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La inflación de los vocablos
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El Análisis de Sintetia

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La inflación de los vocablos

En una pequeña ciudad del norte de España, corrían los años 50 y la industrialización y las oportunidades comerciales atraían a miles de inmigrantes del campo

En una pequeña ciudad del norte de España, corrían los años 50 y la industrialización y las oportunidades comerciales atraían a miles de inmigrantes del campo e incluso de otras regiones. Un padre de familia, superviviente y comerciante, quería ampliar su negocio, una tienda-bar en la que servía de todo. Quiso dar un paso más y compró 300 gallinas. Las eligió blancas y pequeñas porque comían poco, cabían más en el gallinero y pondrían muchos huevos que después vendería en el mercado.

Pero en cuanto hubo obtenido su primera remesa de huevos e intentó venderlos en el mercado de la ciudad, no logró vender ninguno. Las gallinas blancas ponían huevos blancos. Y justo en el mercado se dio cuenta de que la gente no compraba huevos blancos: los prefería marrones. El fracaso había sido estrepitoso. Tras un importante desembolso, tenía un producto que nadie quería a pesar de que no había diferencia en el sabor ni en propiedades nutricionales, sólo en el color. Pero la cuestión es que el color blanco en los huevos estaba asociado a 'pobreza'. Al ser las gallinas blancas más pequeñas, comer menos grano y poner más huevos, estaban en todas las aldeas. Pero los nuevos habitantes de la ciudad habían llegado allí huyendo de la vida rural, y demandaban huevos marrones, evitando cualquier detalle que recordara su anterior privación. Y así fueron desapareciendo del mercado los huevos blancos.

El comerciante de nuestra historia estaba abatido: era muy duro comprender este absurdo mecanismo una vez realizada la inversión. Pero, comentando su problema en el bar, un viejo del lugar aportó una solución. Le explicó que si los sumergía durante dos horas en un recipiente con achicoria, los huevos blancos se convertirían en marrones. Lo que hoy es habitual en la industria alimenticia, el colorante, era percibido entonces como una extraña solución. Tras múltiples pruebas de sabor y de cocción -para asegurarse que no perdían el color al hervirse- y tras asegurarse de que no había ningún problema con sus “nuevos” huevos, comenzó a colorearlos en masa. Corrió la voz de que había logrado intercambiar sus gallinas y consiguió vender todos los huevos cada semana sin mayores problemas, recuperando su inversión y obteniendo ganancias. Los compradores estaban encantados con la calidad de sus huevos y ya no los rechazaban al no tener el estigma de ser blancos.

A través de esta 'pequeña' anécdota de mi abuelo -porque sí, el hombre de la historia era mi abuelo y la historia es completamente real-, me gustaría comenzar extrayendo tres lecciones inmediatas que a veces podemos olvidar, obcecados con la pasmosa brillantez de nuestra idea inicial:

1.- En el mundo de los negocios, invertir primero antes de experimentar con los clientes puede traer algún que otro disgusto. Hoy es cada vez es más barato y fácil contactar con los clientes y tantear tu producto sin realizar un gran desembolso inicial.

2.- Las soluciones no suelen venir a tu mente por ciencia infusa. Para sobreponerse a un problema, a menudo hay que hablar, cooperar y escuchar, usando todos los recursos intelectuales a tu disposición para encontrar soluciones rápidas y baratas ante problemas continuos.

3.- Si no tienes un buen producto, no tienes nada por mucha publicidad que hagas. Y tener un producto quiere decir que hay alguien, el cliente, al que le gusta lo que le ofreces, cómo se lo ofreces y que tiene una disposición a pagar por ello. Y sí, los deseos de la gente siguen a menudo extraños patrones sin razones aparentemente objetivas, pero reflejan una realidad que podemos no percibir mediante la mera observación. Un comportamiento 'absurdo' no es aquel que no tiene explicación, sino aquel para el cual no conocemos explicación alguna.

La inflación de los vocablos

Pero, más allá de algunas enseñanzas básicas que nunca conviene olvidar, la historia nos permite también hablar de forma distendida sobre un problema que asola la realidad actual del mundo de la economía: la inflación de los vocablos. Una exuberancia descriptiva que tiende a oscurecer la sencilla realidad bajo un manto de palabras y expresiones hace dos días inexistentes.

La perversión del lenguaje, que crea barreras y esconde los verdaderos propósitos, se extiende como una plaga aprovechando el pretendido oscurantismo de unos conceptos que a menudo pueden expresarse en términos bastante llanos

¿Cómo explicaría hoy la historia de los huevos un gurú adicto a 'la inflación de vocablos'? Para empezar, hay una gran probabilidad de que ese gurú se defina en Twitter o LinkedIn como serial enterpreneur, experto en management, innovación y lean startup. Tras semejante definición, habrían dicho a mi abuelo que:

1.- Has fracasado en tu intento de vender tu producto porque no has hecho previamente un "Iterative Evaluation Market”.

2.- Ha tenido suerte de poseer una mentalidad basada en la open innovation, llevando a cabo un proceso de design thinking para localizar el problema y crear los procesos necesarios para resolverlo aplicando una metodología Lean, la cual la ha evitado llevar a cabo grandes inversiones adicionales.

