pasado ni tampoco sabe ahora cómo controlar más allá de poner capas de hormigón o losetas, o una vela al santo, aunque sea laico y causante de secreciones gástricas, científicas o académicas que no dejan de ser términos con defecaciones prácticas o dialécticas similares.

Antiguamente se echaba mano del ameno y sufrido panteón mítico de múltiples dioses, uno por actividad, neura o fatalidad, para neutralizar el temor, la maldad o el miedo. Fuese mesopotámico, egipcio o hindú, o la divertida apoteosis politeísta griega y romana escanciada con Zeus, Bacos y Saturnos, Saturnales, Juvenales y otras juergas ancestrales, todos trasuntos del desasosiego de algún asunto o debilidad; fuese inundación, sequía, libido o el definitivamente yermo de tridente, huérfano, celulítico y apocopado dios Neptuno, antaño dueño y señor del mar, hoy mero realquilado en puerto pesquero lleno de porquería, suciedad, raspas no solo científicas y asquerosidad ideológica e intelectual.

Había dioses a la carta a cual más de andar por casa, reflejo todos ellos de las debilidades humanas y la jocosa grandeza divina de entonces. Para poner orden entre tanto cachondeo idolatrado apareció el fugaz dios de Akhenatón, el disco solar, Atón, probablemente el primer monoteísmo de la historia. Duró lo mismo que su mentor. Era muy aburrido y tosco comparado con Isis, Osiris o el inconmensurable Amón que restauró Tutankamón.

No digamos los dioses humanos y casi mortales de griegos y romanos posteriores, felices antepasados nuestros, que no de la Merkel; así se arrastra su mente, no precisamente sobrada de espíritu conciliatorio ni de sentido del humor tolerante con las bajezas humanas, que son las suyas, aunque con distinto collar y raciocinio más limitado, por levitar cuadriculado.

A cambio de tal ignorancia intransigente mejora la dama su peculio tribal aunque sea torticero y por poco tiempo, hasta que el abrevadero sur europeo deje de manar y la triste fantasía financiera que mantiene levitando la ilusión de prosperidad se dé de bruces contra la terca realidad, hasta que la montaña de deuda mal otorgada y peor devengada fulmine Europa entera.

Dioses tales que el cristianismo trituró de mala manera. Había aparecido antes Yahvé y sus otras secuelas, fuese el judaísmo o posteriormente la religión musulmana. Zoroastro se iba jubilando ya, grandiosa Persia, desgraciada Irán. Buda, Confucio o Tao desfilaban y siguen militando en división no menor al ser filosofía más que enjundia sagrada o quizás divina.

Hasta tal advenimiento el ser humano se mataba por cualquier asunto menos por la religión, el credo o los pensamientos más puros que se convertían así en impuros, es decir, en catetos.

Desde entonces, cada Dios monoteísta ha pugnado durante siglos por desbancar a palos al competidor, fuese mediante cruzada o guerra santa para camuflar el doble objetivo final: dinero e ignorancia para amordazar sabiduría, libertad y conciencia. Hasta hoy. Los dioses vuelven a competir por lo de siempre, la codicia, ya sin ningún pudor al haberlo elevado a los altares nobelados, no de la razón, ni siquiera de la ciencia, tan sólo del caos y de la estulticia académica.

Muchos dioses modernos, simplemente obscenos con el fin de acaparar poder y seguir adorando el becerro de oro, tienen forma de nacionalismos u otros fundamentalismos de corte 'neo lo que sea' sibilinamente autoritarios, intransigentes pero, sobre todo, rústicos y analfabetos, aldeanos o temerosos de dios desconocido, que pugnan por llenar el bolsillo y apuntalar la inconsciencia de los adeptos más fanáticos, mientras los demás, pobres desconsolados, se hunden en la resignación que jamás se convertirá, esperemos, en la perenne ignominia que monopolizan férreamente los primeros.

Autoritarismos sibilinos propinados con guante de seda, con envoltorio financiero sofisticado y barniz democrático, que pugnan por imponer sus propias pedradas mentales engrasadas por el vil metal: bien sea un credo, un idioma imperfecto, bárbaras costumbres supuestamente ancestrales que enmascaran auténticas animaladas como la ablación, los aldeanismos más primitivos, mesiánicos e intransigentes a causa de su patética superioridad sobre el menospreciado vecino inferior, vago e indolente, o ideologías disfrazadas en ciencia acienciada que justifique la eterna codicia, aquí, o en cualquier otro lugar, sobre todo el de aquellos que pugnan por secuestrar la razón y la sabiduría mediante avanzada productividad científica provocadora de trabajo menguante, empleo precario y más desolación biológica y natural.

