Laissez faire
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Propuestas liberales contra el cambio climático
Se hace imperativo que los liberales expongamos alternativas que descarbonicen la economía minimizando los perjuicios sobre nuestras libertades y nuestra prosperidad
Durante demasiado tiempo, demasiados liberales se han centrado en cuestionar la existencia misma del cambio climático antropogénico. Algo legítimo —siempre que se haga desde el rigor y la honestidad—, pero no consustancial al pensamiento liberal. El liberalismo, como filosofía política que es, no entra como tal en el debate sobre la existencia o inexistencia del cambio climático (para eso existe la climatología), sino en cómo preservar la libertad individual en los distintos contextos sociales imaginables: y uno de esos contextos, claro, puede ser perfectamente el de un mundo donde la actividad humana sí genere cambios en el clima. Por tanto, el liberalismo, como filosofía política, sí debería tener mucho que decir acerca de cómo frenar el cambio climático de un modo que resulte mínimamente invasivo en las libertades individuales.
Y dado que hoy prácticamente todas las propuestas para contrarrestar el cambio climático pasan por extender el dirigismo que ejerce el Estado sobre todos y cada uno de los elementos de la vida económica y social (aquí podemos leer, por ejemplo, a Irene Montero reclamando un control absoluto de la economía a cuenta de la crisis climática), se hace imperativo que los liberales expongamos soluciones alternativas que, por un lado, sean eficaces a la hora de descarbonizar nuestra economía y que, por otro, sean eficientes a la hora de reducir los perjuicios sobre nuestras libertades y nuestra prosperidad.
En este sentido, los resultados que debe lograr cualquier transición ecológica eficaz y eficiente son dos: por un lado, desincentivar el consumo de combustibles fósiles, especialmente en aquellos procesos que redunden en un menor incremento del bienestar de las personas; por otro, fomentar el descubrimiento a medio plazo de nuevas fuentes de energía que permitan reemplazar nuestra dependencia de los combustibles fósiles. En otras palabras: minimizar nuestras emisiones de CO2 hasta que dispongamos de tecnologías capaces de sustituir en sus muy distintos usos al petróleo, al gas o al carbón.
La agenda estatista contra el cambio climático pretende alcanzar estos dos objetivos a través de la planificación centralizada: los políticos son quienes, por un lado, pretenden racionar o regular qué actividades emisoras de CO2 tenemos permitido desarrollar todos los demás (cuántos viajes en avión podemos efectuar cada año; qué tipo de vehículos podemos conducir y por dónde; durante cuántas horas podemos emplear los sistemas de calefacción de nuestras viviendas, etc.) y, por otro, también desean ser ellos quienes escojan cuáles han de ser las tecnologías que resultan más prometedoras para promover la transición energética y, por tanto, cuáles de todas ellas merecen ser financiadas con fondos públicos (y cuáles no).
Los problemas de este enfoque basado en la planificación centralizada son evidentes. Primero, los políticos (o sus burócratas delegados) no pueden disponer de toda la información necesaria como para minimizar los errores en cada una de esas decisiones: ni conocen cuáles son las actividades generadoras de CO2 que querría priorizar cada persona (¿prefiero renunciar al uso diario del automóvil a cambio de poder volar 10 veces al año o prefiero mantener aclimatada mi casa todos los días de invierno a cambio de no coger ningún vuelo?) ni tampoco cuáles son aquellas tecnologías que pueden ser más prometedoras de cara a impulsar la transición energética (de hecho, nadie en aislado lo sabe: solo a través de muchos procesos competitivos de prueba y error terminamos descubriendo cuáles son las mejores opciones de entre las muchas disponibles). Segundo, los políticos pueden aliarse (o ser capturados) con 'lobbies' diversos que desvíen sus discrecionales intervenciones hacia la apropiación de rentas (hacia el parasitismo) en lugar de hacia la búsqueda de una solución real a nuestros problemas.
De ahí que resulte mucho mejor adoptar un enfoque descentralizado, simple y transparente que nos conduzca a la descarbonización de la economía minimizando los costes económicos y sociales de semejante transición. Y, al respecto, dos son las grandes medidas que es necesario adoptar: penalizar el uso (directo o indirecto) de combustibles fósiles y bonificar el hallazgo de nuevas tecnologías energéticas que sean limpias y eficientes. O expresado de otro modo: necesitamos internalizar las externalidades negativas (emisión de CO2) y las externalidades positivas (inversión en I+D energética) vinculadas al proceso de transición ecológica.
