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El final de todo

La corrosión moral que genera la prosperidad está íntimamente ligada a la historia de la destrucción de grandes civilizaciones

Foto: Detalle de un diaporama para recrear la toma de Constantinopla. (EFE/Iñaki Porto)
Detalle de un diaporama para recrear la toma de Constantinopla. (EFE/Iñaki Porto)
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Polibio narra cómo los romanos arrasaron Cartago en el 146 antes de Cristo tras tres años de asedio. Se calcula que la ciudad tenía entonces una población cercana a las 400.000 personas. La inmensa mayoría de los hombres fueron pasados a cuchillo (los legionarios tenían que trabajar en turnos para acometer tantas ejecuciones); las mujeres y los niños, vendidos como esclavos; y la ciudad, reducida a cenizas. Escipión Emiliano, general que dirigía a las tropas romanas, lloró al contemplar el incendio. Polibio le preguntó por qué lloraba si había vencido a la archienemiga de Roma. Escipión contestó: porque esto le ocurrirá algún día a Roma.

La caída de Cartago ocurrió en el mismo año en el que las legiones destruían Corinto y con ello, se aseguraban la conquista de Grecia. En realidad, la Grecia clásica cimentada por polis en las que algunos habitantes disfrutaban de ciertos derechos había sido a su vez laminada por los macedonios de Filipo II, padre de Alejandro Magno, tras la batalla de Queronea. Al morir Filipo, la otrora poderosa ciudad de Tebas se alzó en el 335 a. C. contra el joven Alejandro, esperando que otras polis la emularan. Alejandro movilizó a su enorme ejército y sitió la ciudad. Los tebanos hicieron una salida y presentaron cara a las falanges macedónicas. La derrota tebana fue absoluta. En represalia, Alejandro ordenó arrasar la ciudad, matando a la casi totalidad de hombres (unos 6.000), y vendiendo a mujeres y niños como esclavos (unos 30.000). La ciudad fue totalmente destruida a excepción de los templos y de la casa del poeta Píndaro, al que Alejandro admiraba.

La toma de Constantinopla, en mayo de 1453, por los turcos otomanos, y la de Tenochtitlán, actual Ciudad de México, por soldados castellanos y tlaxcaltecas, también presentan terribles paralelismos con las debacles acaecidas en Cartago y en Tebas. Posiblemente, la primera se saldó con unos 25.000 muertos, y la segunda, con entre 100.000 y 200.000. Las cuatro obliteraciones generaron enormes consecuencias geopolíticas.

El historiador norteamericano, Victor Davis Hanson explica profusamente la conquista de las cuatro ciudades en su reciente libro The End of Everything. Para el autor, la corrosión moral que genera la prosperidad está íntimamente ligada a la historia de la destrucción de grandes civilizaciones, idea que en su momento acuñó el historiador musulmán Ibn Jaldún, para explicar la caída de territorios del imperio romano en el Magreb a manos de vándalos y bereberes.

Foto: La caída del Imperio romano. (Thomas Cole, 1836) Opinión
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¿Qué factores presentan en común estas históricas destrucciones? Hanson señala varios. Por un lado, la negación de la evidencia: “Esto no puede pasarnos”. Tebanos, cartagineses, bizantinos y mexicas se negaron a contemplar la fatal realidad que les atenazaba: la destrucción definitiva de su civilización a manos de un enemigo superior. Por otro, la esperanza de que los pueblos aliados se alzarían en armas para defender a las ciudades asediadas, algo que no ocurrió. También, cierta esperanza en milagros e intervenciones divinas que haría cambiar el curso de la historia. Los griegos bizantinos, al contemplar la toma de las enormes murallas por parte de los jenízaros turcos, se refugiaron en Santa Sofía esperando la venida del arcángel San Miguel para cambiar el curso de la batalla. Los jenízaros entraron en la catedral, y la masacre de hombres, mujeres y niños generó un nivel de sangre que, según las crónicas, llegaba hasta las rodillas.

El resultado fue que importantísimas civilizaciones fueron aniquiladas en contra de las expectativas de sus incrédulos dirigentes. Lo que subyace en El final de todo es una reflexión sobre el final de las civilizaciones y en concreto sobre el futuro de Occidente. Las civilizaciones pueden caer por la decadencia que genera el paso del tiempo o bien por un shock violento. Roma se encontraba en su apogeo económico a finales del siglo IV, pero sometida a una gran crisis demográfica y quizás también a una fuerte falta de cohesión. El cambio climático había expulsado a los hunos de las estepas asiáticas unas décadas antes, presionando a los godos en la actual Polonia, de forma que estos se vieron obligados a cruzar las fronteras del Danubio en el 376. En pocos años derrotaron a las fuerzas imperiales, y en el 410 conquistaron Roma, haciéndose realidad la visión de Escipión.

Es verdad, con todo, que, si entonces se enfrentaban ricos imperios en decadencia contra pueblos menos avanzados, pero más cohesionados y con una potente demografía, esta vez la mayoría de las civilizaciones que quedan están afrontando un enorme declive demográfico. “La demografía es el destino”, afirmó Comte. Esperemos que no se trate de un destino tenebroso.

Polibio narra cómo los romanos arrasaron Cartago en el 146 antes de Cristo tras tres años de asedio. Se calcula que la ciudad tenía entonces una población cercana a las 400.000 personas. La inmensa mayoría de los hombres fueron pasados a cuchillo (los legionarios tenían que trabajar en turnos para acometer tantas ejecuciones); las mujeres y los niños, vendidos como esclavos; y la ciudad, reducida a cenizas. Escipión Emiliano, general que dirigía a las tropas romanas, lloró al contemplar el incendio. Polibio le preguntó por qué lloraba si había vencido a la archienemiga de Roma. Escipión contestó: porque esto le ocurrirá algún día a Roma.

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