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La traca final del Zapaterismo
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Álvaro Anchuelo

Hablando Claro

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La traca final del Zapaterismo

Los fuegos artificiales, tan propios de estas fechas, suelen terminar con una ruidosa traca. Resulta por ello estéticamente muy apropiado que el mandato de Zapatero, ocho

Los fuegos artificiales, tan propios de estas fechas, suelen terminar con una ruidosa traca. Resulta por ello estéticamente muy apropiado que el mandato de Zapatero, ocho años de puros fuegos de artificio político, concluya igual. El eco de las decisiones tomadas en los dos consejos de ministros extraordinarios del verano y en las sesiones del Congreso que los han acompañado atronarían los oídos de cualquier sociedad. Perdón, quiero decir de cualquiera, excepto de la adormecida sociedad española, a la que ni las explosiones atómicas parecen ya despertar.

Para entender esta súbita actividad in extremis de un gobierno moribundo, ha de tenerse en cuenta una realidad que preferimos ignorar. La economía española se encuentra intervenida, aunque sea discretamente. Está en la UCI con respiración asistida del BCE. Sólo sus compras de deuda pública española en el mercado secundario han impedido una crisis de la deuda; sólo la liquidez que concede a bancos y cajas ha conjurado el colapso bancario. A cambio del rescate, el BCE ha impuesto condiciones. Los documentos no se han hecho públicos (¿para qué informar a los ciudadanos de la realidad?) pero los actos gubernamentales nos dan una buena pista de su contenido.

La decisión más relevante ha consistido ni más ni menos que en reformar la Constitución. Lo que se decía que era imposible cuando la sociedad reclamaba la reforma de la ley electoral o la aclaración del reparto competencial entre comunidades y Estado, ahora resulta que puede hacerse en el tiempo de descuento de la legislatura. ¿Por qué tanta prisa? Al fin y al cabo, los cambios propuestos plantean unos objetivos de déficit y deuda para el año 2020. ¿No debería preceder un debate sosegado al cambio de la carta magna?

Los mercados ni se han calmado ni se van a calmar por una medida con efectos tan a largo plazo. Por otro lado, aunque no sea constitucionalmente obligatorio convocar un referéndum para realizar esta reforma, tampoco está prohibido. ¿Por qué no hacerlo? Seguramente porque se trata de una reforma dictada desde el exterior, que demuestra lo bajo que hemos caído. El PP se ha sumado a la iniciativa, sin hacer ascos al impresentable procedimiento. Sin embargo, las formas son importantes en una democracia. La diputada de UPyD, Rosa Díez, ha puesto a unos y otros en evidencia al señalar lo fácil y barato que resultaría realizar la consulta. Bastaría con añadir una tercera urna el 20-N.

Respecto al contenido de la reforma constitucional propuesta, en realidad ya existen numerosos mecanismos para lograr la estabilidad presupuestaria en España. Hay una Ley de Estabilidad Presupuestaria, además de los compromisos europeos del Pacto de Estabilidad. En esencia, lo que se hace es poner ahora esos compromisos europeos en la Constitución, pero igual de obligatorios eran antes.

No obstante, el descontrol del gasto autonómico y la falta de coordinación entre las distintas administraciones han impedido cumplirlos. Como sólo UPyD ha señalado, a menos que la reforma propuesta vaya unida a cambios adicionales de la Constitución (una delimitación clara y estable de competencias entre comunidades y Estado, así como el establecimiento de mecanismos de coordinación y sanción), también acabará por convertirse en papel mojado.

Si nuestros socios europeos supiesen la facilidad con la que desvirtuamos aquí cotidianamente el contenido de la Constitución (lean si no los nuevos Estatutos), ni se habrían molestado en imponernos la reforma. Pero claro, en sus países estas cosas sí se toman en serio. Nuestros gobernantes deben de haber pensado: “a ver si así los mantenemos engañados hasta el 2020”.

