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Los partidos políticos ya no son lo que eran (I)

Iniciamos una reflexión sobre el sistema de partidos en nuestro país y esbozaremos una explicación sobre su evolución y deterioro

Foto: El hemiciclo al inicio de un pleno del Congreso. (EFE/Fernando Villar)
El hemiciclo al inicio de un pleno del Congreso. (EFE/Fernando Villar)

En nuestro artículo inaugural de esta serie sobre los origines político-económicos del estancamiento español, señalamos que el populismo se caracteriza, entre otras cuestiones esenciales, por adoptar medidas donde los beneficios son inmediatos y los costes, dilatados en el tiempo. También enfatizábamos que el auge del populismo en España, tanto con el surgimiento de partidos explícitamente populistas como por su penetración en partidos tradicionales, es una de las principales razones de los pocos avances que España ha alcanzado en la última década.

Hoy iniciamos una reflexión sobre el sistema de partidos en nuestro país y esbozaremos una explicación sobre su evolución y deterioro. Esta evolución está ligada a dos factores. Por un lado, encontramos los cambios estructurales, de naturaleza demográfica, económica y social. Por otro, el inmenso catalizador que fue la crisis financiera de 2008 y que aceleró los efectos de los factores estructurales. La crisis financiera dinamita la estructura de partidos existente hasta entonces, rompe el consenso entre conservadores y socialdemócratas e induce la entrada de nuevos partidos políticos en España (como sucedió en muchos otros países).

Dos son los efectos fundamentales de este dinamismo en el "mercado" político español (el término "dinamismo" es meramente descriptivo de la rapidez de los cambios, no implica juicio de valor alguno). Primero, acorta la carrera política esperada, tanto de líderes como de los propios partidos. Este efecto de incertidumbre fomenta la adopción de políticas populistas, ya que, generalmente, las alternativas ofrecen sus frutos en el más largo plazo.

Foto: Vista general del Congreso de los Diputados. (EFE/Miguel Osés) Opinión
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Por otro lado, obliga a los partidos políticos a cambiar, a adoptar nuevas plataformas e ideas, a buscar votos en grupos hasta entonces ignorados, lo que provoca el abandono de sus votantes tradicionales, afectos a una plataforma electoral ahora matizada, cuando no desacreditada. Así, se produce una crisis de representación en los partidos tradicionales que retroalimenta el dinamismo político. En un intento de satisfacer tanto al nuevo como al antiguo votante, los partidos reaccionan adoptando un discurso vago, difuso y populista para hacer la carpa lo más amplia posible. El populismo se convierte en el nuevo lenguaje político imperante, aunque a veces lo haga detrás del disfraz de la "moderación". Se trata de una "moderación" a lo Angela Merkel, para no hacer nada costoso en el corto plazo, dejarlo todo como está y no enfadar a nadie; en definitiva, nada más profundo que cambios cosméticos.

Centrémonos primero en los partidos que han dominado nuestra política en las últimas décadas. La transición a la democracia generó un bipartidismo imperfecto en España, con un partido mayoritario en la izquierda, el PSOE, y un partido mayoritario en la derecha, que en este caso fluctuó entre la UCD, AP y finalmente el PP (que, más allá del cambio de nombre con respecto a la vieja AP, fagocitó en pocos años los diversos restos de la UCD, el PDP, el PL y el CDS). El bipartidismo era incompleto tanto por la importante presencia de fuerzas nacionalistas (en particular en Cataluña y el País Vasco) como por el papel del PCE, más tarde integrado como fuerza principal en IU. Pero en una ocasión tan reciente como las elecciones de 20 de noviembre de 2011, el PP y el PSOE aglutinaron 296 de los 350 diputados, es decir, un 85% de la cámara baja.

Este bipartidismo es responsable de la gran transformación económica, social y política de España, de su integración en la OTAN y, sobre todo, en las instituciones europeas. Tanto el PSOE como el PP, el primero con la entrada en la (entonces) Comunidad Económica Europea, y el segundo con la entrada en el Euro, son responsables del giro liberalizador de nuestra economía, que es la consecuencia directa del proceso que se inició con el Acta Única Europea, continuó con Maastricht, para culminar con la unión monetaria. Mención especial merece el PSOE, y el carisma de Felipe González, que es el arquitecto fundamental de esta transformación, porque arrastra a este proyecto liberalizador a una izquierda española de muy distinta tradición ideológica. Pocos momentos hay tan claves en nuestra historia reciente como la decisión de González de convocar un referéndum para quedarnos en la OTAN, no para salirnos.

