El Teatro del Dinero
Por
Empeños y desempeños
Hay que ver cómo pasa el tiempo. Con qué rapidez brotes y suspiros se han convertido en una carrera contrarreloj para recobrar credibilidad y demostrar, bajo
Hay que ver cómo pasa el tiempo. Con qué rapidez brotes y suspiros se han convertido en una carrera contrarreloj para recobrar credibilidad y demostrar, bajo tutela, nuestra capacidad de cumplimiento. Entonces decíamos que las reformas estructurales, inevitables e inaplazables, habrían de arbitrarse mediante obras mayores o rescatando la vieja receta de la desinflación competitiva, a través de austeridad fiscal, mayor productividad, y menores costes. Sin embargo, parece que la dieta consiste en un chocolate del loro tan amargo como injusto, a base de reducir salarios nominales, poder adquisitivo de las clases pasivas, y abaratamiento del despido, con el único fin de conservar indemnes tamaño y apetito públicos, subvenciones baldías, gastos suntuarios, y el resto de pesebres y mamandurrias.
Y aunque resulte necesario adecuar costes sociolaborales a diferenciales de productividad, que lo es, de nada sirve empeñarse en remedios supuestamente milagrosos para una economía en permanente rigidez estructural, salpicada de oligopolios cooperativos, escasa cualificación fruto de un deficiente sistema formativo, y un mercado fraccionado en diecisiete nacionalidades históricas, acogidas a las solícitas dádivas de un señorío feudal que actúa de convidado de piedra. Medidas inmediatas e ineficientes, incapaces de forjar un capital humano competitivo a medio plazo, al tiempo que contraproducentes e inoportunas, precisamente cuando aflora la penosa realidad de creciente confiscación tributaria, deudas reconvertidas en dudas, y una mayor carestía de la vida. Todos ellos factores que mantienen lastrado nuestro business, más allá de falsas apariencias, mientras seguimos abonados a la producción de bienes y servicios de no mercado y no exportables.
En estos términos, la pretendida reforma laboral, per se, está condenada al fracaso, generando efectos muy limitados en el tiempo, cantidad y calidad del empleo, pese a la previsible prórroga que pudiera obtenerse de quienes ahora recelan de nuestras habilidades para enderezar actividad económica, cuentas públicas, y capacidad de repago, dada una tasa oficial de paro que dobla la media europea. Un esquema reformista, sujeto al habitual chalaneo, cuyo objetivo prioritario consiste en reconducir la temporalidad, considerada el problema estructural más grave de nuestro mercado de trabajo, propiciando la contratación estable como elemento central del nuevo modelo de crecimiento económico y de nuestro sistema de relaciones laborales. Y a partir de aquí, el rutinario relleno vago e insulso, apenas desarrollado en torno a la revisión de la política de bonificaciones contractuales; programas específicos para atajar el paro juvenil, especialmente en el colectivo sin formación básica; el refuerzo de los Servicios Públicos de Empleo, la mejora de la intermediación laboral privada y, por último, el fomento de la reducción de jornada como instrumento de ajuste transitorio frente al despido. Más de lo mismo, pero en versión talantosa y patriótica.
Tampoco un mayor acercamiento al enfoque de la flexiguridad, en un entorno de desempleo globalizado, sería la panacea, habida cuenta que el éxito de la combinación de flexibilidad y seguridad está condicionado por los modelos de bienestar propios de cada país, a fin de crear un mercado laboral atractivo y eficiente, requiriéndose un aumento de la inversión en políticas sociolaborales, cuya financiación se encuentra sometida a las actuales restricciones de emergencia presupuestaria. En el caso particular de España, el bajo nivel tanto de flexibilidad como de seguridad, y un desempleo juvenil que ronda el 40% en un contexto de progresivo envejecimiento de la población, hacen que los ingredientes precisos se antojen inalcanzables: disposiciones contractuales flexibles y fiables para ambas partes; estrategias de aprendizaje permanente que garanticen la adaptación de las habilidades a una competencia en continua evolución; políticas activas que faciliten el reciclaje profesional, reduzcan el paro friccional, y allanen la transición a nuevas ocupaciones; y, finalmente, sistemas de protección social equitativos y, sobre todo, viables, mediante amplias coberturas de las diversas contingencias, e incentivos tanto a la movilidad cuanto a la conciliación de la vida familiar y laboral.
Llegados a este punto, cabría replantear la cuestión del régimen de propiedad inmobiliaria como determinante de la inmovilidad laboral y, por ende, de mayores tasas de desempleo estructural, pues el dinamismo de una economía depende de la facilidad con que se mueven sus factores de producción, especialmente el trabajo, permitiendo una adecuada asignación entre habilidades y empleos disponibles. El argumento básico, como recordarán, descansa en que mientras las estructuras productivas se vuelven menos flexibles y desciende la movilidad de factores, los incentivos económicos para atraer trabajadores desde sectores recesivos hacia sectores expansivos se vuelven ineficaces, dando lugar a aumentos de costes, precios, y pérdidas de competitividad, lo que finalmente se traduce en mayor desempleo y menores salarios reales. Sin embargo, tras más de una década de contraste de hipótesis, y pese a la burbuja del pisito, se sigue mirando hacia otro lado. Tal vez, porque la vivienda en propiedad se ha convertido en pieza clave de la riqueza financiera de los hogares, con su especial estatus como sucesiva garantía de crédito; así como en suculenta e imprescindible fuente de ingresos fiscales en múltiples negociados y jugosos beneficios del sector bancario, ahora enladrillado, generándose una colusión de intereses que aún trata de saldarse con estímulos, mark-to-fantasy, y prohibido quebrar.
Parece evidente, por tanto, que las externalidades positivas derivadas de cierta estabilidad residencial resultan insuficientes a la hora de compensar, al menos en nuestro caso, los perjuicios asociados a una menor movilidad geográfica, por lo que sería necesario una reforma inmobiliaria, en paralelo al saneamiento financiero, como medio de aliviar el dramático desempleo, ineludible punto de partida hacia un modelo productivo más competitivo y dinámico. Falta hace, desde luego, aunque tengo la sensación de que seguiremos como hasta ahora, anclados en ese costumbrismo patrio de improvisación e incesante trasiego de empeños y desempeños…
Hay que ver cómo pasa el tiempo. Con qué rapidez brotes y suspiros se han convertido en una carrera contrarreloj para recobrar credibilidad y demostrar, bajo tutela, nuestra capacidad de cumplimiento. Entonces decíamos que las reformas estructurales, inevitables e inaplazables, habrían de arbitrarse mediante obras mayores o rescatando la vieja receta de la desinflación competitiva, a través de austeridad fiscal, mayor productividad, y menores costes. Sin embargo, parece que la dieta consiste en un chocolate del loro tan amargo como injusto, a base de reducir salarios nominales, poder adquisitivo de las clases pasivas, y abaratamiento del despido, con el único fin de conservar indemnes tamaño y apetito públicos, subvenciones baldías, gastos suntuarios, y el resto de pesebres y mamandurrias.