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Banca pública: el cortijo privado de la casta política
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Juan Ramón Rallo

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Banca pública: el cortijo privado de la casta política

La banca pública no es más que el cortijo financiero privado de políticos y burócratas, sufragado, eso sí, con el dinero de todos los contribuyentes

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Aprovechando que el Pisuerga de la nueva regulación del impuesto sobre actos jurídicos documentados pasa por la vallisoletana repercusión del tributo a los hipotecados, desde Unidos Podemos han vuelto a reivindicar la necesidad de contar con una potente banca pública en España: por ejemplo, Pablo Iglesias ha defendido este modelo de entidad financiera para “defender los intereses de la gente”, mientras que Alberto Garzón ha hecho lo propio con la excusa de “reducir el poder de los bancos”. Pero ¿qué nos dice la evidencia acerca de la banca pública?

Primero, los incentivos a los que se enfrentan los gestores de los bancos públicos son incluso peores (y remarco el 'incluso') que aquellos a los que se enfrentan los bancos privados. Si bien es cierto que estos últimos sufren de un brutal riesgo moral derivado de la perspectiva de rescate estatal —el riesgo de iliquidez de una entidad financiera privada lo absorbe el banco central; el riesgo de insolvencia lo absorbe el contribuyente—, al menos están mínimamente monitorizados por sus accionistas (los cuales sí ven mermado su patrimonio en caso de que el banco experimente pérdidas y aun cuando reciba un rescate estatal). Los bancos públicos, en cambio, no se someten a ninguna de estas restricciones, pues carecen de accionistas a los que remunerar y, por tanto, saben que cualquier pérdida futura será automáticamente absorbida por el presupuesto público.

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Segundo, en realidad no es del todo cierto que los bancos públicos carezcan de accionistas: sus propietarios 'de facto' son los políticos o burócratas que los emplean para dan rienda suelta a sus ambiciones personales. Y es que, en contra de la ingenua caracterización idealista del 'servidor público' ('civil servant') orientado hacia el interés general, políticos y burócratas suelen instrumentar las herramientas que les proporciona el Estado para alcanzar sus fines personales. ¿Cuáles son esos fines personales que condicionan la gestión de la banca pública? Por un lado, maximizar sus probabilidades de reelección, lo que les lleva a presiones a los bancos públicos para que incrementen la oferta de crédito justo antes de unas elecciones (dando lugar al famoso ciclo político-económico que describe el Nobel Nordhaus); por otro, favorecer a algún grupo de presión empresarial con la esperanza de recibir favores más adelante (al estilo de las puertas giratorias): de ahí que la banca pública también se halle vinculada al mercantilismo o capitalismo de amigotes mediante la provisión de créditos blandos o privilegiados a los grupos corporativos cercanos al poder político.

Y tercero: como consecuencia de todo lo anterior (falta de incentivos para gestionar eficientemente y presencia de incentivos para manipular el crédito por razones políticas), la banca pública se ve sometida a una poderosa tendencia a acumular pérdidas que son automáticamente socializadas entre los contribuyentes. Repito, para que no haya lugar a errores: la banca privada, dentro del marco institucional actual, también se enfrenta a un conjunto de incentivos perversos que la empujan a adoptar comportamientos imprudentes con la expectativa futura de socializar sus riesgos hacia los ciudadanos, pero esos incentivos perversos no son tan fuertes como los que posee la banca pública.

En España, de hecho, hemos podido constatar clarísimamente todas estas dinámicas con el tristemente célebre caso de las cajas de ahorros

En España, de hecho, hemos podido constatar clarísimamente todas estas dinámicas con el tristemente célebre caso de las cajas de ahorros: tales entidades financieras fueron gestionadas de un modo mucho menos profesional que los bancos privados y además fueron capturadas por una clase política que las orientaba a su propio beneficio y al de sus amistades empresariales. De ahí la consiguiente bancarrota generalizada que sufrió este tramo de la industria bancaria durante la crisis financiera de 2008-2013. Un fiasco, el de las cajas de ahorros nacionales, que además dista de ser excepcional en nuestro país: también contamos con la desastrosa experiencia del ICO, cuya tasa de morosidad en algunas de sus líneas de crédito contracíclicas ha alcanzado el 83% del saldo vivo.

Internacionalmente, la evidencia sobre los efectos de la banca pública apunta asimismo en una dirección similar. Primero, la banca pública tiende a desplegar prácticas menos eficientes, más arriesgadas y menos rentables que la banca privada tanto en los países desarrollados de Europa Occidental como en los países en vías de desarrollo (más particularmente, en el sureste asiático, Oriente Medio y en el centro y el este de Europa). Segundo, los bancos públicos tienden a ser capturados y manipulados políticamente para que incrementen su oferta de crédito justo antes de las elecciones o para que proporcionen crédito a las empresas bien conectadas con el Estado: la evidencia es concluyente en Italia, Alemania, China, Brasil, Turquía, India o Pakistán.

En definitiva, la banca pública no es más que el cortijo financiero privado de políticos y burócratas, sufragado, eso sí, con el dinero de todos los contribuyentes. Ahí tienen la auténtica razón por la que Unidos Podemos aspira a potenciar este antisocial modelo de entidades crediticias: para incrementar su poder al frente del Estado.

Aprovechando que el Pisuerga de la nueva regulación del impuesto sobre actos jurídicos documentados pasa por la vallisoletana repercusión del tributo a los hipotecados, desde Unidos Podemos han vuelto a reivindicar la necesidad de contar con una potente banca pública en España: por ejemplo, Pablo Iglesias ha defendido este modelo de entidad financiera para “defender los intereses de la gente”, mientras que Alberto Garzón ha hecho lo propio con la excusa de “reducir el poder de los bancos”. Pero ¿qué nos dice la evidencia acerca de la banca pública?

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