Competencia (im)perfecta
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La estrategia de China: la nueva ruta de la seda
El impresionante ascenso de China no ha sido algo casual. Ha respondido a una política consciente y cuidadosamente diseñada por sus autoridades casi sin llamar la atención
El aumento del peso y de la influencia de China en la economía global en los últimos 30 años es algo incuestionable. Su ritmo de crecimiento, a tasas próximas o superiores al 10% en gran parte de ese periodo, ha llevado su economía a pasar de representar el 4% del PIB mundial en 2001, el año de su entrada en la OMC, al actual 15,8%, situándose, así, muy cerca de las dos principales áreas occidentales, Estados Unidos y la Unión Europea, que han perdido peso de forma importante. Así, en el mismo periodo, el PIB de Estados Unidos ha pasado de suponer el 31,7% del PIB mundial al 23,9%, y el de la Unión Europa, del 27% al 21,9%. El resto del mundo, en su conjunto, se ha mantenido estable o ha aumentado ligeramente.
El impresionante ascenso de China no ha sido algo casual. Ha respondido a una política consciente y cuidadosamente diseñada por sus autoridades que, hasta hace relativamente poco tiempo, han conseguido llevar a cabo sin alarmar en exceso. Sin embargo, el cada vez mayor peso de China, su influencia creciente y su capacidad —e intención declarada— de convertirse en una potencia tecnológica mundial empiezan a preocupar en Occidente.
Efectivamente, China lleva años abriendo gradualmente su economía al exterior y tejiendo una densa red de alianzas y relaciones comerciales con todo el mundo y, en especial, con los países de su región. Gracias a ello y también, fundamentalmente, a una mano de obra barata, hoy, China es pieza fundamental de las llamadas cadenas globales de valor. Es decir, de la fragmentación internacional de la producción de los bienes industriales que hace que los países se especialicen en fases concretas de los procesos productivos. Ello requiere importar bienes intermedios o componentes para poder exportar bienes intermedios o finales, una vez se les ha aportado valor adicional. La vinculación del comercio internacional y la producción industrial es, por tanto, indudable.
Y es en ese contexto en el que cobra sentido la estrategia de las autoridades chinas de ampliar sus mercados de productos intermedios y finales, de aumentar su acceso a recursos de todo tipo, entre ellos, energía o minerales, y de avanzar en la cadena de valor, produciendo, y exportando, productos de más valor añadido y contenido tecnológico —que, de forma creciente, empieza a ser propio y no únicamente adquirido—.
Una pieza esencial dentro de esa estrategia es la iniciativa de la franja y la ruta, también conocida como la nueva ruta de la seda, que lanzó el presidente Xi Jinping en 2013.
Con el objetivo de mejorar la conectividad y la cooperación en ámbitos como las infraestructuras, el comercio, la inversión o el intercambio de personas entre los participantes en la misma, China pretende crear vínculos reforzados con sus socios comerciales y aprovechar así las ventajas que le otorgaría un mercado potencial con un tamaño y escala no comparables al europeo o al norteamericano. Un mercado en el que vender sus productos, del que obtener 'inputs' y bienes intermedios para sus procesos productivos y al que, quizá, deslocalizar parte de su industria, la más contaminante, y mejorar así la calidad del aire de sus ciudades, algo que la población china demanda de forma creciente.
La iniciativa está centrada, fundamentalmente, en la construcción de infraestructuras: puertos, vías ferroviarias, aeropuertos, infraestructuras energéticas, tanto de redes como de plantas de generación, o parques industriales. Y ello, a lo largo de dos tipos de rutas: una terrestre, con seis corredores que parten de China y llegan a lugares tan dispares como el sudeste asiático, Pakistán, Europa, India, Asia Central o Rusia; y una marítima, conectando con puntos tan alejados como, por ejemplo, Panamá, Etiopía, Nueva Zelanda, Marruecos o Indonesia.
China ha puesto en marcha un plan centrado en el desarrollo de infraestructuras para generar seis corredores comerciales que conectan con el mundo
En este sentido, la iniciativa contribuye a superar el cuello de botella que la carencia de infraestructuras supone para el comercio y la prosperidad futura de la región. En 2017, el Banco Asiático de Desarrollo cuantificó esta carencia en 26 billones de dólares. Y aunque las cifras en torno al tamaño de la iniciativa son muy confusas y su rango excesivamente amplio, ya que carecen de precisión temporal y geográfica, su tamaño no es despreciable. Según los cálculos del Banco Mundial, teniendo en cuenta proyectos ya realizados, proyectos en ejecución y proyectos futuros, con algún tipo de respaldo oficial, las inversiones previstas por la iniciativa, en unos 70 países, alcanzarían un volumen de unos 575.000 millones de dólares hasta el año 2030.