La profunda crisis, que va de 2008 a 2012, se presenta como un fracaso del consenso imperante y abre la puerta a nuevos grupos

Este "arrastre" en la izquierda se produce también en otros países. Por ejemplo, en Francia es el presidente Mitterrand, del Partido Socialista Francés, el que abandona en el año 1984 cualquier intento de realizar una auténtica política de izquierdas, "expulsa" al Partido Comunista Francés del gobierno y envía a su ministro de finanzas, Jacques Delors, a Bruselas para iniciar, desarrollar y culminar la transformación del proyecto europeo a imagen de las reformas económicas en Estados Unidos y el Reino Unido. Es el canciller Schröder del SPD el que transforma el estado del bienestar alemán para dotar a su país de la flexibilidad salarial y la competitividad que hizo posible la supervivencia de Alemania como potencia industrial en una Europa globalizada. En Italia es el gobierno del socialista Bettino Craxi en los años 80, con el apoyo de los demócratas cristianos, el que suspende la "scala mobile" —la indexación automática de salarios al nivel de precios— para romper la espiral inflacionaria, con gran coste para el poder adquisitivo del trabajador italiano (y una fuerte polémica social que lleva a un referéndum en junio de 1985).

Este movimiento de la izquierda moderada europea hacia el liberalismo económico se produce por la confluencia de dos factores. Primero, el fracaso de las políticas keynesianas durante la crisis de los años 70, incapaces de solventar la estanflación que atenaza a las economías occidentales. Segundo, de la necesidad de flexibilizar mercados laborales y de productos para facilitar el trasvase de trabajadores y capital del sector industrial y minero, herido de muerte por la globalización y automatización, al sector de los servicios. Este consenso entre conservadores y socialdemócratas en la aceptación de las limitaciones de la política económica —pero también en el convencimiento de la inevitabilidad de la globalización y revolución tecnológica— preside las tres décadas comprendidas entre 1979 y 2008. El resultado de este cambio de la política económica es una diferencia menguante entre las sensibilidades socialdemócratas y conservadoras, que se limitan al lenguaje y quizás a la reivindicación de derechos sociales de minorías hasta entonces sin representación.

La crisis financiera global, y la bancaria de la Eurozona, que va de 2008 a 2012, cierra este periodo. Esta profunda crisis se presenta como un fracaso del consenso imperante y abre la puerta a nuevos grupos políticos. No es casual que sea en 2008 cuando Mélenchon, siempre en el ala izquierda del partido socialista, lo abandona por fin para fundar el Parti de Gauche, que es el embrión de La France Insoumise. O que en Alemania aparezca Die Linke en 2007, como reivindicación de las políticas de izquierdas tradicionales, o, unos pocos años después, Alternativa para Alemania, como reclamo de la germanidad de Alemania frente a un proceso de europeización y globalización que deja de lado las características nacionales. En Italia, la aparición de Cinco Estrellas, el crecimiento de La Liga o ahora Los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni es el reflejo de un país plano económica y políticamente. En el Reino Unido, la aparición de UKIP y del proyecto Brexit son la expresión última de este proceso de rechazo a los fundamentos de la era 1979-2008: integración comercial y globalización.

No es solo la fragmentación del arco parlamentario lo que nos interesa, sino la rapidez con la que las formaciones crecen y caen

Y nosotros no somos una excepción, aunque con la peculiaridad de nuestros nacionalismos periféricos, que siempre hacen de nuestra situación política algo distinto. La gravedad de nuestra crisis económica y bancaria hace ya más de una década, y las cicatrices profundas que esta deja en la sociedad, es la responsable directa del dinamismo en nuestro mercado político.

La fulgurante aparición de Podemos y Ciudadanos, primero, y de Vox, posteriormente, destruyó el bipartidismo incompleto (UPyD, en comparación, tuvo un impacto muy menor, excepto demostrar que nuevos partidos eran posibles). En las elecciones del 28 de abril de 2019, el PP y el PSOE solo sumaron 189 diputados, un 54% del hemiciclo, prácticamente los mismos que el PP había obtenido en solitario en 2011. Aunque las siguientes elecciones del 10 de noviembre de 2019, así como las últimas elecciones autonómicas y las encuestas más recientes, apuntan hacia un cierto repunte del bipartidismo, es difícil que se produzcan gobiernos monocolores en España en el corto plazo que dispongan de las mayorías parlamentarias que disfrutaron los presidentes del Gobierno desde Felipe González hasta Mariano Rajoy durante la mayor parte de sus mandatos.

Pero no es solo la fragmentación del arco parlamentario lo que nos interesa, sino la rapidez con la que, en el nuevo sistema de partidos, las formaciones crecen y caen, en España y en muchos otros países. Ciudadanos es el ejemplo más claro: en las elecciones del 20 de diciembre de 2015, su primera aparición nacional, Ciudadanos obtuvo 40 diputados, un debut inusitado en nuestra democracia. Cuatro años después llegó a un pico de 57 diputados, inmediatamente antes de hundirse en los diez escaños, solo unos pocos meses más tarde. Las últimas encuestas apuntan a la desaparición del partido o, en el mejor de los escenarios, a la reducción a una presencia parlamentaria mínima. Podemos ha experimentado fluctuaciones similares, aunque menos acusadas (y con la dificultad en la comparación a lo largo del tiempo con los constantes cambios de siglas y coaliciones que tanto gusta a la izquierda del PSOE). Vox, por el momento, solo ha ido subiendo, aunque comparte la característica de la rapidez en el cambio. Incluso los dos partidos mayoritarios han visto sus porcentajes de voto fluctuar con gran varianza. En las cuatro últimas elecciones andaluzas, el PP ha pasado de un porcentaje de votos del 40,66% (2012) a un 20,75% (2018,) para volver a un nivel del 43,12% (2022).

