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Juan Manuel López-Zafra

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El próximo miércoles 15 se cumplen 41 años de la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro por parte de Richard Nixon y de que

El próximo miércoles 15 se cumplen 41 años de la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro por parte de Richard Nixon y de que se diese al traste con los acuerdos de Bretton Woods. Ese hecho, junto con la creciente capacidad de los bancos para fraccionar sus reservas y la omnipresencia de los bancos centrales fijando arbitrariamente el precio del dinero (como si un precio se pudiese fijar), está en la base reciente de todas las burbujas que desde entonces han sido, y que si no le ponemos remedio seguirán siendo.

Viene a cuento este primer aniversario por la crítica constante que desde una buena parte del pensamiento económico y desde una mayoría de la sociedad reciben las propuestas que algunos economistas efectuamos en pro de la austeridad. Entiéndase en ese sentido austeridad en el que lo entiende la doctrina económica tradicional, esto es, en forma no ya de contención del gasto público sino de efectiva reducción del mismo mediante la eliminación de todo tipo de subsidios, subvenciones e intervenciones en la actividad económica de un país, que no hacen sino distorsionar la realidad y cubrirla con un manto de ilusión que se retira, en algún momento como el actual, con toda su crudeza. Nada que ver con austeridad es lo que suponen las subidas reiteradas de todo tipo de impuestos como las promovidas por nuestro gobierno, que como he dicho en ocasiones anteriores no hacen sino provocar la austeridad de  los ciudadanos, y no de las administraciones públicas. De la austeridad real he hablado aquí en ocasiones anteriores citando ejemplos actuales, por lo que ahora me centraré en un ejemplo histórico de salida de la crisis mediante ese tipo de políticas.

El 3 de agosto se han cumplido 89 años del fallecimiento de Warren G. Harding, 29º Presidente de los EEUU; estuvo al frente del país desde el  4 de marzo de 1921 hasta la fecha de su muerte. No puede decirse que fuese un dechado de virtudes liberales (su política de “EEUU primero” trató de prohibir el flujo de inmigrantes que llegaban a su país), pero no viene mal recordar qué decisiones tomó en lo que a la reducción de la dimensión de la Administración pública norteamericana se refiere, en un contexto muy complicado, y las consecuencias que tuvieron.

La política de expansión de la masa monetaria llevada a cabo por la Reserva Federal durante la Primera Guerra Mundial finalizó con la consiguiente subida de tipos tratando de frenar la inflación, que se había disparado por encima del 16%. En 1921 la producción industrial cayó un más de 20%; el desempleo creció desde los 2.1 millones de trabajadores ese año a los 4.9 millones el año siguiente, alrededor de un 12% de la población activa. La contracción económica fue brutal, cayendo la tasa de inflación a valores negativos en 1921 (alrededor del -10%). En una situación como esa, ¿qué respuesta podríamos esperar hoy en día? La conocemos, la escuela keynesiana la promueve de forma constante por todas partes: aumento del gasto público, crecimiento, políticas activas de empleo, mayor intervención del Estado en las decisiones económicas. Exactamente lo contrario que hizo Harding.

El gasto público pasó de 6300 millones de dólares en 1920 a 5000 millones en 1921 y a 3300 en 1922. Todos los impuestos (todos) se redujeron, pues las menores necesidades de las administraciones hacían absurdo mantener tales niveles recaudatorios; de esta forma, los norteamericanos pudieron disponer de mayor liquidez y dedicar su dinero tanto a inversión como a gasto. Lejos de crecer por la falta de subvenciones públicas y de políticas activas de empleo, el paro se redujo a niveles inferiores al 5% hasta la Gran Depresión de 1929. La producción industrial creció inmediatamente y, como señaló Benjamin Anderson (un ejemplo de economista en la tradición de von Mises y sin embargo muy anterior a la llegada de éste a los EEUU), “hemos enjugado nuestras pérdidas, ajustado nuestra estructura financiera, soportado la depresión y en agosto de 1921 hemos retomado la ruta del crecimiento (…) consecuencia de una reestructuración de nuestros problemas de crédito, una reducción draconiana de los costes de producción y el libre juego de la empresa privada. No lo hemos logrado a partir de políticas gubernamentales de subvención a la empresa.”

Coincido plenamente con J.M. Ridao quien, en la entrada de su artículo del pasado día 8 en El País (Los perros de Nizan), afirmaba que “Traicionan al ser humano aquellos economistas que (…) se desentienden de sus efectos devastadores, del paro y de la miseria.” Efectivamente, todas las políticas de crecimiento empleadas en los últimos 40 años no han hecho otra cosa que crear falsos ciclos expansivos que irremediablemente no han conducido a otra cosa que, en sus dramáticos finales, incrementar el paro y la miseria. Aunque bien es cierto que él lo achacaba a quienes “preconizan una política de austeridad a ultranza para combatir la crisis del euro.” No señor, ahí se equivoca. No acuse de traición a quienes preconizamos la responsabilidad del Estado y no exija resultados a políticas que aún no se han llevado efecto en la eurozona y que, cuando lo están haciendo (caso de Grecia), no pueden juzgarse en un plazo de dos años después de la devastación keynesiana de los últimos cuarenta, responsable de la crisis actual. Quizá la traición a los principios morales de la economía, que los tiene, haya que buscarla en otras escuelas de pensamiento.

El próximo miércoles 15 se cumplen 41 años de la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro por parte de Richard Nixon y de que se diese al traste con los acuerdos de Bretton Woods. Ese hecho, junto con la creciente capacidad de los bancos para fraccionar sus reservas y la omnipresencia de los bancos centrales fijando arbitrariamente el precio del dinero (como si un precio se pudiese fijar), está en la base reciente de todas las burbujas que desde entonces han sido, y que si no le ponemos remedio seguirán siendo.