Lo primero —internalizar las externalidades negativas— requiere establecer un impuesto sobre el CO2 para acercar su coste monetario a su auténtico coste económico (que no solo está relacionado con el coste de emitir CO2, sino con el perjuicio neto que este genera sobre terceros): de ese modo, cada individuo y cada empresa reaccionarían adaptando su comportamiento al daño que realmente están generando con el CO2. Así, cada persona renunciaría a aquellas actividades generadoras de gases de efecto invernadero que le resultasen menos valiosas y, a su vez, cada empresa escogería técnicas productivas que disminuyeran sus emisiones de CO2 (incluyendo de manera muy destacada a las eléctricas, las cuales pasarían a suministrarla preferentemente a través de fuentes renovables o nucleares). Además, y como ya expusimos, la recaudación del impuesto sobre el CO2 podría emplearse para abonar un dividendo a cada ciudadano (en lugar de para cebar el gasto público) a modo de compensación por soportar las emisiones ajenas.
Lo segundo —internalizar las externalidades positivas— requiere bonificar de algún modo la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías que mejoren nuestra eficiencia energética. En principio, semejante bonificación podría efectuarse a través de subsidios gubernamentales, pero ello concentraría demasiado poder y demasiada (ir)responsabilidad en las manos de nuestros políticos (serían ellos quienes decidirían qué y cuánto subsidiar). De ahí que resulten preferibles las rebajas fiscales a todas aquellas tecnologías dirigidas a reducir o eliminar la contaminación ('clean tax cuts', por sus siglas en inglés): merced a ellas, el Estado no aporta capital a proyectos no rentables (como sí podría suceder con los subsidios), sino que evita sustraerlo de proyectos internamente rentables para así acelerar su crecimiento. Ejemplos de estas rebajas impositivas que promuevan la transición energética podrían ser la exención del pago de impuestos por las ganancias sobre acciones o bonos verdes, así como la rebaja o eliminación del IVA sobre aquellos productos que sustituyan a otros contaminantes (verbigracia, el coche eléctrico).
En suma, la propuesta liberal para descarbonizar la economía no es una propuesta basada esencialmente en la restricción de nuestro consumo —y, por tanto, en el empeoramiento de nuestros estándares de vida—, sino sobre todo en mantener (o continuar incrementando) esos estándares de vida mediante la promoción de energías limpias. Y para eso no solo necesitamos penalizar relativamente las energías contaminantes frente a las energías limpias, sino también recompensar los esfuerzos dirigidos a descubrir nuevas y más eficientes energías limpias.
Si internalizamos nuestras externalidades negativas y nuestras externalidades positivas sobre el medio ambiente, no resultará en absoluto necesario hiperregular e hipercontrolar la economía para impulsar la tan cacareada transición ecológica. Serán las propias familias y las propias empresas las que se verán incentivadas a exprimir su información propia tanto para limitar las emisiones de CO2 —al tiempo que se minimiza la merma de su bienestar— como para desarrollar nuevas fuentes de energía —al tiempo que se maximizan sus probabilidades de éxito—. Este marco institucional es el mejor antídoto frente a quienes sueñan con instrumentar la crisis climática para estatalizar la economía.
Durante demasiado tiempo, demasiados liberales se han centrado en cuestionar la existencia misma del cambio climático antropogénico. Algo legítimo —siempre que se haga desde el rigor y la honestidad—, pero no consustancial al pensamiento liberal. El liberalismo, como filosofía política que es, no entra como tal en el debate sobre la existencia o inexistencia del cambio climático (para eso existe la climatología), sino en cómo preservar la libertad individual en los distintos contextos sociales imaginables: y uno de esos contextos, claro, puede ser perfectamente el de un mundo donde la actividad humana sí genere cambios en el clima. Por tanto, el liberalismo, como filosofía política, sí debería tener mucho que decir acerca de cómo frenar el cambio climático de un modo que resulte mínimamente invasivo en las libertades individuales.