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La luz en el corazón de las tinieblas
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Ignacio de la Torre

El Observatorio del IE

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La luz en el corazón de las tinieblas

La investigación académica muestra que no existe una correlación entre los microcréditos y la erradicación inmediata de la pobreza. Sin embargo, también señala que la penetración de los microcréditos sí implica un mayor desarrollo humano

Foto: Vista general del mercado de Makola, en Accra, Ghana. (Reuters/Francis Kokoroko)
Vista general del mercado de Makola, en Accra, Ghana. (Reuters/Francis Kokoroko)
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Nuestro conductor, Jonas, había tenido una suerte relativa. Niño de familia humilde en un país pobre como Ghana, descubrió cómo, al aprender a hablar, presentaba un problema de tartamudez. Por tal pecado fue abandonado por sus padres a una edad temprana. La suerte relativa consistía en que se le abandonó al cuidado de una tía que vivía míseramente en la aldea. Otros niños con problemas eran arrojados al río para que se ahogaran, por eso su suerte era relativa. Jonas había salido adelante en la vida ganándose algo de dinero transportando a gente. Ahora poseía dos vehículos gracias a unos pequeños créditos que iba pagando mes a mes, y aunque el cierre del covid le generó un enorme vértigo, había sido capaz de salir adelante. Sus padres seguían vivos, aunque en condiciones miserables, y Jonas había respondido al infantil abandono ayudando a sus padres financieramente para sostenerlos.

Atravesamos las polvorientas, bulliciosas y paupérrimas calles de Accra. Llegamos a un pequeño establecimiento en una zona muy humilde. En un pequeño cubículo, tres personas habían montado una pequeña ONG que se dedicaba desde hacía tiempo a conferir microcréditos, sobre todo a mujeres muy, muy humildes. El promotor, Joseph, había hecho algo de dinero con un negocio de caucho, y había decidido reinvertir en esta actividad para proporcionar oportunidades a “los desfavorecidos”. El día siguiente nos llevó a conocer a los “clientes”, término con el que se refería a dichas mujeres. A la derecha de la carretera se abría una franja de tierra de unos 500 metros hasta llegar al mar. Me adentré en una zona de chabolas destartaladas y fui notando un intenso hedor.

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Entre tanta miseria, observé cómo me rodeaban multitud de pequeñas construcciones de cemento y madera donde se ahumaba pescado comprado durante la mañana. Los niños caminaban descalzos, alguno de ellos presentaba una barriga hinchada, síntoma de parásitos. En el interior, cerca de una casi invisible playa, conocí a Susan, una mujer de unos 55 años, que había subsistido comprando algo de pescado a primera hora en la playa para ahumarlo a media mañana y así poder venderlo en el mercado a medio día. El pescado se acumulaba crudo sobre la tierra, y poco a poco lo iba colocando sobre las tablillas humeantes. Susan había recibido varios microcréditos de la ONG de Joseph para poder comprar más ahumaderos, y aunque seguía viviendo en condiciones muy difíciles, ya contaba con seis, lo que le había permitido salir adelante.

Los créditos, inicialmente de unos 10-15 euros, aumentaban a medida que se iban repagando, hasta alcanzar máximos de unos 200 euros

Los créditos, inicialmente de unos 10-15 euros, aumentaban progresivamente a medida que se iban repagando, hasta alcanzar máximos de unos 200 euros. Se conferían a grupos de 5-6 mujeres, en los que una hacía de 'líder', lo que supone la interacción con la ONG que confiere los préstamos. Existe responsabilidad solidaria, si una no paga, responde el resto. Así se había conseguido mantener morosidades bajas, lo que permitía más canalización de crédito. Me despedí de Susan, de las mujeres que la rodeaban y de los paupérrimos niños entre sonrisas que podían esconder cierta amargura.

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Al otro lado de la carretera se alzaban las viviendas en las que moraba una parte de la gente que trabajaba en los ahumaderos. Las condiciones eran dantescas, aunque al menos había una lámpara en cada casa (en las zonas rurales, muchas casas son de adobe y no llega la luz eléctrica). No existía alcantarillado, y el pequeño río que separaba las barriadas era utilizado como estercolero, además de como baño, de forma que no se distinguían bien el río, la basura, las heces y la desembocadura hacia el mar. Hablamos con otra mujer, de mayor edad, quizá 60 años, que dormitaba en su pequeña tienda que daba a la calle. Vendía vestidos que ella diseñaba. Con los microcréditos, había podido invertir en tejido, lo que a su vez le había permitido salir adelante con su modesta tienda. Volviendo al río-estercolero, observé a cuatro personas sentadas tirando los dados. Me acerqué y, sonriéndome, me animaron a jugar con ellos al parchís. Sé que sus risas no se correspondían con la felicidad. Lo aprendí dolorosamente hace mucho. La alegría y la felicidad son distintas, y es muy difícil aspirar a una felicidad razonable entre condiciones tan miserables.

Volví mis pasos hacia el río-estercolero, que no dejaba de fascinarme, y tras observar cuatro flaquísimas vacas de cuernos rectos encerradas entre unos listones pasó una mujer con mercancía sobre su cabeza. En este caso, su mirada era profundamente inerte y desesperanzada.

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Soy consciente de que desde que Mohammed Yunus ideó los microcréditos en Bangladés en la década de los setenta, que su evolución ha sido muy dispar. También que la vida es una combinación de experiencias y de realidades. En general, la investigación académica muestra que no existe una correlación entre la penetración de los microcréditos y la erradicación inmediata de la pobreza. Sin embargo, también señala que la penetración de los microcréditos sí explica un mayor desarrollo humano. Por ejemplo, si una mujer utiliza a sus hijos pequeños en la agricultura, y mediante un microcrédito puede adquirir fertilizantes, sube la producción de su campo, lo que permite la escolarización de los niños. Eso es el desarrollo humano que analiza la ONU, que a medio plazo sí genera un impacto económico notable.

Una ONG jesuita utilizaba como lema 'educar es dar oportunidades'. La ONG de Joseph, 'proporcionar oportunidades a los desfavorecidos mediante el microcrédito'. Creo que muchos de nosotros llevamos un emprendedor dentro, pero no todos tenemos el acceso al crédito que puede hacer una realidad de las iniciativas que llevamos dentro. Ojalá que el ejemplo de Jonas, de Joseph o de Susan nos permita aprehender cómo las finanzas pueden servir para sembrar luminosas oportunidades, incluso en el corazón de las tinieblas.

Nuestro conductor, Jonas, había tenido una suerte relativa. Niño de familia humilde en un país pobre como Ghana, descubrió cómo, al aprender a hablar, presentaba un problema de tartamudez. Por tal pecado fue abandonado por sus padres a una edad temprana. La suerte relativa consistía en que se le abandonó al cuidado de una tía que vivía míseramente en la aldea. Otros niños con problemas eran arrojados al río para que se ahogaran, por eso su suerte era relativa. Jonas había salido adelante en la vida ganándose algo de dinero transportando a gente. Ahora poseía dos vehículos gracias a unos pequeños créditos que iba pagando mes a mes, y aunque el cierre del covid le generó un enorme vértigo, había sido capaz de salir adelante. Sus padres seguían vivos, aunque en condiciones miserables, y Jonas había respondido al infantil abandono ayudando a sus padres financieramente para sostenerlos.

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