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Una solución australiana al conflicto del taxi
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Juan Ramón Rallo

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Una solución australiana al conflicto del taxi

Perpetuar el actual sistema gremial o aprobar un rescate masivo a costa del contribuyente sería un expolio más en contra del ciudadano y a favor del 'lobby' organizado de turno

Foto: Taxistas bloquean una carretera cerca del aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas durante la jornada de huelga. (Reuters)
Taxistas bloquean una carretera cerca del aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas durante la jornada de huelga. (Reuters)

La huelga del gremio del taxi debería servirnos para recordar todo aquello que no funciona bien dentro de este sector. Que una persona decline trabajar en señal de protesta constituye una decisión perfectamente legítima: lo que no es legítimo, claro, es que impida trabajar a otro individuo que sí desea hacerlo. En el sector del alquiler de vehículo con conductor, los taxistas son capaces de imposibilitar que otros trabajen no ya convocando una huelga donde ellos ejercen la violencia —que también— sino con la complicidad de un Estado que emplea su aparato policial para prohibir que los ciudadanos sin licencia (o sin autorización) puedan transportar viajeros a cambio de un precio. Cuando la artificial restricción estatal se junta con el cierre patronal del taxi, entonces sufrimos un bloqueo absoluto del sector que es, justo, lo que estamos viviendo durante estos días.

Y a la luz de lo acontecido, nuestros políticos deberían comenzar a entender que no es razonable otorgar un derecho de monopolio a los taxistas (ni a las VTC): es decir, no es razonable que solo 70.000 taxis cuenten con el privilegio de operar en España y que, en consecuencia, puedan ponerse de acuerdo para cerrar a cal y canto su cortijo con el objetivo de chantajear al regulador.

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¿Cómo eliminar ese derecho de monopolio llamado 'licencia'? La forma más justa de hacerlo sería, simplemente, extinguiendo el sistema de licencias. En el pasado, puede que desempeñara alguna función valiosa (reducir la asimetría de información entre el conductor y el pasajero), pero hoy ya ha quedado del todo obsoleto (cualquier aplicación de valoración descentralizada de los servicios de un conductor permite monitorizar su calidad sin necesidad de que el Estado la acredite). Al respecto, cabrían dos fórmulas: o se concede una licencia de taxi a toda persona que la solicite (y acaso cumpla unos requisitos elementales: número mínimo de años con carné de conducir; antigüedad y prestaciones del vehículo, etc.) o, directamente, se vuelve prescindible contar con una licencia para poder ejercer como taxista.

Es obvio, sin embargo, que los taxistas actuales no aceptarán 'ninguna' de estas dos opciones porque devaluarían absolutamente el valor de sus licencias, esto es, les ocasionarían una importante pérdida patrimonial. En este sentido, incluso fuera del gremio del taxi existen personas partidarias de que el Estado compense a los taxistas por la enorme suma de dinero que en su momento pagaron para adquirir una licencia: suprimir ahora las licencias sería, dicen, como expropiarles su inversión. El argumento, empero, es erróneo por tres razones.

Primero, la práctica totalidad de los taxistas actuales no compraron su licencia a la Administración, sino a otros taxistas que se la vendieron a precios inflados: si alguien debería devolver algún dinero a los actuales taxistas son esos taxistas jubilados, no la Administración. Segundo, la licencia es un permiso para operar en el sector, no un derecho a operar oligopolísticamente en él: por tanto, la Administración pública podría emitir tantas nuevas licencia de taxi como quisiera sin vulnerar los derechos de ningún taxista. Y tercero, en la medida en que las licencias de taxi son derechos de monopolio que permiten a los taxistas cobrar unas tarifas más elevadas que las que percibirían en un régimen de libre competencia (entre un 11% y un 27%, según la CNMC), parte de su inversión en la licencia ya ha sido reintegrada vía ingresos extraordinarios de tantos años de carreras.

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No obstante, no sería del todo descabellado plantear una cierta responsabilidad de la Administración a la hora de indemnizar parcialmente a aquellos taxistas que no hayan amortizado plenamente sus licencias debido a que, en última instancia, este perverso sistema lo ha establecido y perpetuado la propia Administración (tutelada, eso sí, por el propio 'lobby' del taxim que se ha rebelado siempre que ha habido cualquier intento de reformarlo).

En Australia, de hecho, se ha seguido un modelo similar a este último: el sector se liberaliza plenamente y se indemniza a los taxistas en función de la antigüedad de sus taxis. Allí, las compensaciones han ido desde los 20.000 dólares australianos (para los taxistas más antiguos) a los 175.000 dólares australianos (para quienes compraron su licencia a partir de 2015). En España, las indemnizaciones deberían ser, en todo caso, sustancialmente inferiores: el valor medio de las licencias oscila entre los 100.000 y 110.000 euros, esto es, entre la mitad y un tercio que las principales ciudades australianas, de manera que la indemnización debería rondar, según la antigüedad, entre 10.000 y 50.000 euros por taxi como mucho. Habida cuenta de que en España hay alrededor de 70.000 licencias de taxi, el coste agregado de la indemnización iría desde un mínimo de 700 millones de euros a un máximo de 3.500 millones: probablemente, debido a la antigüedad de la mayoría de las licencias, nos moviéramos en torno a los 1.500 millones de euros.

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¿Cómo recaudar esta cantidad? Personalmente, se me ocurren tres vías. La primera, expedir durante un periodo determinado (10 o 20 años) licencias de taxi a todo aquel que las solicite por un importe de entre 1.000 y 5.000 euros: si, por ejemplo, se expidieran 50.000 nuevas licencias, la recaudación oscilaría entre 50 y 250 millones de euros; si se expidieran 100.000 nuevas licencias, entre 100 y 500 millones de euros. La segunda, recargo temporal en las tarifas de los servicios de taxi y de VTC: por ejemplo, los ingresos anuales del taxi en la ciudad de Madrid alcanzan los 780 millones de euros, de modo que en el conjunto de España probablemente ronden los 3.000-3.500 millones y sumando las VTC deberían alcanzar los 4.000-5.000 millones de euros. Así, un recargo del 5% en sus tarifas permitiría recaudar entre 150 y 200 millones por año (en un lustro, la recaudación agregada se ubicaría entre 750 y 1.000 millones de euros). Y tercero, la diferencia hasta cubrir el importe total de las indemnizaciones debería cubrirse en forma de bonificaciones fiscales en el IRPF de los taxistas.

Con todo, dudo muchísimo que los taxistas acepten tales condiciones: ellos lo quieren todo o nada. Y, en tal caso, ha de ser nada. Perpetuar el actual sistema gremial o aprobar un rescate masivo e indiscriminado a costa del contribuyente sería, simplemente, un expolio más en contra del ciudadano y a favor del 'lobby' organizado de turno.

La huelga del gremio del taxi debería servirnos para recordar todo aquello que no funciona bien dentro de este sector. Que una persona decline trabajar en señal de protesta constituye una decisión perfectamente legítima: lo que no es legítimo, claro, es que impida trabajar a otro individuo que sí desea hacerlo. En el sector del alquiler de vehículo con conductor, los taxistas son capaces de imposibilitar que otros trabajen no ya convocando una huelga donde ellos ejercen la violencia —que también— sino con la complicidad de un Estado que emplea su aparato policial para prohibir que los ciudadanos sin licencia (o sin autorización) puedan transportar viajeros a cambio de un precio. Cuando la artificial restricción estatal se junta con el cierre patronal del taxi, entonces sufrimos un bloqueo absoluto del sector que es, justo, lo que estamos viviendo durante estos días.

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