¿Existirá el PSOE en 2038 (el mismo horizonte de 16 años que separaron 1982 y 1998)? ¿O el Partido Popular? ¿O Vox?

¿Cuáles son las razones para fluctuaciones tan drásticas en el voto de los partidos? Es tentador atribuirlas a epifenómenos como el atractivo de un candidato, el planteamiento de una estrategia de campaña determinada o el cambiante apoyo de los medios de comunicación o los poderes fácticos. Sin embargo, la observación de que similares fluctuaciones estén ocurriendo en muchos otros países de nuestro entorno geográfico siguieren que otros factores (los cambios demográficos, las nuevas tecnologías de comunicación y las redes sociales, la desaparición de viejas lealtades políticas como la identidad de clase o las denominaciones religiosas) juegan un papel más destacado.

Pero, desde la perspectiva de nuestro análisis, el origen de estas fluctuaciones importa poco. El aspecto más relevante es que esta rápida subida y caída de los partidos acorta el horizonte temporal de los políticos de manera dramática y lleva a la adopción de políticas populistas. Los economistas llamamos a este fenómeno descontar el futuro más. Un ministro del primer gobierno de González en diciembre de 1982 podía confiar, con alta probabilidad, en que el PSOE iba a ser una alternativa seria para ganar las elecciones, pongamos, de 1998. Un coste en el corto plazo, como acometer la necesaria reconversión industrial, podía ser rentabilizado 16 años después presentado al PSOE como el partido "serio" que había solventado los problemas estructurales de la economía española. De igual manera, un ministro del primer gobierno Aznar en mayo de 1996 podía plantearse el esfuerzo para que España cumpliese los requisitos de entrada en el euro sabiendo que, en 2004 o 2008, el PP podría "vender" este éxito.

La situación actual es muy diferente. ¿Existirá el PSOE en 2038 (el mismo horizonte de 16 años que separaron 1982 y 1998)? ¿O el PP? ¿O Vox? La probabilidad de que estos partidos existan en 2038 es positiva, pero mucho menor que el casi 100% de probabilidad que tenía el PSOE en 1982 de seguir existiendo en 1998. Y esta probabilidad es mucho más baja que en el pasado, aunque los partidos gestionen los gobiernos sin crisis graves. De nuevo, el mejor ejemplo viene de Ciudadanos, que ha perdido sus 21 diputados autonómicos en Andalucía a pesar de que su líder, Juan Marín, estaba bien valorado en las encuestas (por encima de muchos de sus rivales), su gestión se había percibido positivamente y no se había visto envuelto en ningún escándalo o escisión del partido. Independientemente de que compartan o no con Ciudadanos sus preferencias políticas, seguro que la mayoría de los políticos españoles han visto en Marín el espejo de lo que les puede pasar en cuatro años: ir de mucho a la nada sin mayor esfuerzo.

Es mucho más rentable seguir la línea populista, pues, como decíamos anteriormente, el futuro se descuenta mucho más que antes

En este mundo tan fluctuante, ¿quiere un político tentar la suerte, incluso más, con políticas arriesgadas? No. Es mucho más rentable seguir la línea populista, pues, como decíamos anteriormente, el futuro se descuenta mucho más que antes. A fin de cuentas, que el PSOE pueda no existir en 2038 también significa que uno no debe de preocuparse que el partido pague electoralmente en el largo plazo las consecuencias de las frivolidades actuales que reportan votos hoy.

En la siguiente entrada discutiremos el segundo aspecto del dinamismo de nuestro mercado político que introducíamos hace unos párrafos: la crisis de representación en los partidos tradicionales, y como esta, a su vez, también fomenta la adopción de políticas y discursos populistas. En concreto argumentaremos que, aunque el bipartidismo renazca en las próximas elecciones en España, el discurso populista seguirá imperante en el medio plazo.

En nuestro artículo inaugural de esta serie sobre los origines político-económicos del estancamiento español, señalamos que el populismo se caracteriza, entre otras cuestiones esenciales, por adoptar medidas donde los beneficios son inmediatos y los costes, dilatados en el tiempo. También enfatizábamos que el auge del populismo en España, tanto con el surgimiento de partidos explícitamente populistas como por su penetración en partidos tradicionales, es una de las principales razones de los pocos avances que España ha alcanzado en la última década.

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