A medio y largo plazo, la reducción del tiempo de transporte derivado de la mejora de las infraestructuras aumentará el comercio y la inversión en los países participantes, pero también a nivel global. Según el Banco Mundial, el aumento del volumen global de exportaciones en 2030, si se materializan todas las inversiones previstas, será de entre un 1,7% y un 6,3%, y de entre un 4,1% y un 7,1% el del comercio entre las economías participantes en la iniciativa. El efecto será mayor cuanto más se potencien las cadenas globales y regionales de valor, porque ello generará una mayor especialización de los países, lo que, a su vez, potencia los intercambios.
Del incremento del comercio se beneficiarán todas las economías participantes, aunque con importantes diferencias. Serán las economías del sur y del este de Asia y del Pacífico las que más aumenten sus exportaciones al resto del mundo. Y será el este de Asia y el Pacífico, gracias fundamentalmente a China, la única zona que aumentará tanto sus exportaciones como sus importaciones con todas las demás zonas geográficas en las que puede dividirse la iniciativa.
Pero, además, para China, la masiva construcción de infraestructuras prevista tendrá un efecto positivo ya a corto plazo: le permitirá dar salida a su exceso de capacidad, por ejemplo, en sectores como el acero o el aluminio y dar actividad a sus grandes empresas públicas sobredimensionadas para las necesidades del mercado chino.
La iniciativa, sin embargo, no está exenta de críticas. La principal de ellas es su falta de transparencia, que afecta, por ejemplo, al número, tamaño, relevancia y análisis de los proyectos o de los riesgos asociados a los mismos. Pero también afecta al papel de las empresas estatales chinas, de su Gobierno y al origen, cuantía y condiciones de la financiación necesaria para la construcción, que, en su mayor parte, procede de los bancos estatales o de desarrollo chinos.
Y es que la iniciativa tiene lugar en un contexto de aumento del endeudamiento de muchos de los países en los que deben ser construidas las infraestructuras, emergentes y de rentas bajas; en muchas ocasiones, el tamaño de los proyectos es excesivo en relación con el PIB de los países en que estos se construyen; el 'rating' soberano de los destinatarios de la financiación es, en muchos casos, pobre o inexistente, y se desconoce cuál es el reparto del riesgo entre prestamista y prestatario, así como las condiciones y cuantía de la misma. Todo ello hace que la iniciativa plantee dudas sobre su efecto en la sostenibilidad fiscal de los países beneficiarios, en el volumen de deuda que con ellos está asumiendo China y en las consecuencias que ello puede tener incluso desde un punto de vista geoestratégico.
La iniciativa de la franja y de la ruta se ve complementada por otra, la llamada Made in China 2025, que está concebida para colocar China en el liderazgo tecnológico mundial, de forma que pueda avanzar en la cadena de valor de sus exportaciones y deslocalizar a los países de la iniciativa las de menor valor añadido.
En definitiva, la iniciativa de la franja y de la ruta es, sin duda, la más ambiciosa lanzada por China en su estrategia de apertura y, además, es el marco de referencia de sus relaciones económicas con más de la mitad de los países del mundo. Sin embargo, esta iniciativa, al igual que ocurre con la primera fase del acuerdo comercial entre Estados Unidos y China, nos aleja un poco más de las reglas del multilateralismo que nos dimos al acabar la Segunda Guerra Mundial, y nos acerca más a un esquema de zonas de influencia cuyas implicaciones aún están por ver.
El aumento del peso y de la influencia de China en la economía global en los últimos 30 años es algo incuestionable. Su ritmo de crecimiento, a tasas próximas o superiores al 10% en gran parte de ese periodo, ha llevado su economía a pasar de representar el 4% del PIB mundial en 2001, el año de su entrada en la OMC, al actual 15,8%, situándose, así, muy cerca de las dos principales áreas occidentales, Estados Unidos y la Unión Europea, que han perdido peso de forma importante. Así, en el mismo periodo, el PIB de Estados Unidos ha pasado de suponer el 31,7% del PIB mundial al 23,9%, y el de la Unión Europa, del 27% al 21,9%. El resto del mundo, en su conjunto, se ha mantenido estable o ha aumentado ligeramente.