3.- Ha tenido la habilidad de realizar un marketing directo, conectando la empatía con los sentimientos de los clientes y aprovechando las posibilidades de un buen networking.

La perversión del lenguaje, que crea barreras y esconde los verdaderos propósitos, se extiende como una plaga aprovechando el pretendido oscurantismo de unos conceptos que a menudo pueden expresarse en términos bastante llanos. Mi abuelo, de haber confiado en uno de estos nuevos expertos, estaría abrumado al escuchar la nueva versión de su historia. No entendería nada y creería una de dos cosas: o bien que quien le aconseja sólo dice sandeces o bien que él mismo es un pobre ignorante agotado.

De la misma forma, cuando un presidente se dirige a los medios de comunicación a través de un televisor de plasma en un presente con la confianza quebrada, cuando un ministro de Hacienda habla de “medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas” o cuando se anuncia una “ley de desindexación”, los vocablos se retuercen tratando de ocultar lo evidente, creando una barrera en la que, el que se queda fuera, o bien pierde la confianza en uno mismo –“la culpa es mía, no entiendo nada”- o bien pierde la confianza de quien comunica –“¿me quiere tomar por tonto?”- .

Aferrarse a lo complejo y a la creación de barreras tiene, así, un coste importante. En un complejo litigio donde se dirimía una indemnización millonaria, tuvimos que elaborar un informe y hacer una exposición del mismo en el juicio. Muchos de los temas tratados eran bastante técnicos: teoría económica, estadística y matemáticas aplicadas al modelo de negocio en cuestión. Y aunque la evidencia estaba aplastantemente a favor de nuestro cliente y el resultado del juicio fue positivo, sufrimos lo indecible enfrentándonos a un inesperado contrincante: la gigantesca inflación de vocablos y maniobras de ocultación de la otra parte litigante. Dos de cada tres palabras eran tecnicismos, y el juez preguntaba cada poco. La respuesta habitual era: “Con mi larga experiencia y reputación […]” seguida de varios tecnicismos seguidos. Y este problema no es exclusivo de aquella sala, sino que es habitual a la hora de interpretar una norma, o de notificar a alguien alguna cuestión que se supone tiene que comprender bien (¿quién no ha tenido que leer, releer y dejar leer a un tercero una carta de Hacienda?). Lo mismo hacemos en ocasiones los economistas cuando queremos parecer que sabemos mucho y los demás son unos ignorantes.

La próxima vez que le digan que están preparando un “pitch deck” para acudir a un “elevator pitch” donde habrá especialistas en “venture capital” a los que tienes que explicar tu “canvas business model” y te pregunten por tu “burning rate mensual” piensa en lo que habría pensado de ello mi abuelo

El oscurantismo en la comunicación rara vez construye algo. Supone una barrera tan nociva como aquellas que se erigen para frenar la competencia; una barrera puede romper la comunicación entre las dos partes. Pero para ser un verdadero trabajador del conocimiento se necesitan, precisamente, muchas habilidades comunicativas y capacidad para transmitir ideas complejas. Capacidad, en definitiva, para simplificar la complejidad. Ante dos profesionales igualmente capacitados, siempre nos quedaremos y nos fijaremos en aquel que es capaz de explicar mejor sus ideas, sin usar tecnicismos y sin crear fronteras imaginarias entre las personas. No se fíe de quien crea barreras constantemente entre disciplinas ni en quien se escuda en expresiones de moda.

La próxima vez que le digan que están preparando un pitch deck para acudir a un elevator pitch donde habrá especialistas en venture capital a los que tienes que explicar tu canvas business model y te pregunten por tu burning rate mensual, piensa en lo que habría pensado de ello mi abuelo. Como dice Ken Segall “en un mundo en el que abunda la complejidad, los que defienden la simplicidad y la practican siempre destacan”.

¿No te ves reflejado? Un consejo final

Los comportamientos arriba definidos conforman sólo un estereotipo. Y, como tal, no creo que ningún lector se haya sentido identificado con el mismo. Es difícil verse a uno mismo como alguien que se escuda sistemáticamente tras un muro de tecnicismos o de expresiones anglófonas para señalizar sofisticación o para taparse las vergüenzas. Al leer este tipo de críticas, es habitual identificarse a uno mismo dentro del grupo contrario a lo que se critica. Pero un estereotipo es en cierto modo una reducción al absurdo de una serie de comportamientos en los que es difícil no caer de vez en cuando.

El objetivo de esta columna es, por lo tanto, llamar la atención sobre las ocasiones en las que uno mismo cae en este tipo de problemas de comunicación. El resultado de la inflación de vocablos y las barreras a la comunicación son siempre negativos: o bien impides a tu interlocutor comprender el tema que tratáis o bien provocas que este pierda su confianza en ti, convencido de que quieres dar un halo de complejidad a aquello que no lo tiene. Y ninguno de los dos resultados es positivo para la solución de un problema.

En una pequeña ciudad del norte de España, corrían los años 50 y la industrialización y las oportunidades comerciales atraían a miles de inmigrantes del campo e incluso de otras regiones. Un padre de familia, superviviente y comerciante, quería ampliar su negocio, una tienda-bar en la que servía de todo. Quiso dar un paso más y compró 300 gallinas. Las eligió blancas y pequeñas porque comían poco, cabían más en el gallinero y pondrían muchos huevos que después vendería en el mercado.