En este debate, sorprende la poca atención prestada a un aspecto importante. La reforma adopta el 60% del PIB, que en el Pacto de Estabilidad es un vago “valor de referencia” al que se considera deseable “tender”, como un objetivo estricto que la deuda pública española debe alcanzar en 2020. No es algo baladí. Ahora está en torno al 65% del PIB y alcanzará el 70% durante 2012. Reducirla 10 puntos del PIB no será fácil. Como déficit y deuda están relacionados, de nada sirve dejar flexibilidad al primero si luego se impone un exigente objetivo a la segunda.

El noble y generoso enfoque de “el que venga detrás que arree” impregna también otras medidas adoptadas estos días, como las relacionadas con el Impuesto de Sociedades y la reducción del IVA para las compras de vivienda nueva.

Aumentar los anticipos que tienen que pagar las grandes empresas por el impuesto de sociedades no cambia la situación intertemporal de las cuentas públicas; tan solo adelanta en el tiempo unos ingresos que se dejarán de percibir después. ¿A quién intentan engañar así? ¿Piensan que cualquiera de nuestros acreedores o socios europeos no sabe hacer estas sencillas cuentas? A cambio de este maquillaje de las cuentas del 2011, las empresas ven cómo se rompe su planificación fiscal en unos momentos complicados y se genera más inseguridad jurídica en un clima que ya era de improvisación generalizada.

La reducción del IVA para las compras de vivienda nueva del 8% al 4%, de manera excepcional y temporal hasta al 31 de diciembre, es otra medida de “pan para hoy y hambre para mañana”, por no llamarla de “tierra quemada”.  Este tipo de medidas, más que aumentar la demanda, lo que hacen es adelantarla en el tiempo para aprovechar la deducción. Se anticipan compras que iban a realizarse después y, cuando finaliza la deducción, caen bruscamente. Es lo que vimos con las ayudas públicas a la compra de automóviles, por ejemplo. En el caso de la vivienda, ni siquiera es probable que esta medida produzca muchos efectos, al verse contrarrestada por el anuncio del PP de que se propone restablecer la deducción generalizada por compra de vivienda en el IRPF.

Las medidas de reducción del gasto farmacéutico parecen sensatas. Los médicos recetaran principios activos en vez de marcas y las farmacias dispensarán el medicamento más barato que los contengan. Se ahorrarán así 2.400 millones año, por lo visto. La duda que surge es ¿si era tan fácil, qué intereses han impedido hacerlo antes? Se está reconociendo oficialmente que, en los siete años de gobierno de Zapatero, se han pagado 16.800 millones de euros de más en la sanidad pública.

Un petardo especialmente gordo concluye la traca agosteña: la decisión de facilitar el encadenamiento de contratos temporales. Se adivina de nuevo la larga mano del BCE, que venía exigiendo desde hace tiempo (junto al Banco de España) la liberalización del mercado de trabajo español. Supone un giro radical en la política del gobierno, de nuevo realizado sin ninguna explicación coherente.

En un país en el que el 92% de los nuevos contratos son ya temporales, implica apostar por la precarización absoluta del empleo, después de tanta retórica sobre los supuestos derechos sociales. Los expertos hace tiempo que propusieron una solución más inteligente y menos costosa socialmente: el contrato único indefinido para todas las nuevas contrataciones, con una indemnización por despido inicialmente moderada (pero superior a la del contrato temporal) que iría aumentando paulatinamente con la antigüedad.

Sería otra forma de evitar el salto brusco en la indemnización cuando el contrato pasa de temporal a indefinido, que lleva a los empresarios a despedir a los trabajadores antes de tener que darlo. Sólo UPyD ha defendido la propuesta de contrato único en el Congreso, siendo rechazada por el bipartito.

Los fuegos artificiales, tan propios de estas fechas, suelen terminar con una ruidosa traca. Resulta por ello estéticamente muy apropiado que el mandato de Zapatero, ocho años de puros fuegos de artificio político, concluya igual. El eco de las decisiones tomadas en los dos consejos de ministros extraordinarios del verano y en las sesiones del Congreso que los han acompañado atronarían los oídos de cualquier sociedad. Perdón, quiero decir de cualquiera, excepto de la adormecida sociedad española, a la que ni las explosiones atómicas parecen ya despertar.