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Eva Valle

Competencia (im)perfecta

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El coronavirus y el Euromillón

Con el coronavirus pasa algo parecido al Euromillón, pero al revés. Si lo pensamos fríamente, la probabilidad de contagio y de un desenlace fatal es muy, muy reducida

Foto: Dispositivo por coronavirus en Logroño. (EFE)
Dispositivo por coronavirus en Logroño. (EFE)

El sábado pasado, a la hora de comer, me acerqué, con mi hija de ocho años, a uno de esos establecimientos chinos que tienen de todo y siempre están abiertos. Necesitaba un bolígrafo verde para su tarea del cole. Algo habitual. Y, sin embargo, nuestra sorpresa llegó cuando, al pagar, nos atendió un dependiente protegido con máscara y guantes, detrás de una mampara. Eso era una novedad. Y se completaba con un cartel que explicaba que todo aquello era para proteger a los clientes del establecimiento.

Lo anterior no es más que una muestra de la irracionalidad en que nos ha sumido la epidemia del coronavirus. Una irracionalidad que es consecuencia directa de la incapacidad del ser humano de tomar decisiones fundadas y sensatas, en contextos de incertidumbre, en los que la probabilidad de que algo suceda es baja, pero en los que, simultáneamente, percibimos que las consecuencias de ese suceso tienen un impacto importante sobre nuestras vidas.

Foto: La ministra de Defensa, Margarita Robles. (EFE)

Así, por ejemplo, la probabilidad de que nos toque el Euromillón es ridícula; pero, claro, si nos toca, el premio es insuperable. En este contexto, nos comportamos de forma irracional y nos jugamos, una o varias veces por semana, los dos euros que cuesta cada apuesta. Y lo hacemos sin calcular —o sin querer hacerlo— si esa cantidad no resulta excesiva para la recompensa que obtendremos. Recompensa que, para la mayoría de nosotros, es cero, semana tras semana. Y sin embargo, pagamos gustosamente, y en exceso, por tener esa ilusión de que podremos ser millonarios.

Con el coronavirus pasa algo parecido, pero al revés. Si lo pensamos fríamente, la probabilidad de contagio y, más aún, de que ese contagio tenga un desenlace fatal para nosotros es, en la mayoría de los casos, muy, muy reducida. Más aún si tenemos en cuenta que lo más probable es que haya muchos casos de contagio que no han sido registrados, bien por no tener síntomas, bien por tenerlos tan leves que pasan por un simple catarro. Y ello supondría una incidencia menor del virus y, por tanto, una probabilidad aún menor, en la mayoría de los casos, de que ello derive en un resultado muy adverso. Pero, a pesar de ello, incurrimos en todo tipo de comportamientos que nos hacen sentir más seguros y defendidos por absurdos, egoístas o inútiles que estos, desde un análisis más objetivo, pudieran parecer. O, dicho de otra forma, ante una elevada incertidumbre, cómo nos sentimos o el miedo que tengamos incide en cómo percibimos la probabilidad de que algo ocurra y nos lleva a actuar en consecuencia, según nuestros instintos.

Así, al igual que los mercados financieros reaccionan con ventas masivas que hunden los precios de los valores, en los individuos se producen esos comportamientos que estamos viendo estos días, como el atesoramiento de provisiones; el agotamiento en los supermercados de productos como las mascarillas protectoras o los geles desinfectantes, pero también, de forma mucho más sorprendente, de otros, como el papel higiénico; de segregación y rechazo de determinados colectivos y establecimientos por asociarlos, sin ningún fundamento, con una mayor probabilidad de contagio; de anular vacaciones a cualquier parte del mundo; de dejar de hacer nuestra vida habitual, en definitiva, por poner algunos ejemplos.

El problema de todo esto es que, a diferencia de lo que ocurre con el Euromillón, en el caso del coronavirus, esta forma de actuar irracionalmente del ser humano en determinadas circunstancias se está produciendo de forma masiva y con efectos negativos directos sobre la economía y, por tanto, sobre todos nosotros.

Se trata de lo que se conoce como un comportamiento de manada. Esto es, una actuación similar y simultánea de muchos individuos sin que exista una coordinación expresa entre ellos. Este comportamiento de manada, especialmente en un contexto de miedo irracional, se agrava en un mundo como el actual, fuertemente interconectado e interrelacionado. Ello, por un lado, nos hace conocer al instante lo que sucede en nuestras antípodas a partir de información —más o menos veraz y/o contradictoria— que se transmite de forma viralizada a través de múltiples canales. Además, por otro lado, la fuerte interrelación global nos hace tener la sensación de que eso que nos genera pánico nos puede afectar tan rápidamente como nos llega la información. Es decir, acentúa aún más nuestra percepción de que la probabilidad de vernos afectados por una situación indeseada —la infección por coronavirus, en este caso— es mucho mayor y con peores consecuencias. Y, por tanto, la interconexión acentúa la intensidad con que desarrollamos comportamientos como los descritos y también su número que, al ser tan globales, tienen consecuencias, en este caso económicas, de magnitud difícilmente predecible.

Lo anterior no quiere decir que no debamos adoptar precauciones. Ni que las autoridades no deban actuar de forma contundente para evitar los contagios de un virus aún desconocido en muchos aspectos. Sin duda, evitar el contagio es prioritario. Y ello puede requerir tomar medidas excepcionales, especialmente en determinadas circunstancias y colectivos. Pero, simultáneamente, desde los gobiernos y las instituciones es necesario ser conscientes de la mayor complejidad que supone gestionar esta situación en un mundo fuertemente interrelacionado y globalizado.

En este contexto, la prudencia, la mesura, la credibilidad y la coherencia de las medidas que se adopten y de su comunicación pueden contribuir a frenar los miedos y los comportamientos irracionales. Adicionalmente, cierta coordinación y coherencia en la valoración de los escenarios, las posibles medidas y sus consecuencias, al menos a nivel europeo, tendría también un importante efecto mitigador de temores infundados. Todo ello, como forma de contener el contagio, pero también de minimizar, al menos en un primer momento, los efectos económicos de una crisis sanitaria que está poniendo en jaque la economía global.

El sábado pasado, a la hora de comer, me acerqué, con mi hija de ocho años, a uno de esos establecimientos chinos que tienen de todo y siempre están abiertos. Necesitaba un bolígrafo verde para su tarea del cole. Algo habitual. Y, sin embargo, nuestra sorpresa llegó cuando, al pagar, nos atendió un dependiente protegido con máscara y guantes, detrás de una mampara. Eso era una novedad. Y se completaba con un cartel que explicaba que todo aquello era para proteger a los clientes del establecimiento.

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