A lo largo de los tiempos, las sociedades sobrevivían como podían al albur de los elementos, de las estaciones y las invasiones, como ahora de nuevo, aunque sea menos cruento pero más letal, al aniquilar la educación, la tolerancia, la crítica y el discernimiento. Sea estrangulando la capacidad de pensar en el colegio, la crítica en la universidad o la disolución intelectual por falta de debate y de elevado mojón. O la invasión silenciosa en forma de globalización mal perpetrada, la misma que está carcomiendo los cimientos de las democracias occidentales, algo más que la pura cuestión económica.

Que se permite graciosamente abominar del denostado cambio climático que no se palpa ni existe, la contaminación que nos negamos a constatar, el deterioro generalizado del medioambiente, la mierda que acumulan los océanos y sus costas, la pérdida de biodiversidad o la pobreza infligida al que pugna por vivir dignamente sin excesos denigrantes ni sofisticada vida moderna circulando en coche por quebrada radial.

Fenómenos molestos que nos resistimos a aceptar, a identificar los problemas y los desafíos que nos acechan y que vendrán, menos a reconocerlos y, por lo tanto, a actuar. Ojos que no ven corazón que no siente clama en desconsolado desierto digital el olvidado refrán de grandiosa literatura que ya no se lee ni se estudia porque obliga a pensar. Ya se penará.

Hoy los dioses que dan cobertura a tal inconsciencia son otros: el consumo, las teorías económicas obscenas que imponen un delirante sinvivir al adorar sin reservas el obsceno dios productividad, el derecho a una vida mejor que a menudo no es tal, que al trotar en la inconsciencia obliga a la mente a dejar de meditar, o la igualdad más desigual al enrasar por abajo, al cercenar la capacidad de aquellos que podrían iluminar los desperdicios intelectuales dominantes a causa de la ineducación galopante en marcha, aquella que forma para depredar y producir en vez de razonar, vivir, gozar y pensar.

Puestos a escoger, me quedaba con los dioses paganos de siempre, cuando en épocas de pensamiento tolerante la diversidad de oferta cívica y la competencia pagana dejaba al consumidor escoger libremente sus propios traumas, cuando se fomentaba la competencia entre dioses, la oferta a la baja de consuelo divino con rebajas y saldos en determinadas fechas del año, como cuando Saturnales, la llama olímpica clásica y otras treguas ancestrales se proclamaban. Parece que los monopolios monoteístas no son más beneficiosos para el entendimiento, el ahorro y la diversión que los oligopolios económicos tradicionales.  

La globalización a la manera clásica permitió la importación y exportación libre de cultos entre civilizaciones, cambiándolos tan sólo de nombre, dando los antiguos lecciones de tolerancia y de civismo que las nuevas religiones de cerviz acienciada, mediáticas, laicas, pero en todo caso inconscientemente intransigentes, por no mentar las monoteístas que claman por alcanzar dignidad sin pederastia, no permiten hoy.

Dejando a un lado las grandes religiones actuales, no hacía falta tanto recorrido tecnológico para acabar adorando miserablemente al dios único que tanto desasosiego crea a lo largo y ancho de este mundo a causa de su mal uso: el sacralizado dios consumo que pretende propulsar un crecimiento económico imposible, implorando mayor depredación inconsciente como única religión válida con sus hipótesis religiosas, perdón, académicas, que se empeñan en esquilmar este planeta, cercenar la convivencia y destruir la ya malhadada civilización occidental que se arrastra en tropel hacia una decadencia inevitable que será de lo más triste y menguante.

La filosofía ha dejado de manar secuestrada entre ignorancia y otras pestilencias a causa de las prédicas en púlpito académico que los druidas inquisitoriales adoradores del crecimiento infinito a la recalcitrante manera actual se empeñan en perpetrar. Las secreciones envueltas en sectarismo que supura la inconsciencia humana han recluido la inteligencia en las entrañas de los reflejos corpóreos más básicos, rastreros, livianos, consumistas y, en definitiva, inconscientes en su recurrencia.

¡Cómo ha podido caer tan bajo el discernimiento humano envuelto en infinita tecnología global, supuesta que no cierta, ni siquiera cabal! Ojalá Pessoa levantara de nuevo el vaso de consciente tintorro desasosegado, y la cabeza además, y brindara mientras contempla humillado el exceso de inconsciencia acrecentada, mientras testifica tanta incongruencia desasosegada, tanta maldad inconsciente y banal.

“La conciencia de la inconsciencia de la vida es el mayor martirio impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes –resplandores del espíritu, corrientes del entendimiento, misterios y filosofías– que tienen el mismo automatismo que los reflejos corpóreos, que la gestión que el hígado y los riñones hacen de sus secreciones”. - Fernando Pessoa