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¿Un estado de alarma de seis meses?
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Juan Ramón Rallo

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¿Un estado de alarma de seis meses?

Poderes extraordinarios requieren de controles extraordinarios, no de la abrogación de los distintos contrapesos que intentan minimizar el riesgo de abuso de esos poderes

Foto: El dueño de un local de Santiago de Compostela coloca una mesa de terraza en una calle casi vacía. (EFE)
El dueño de un local de Santiago de Compostela coloca una mesa de terraza en una calle casi vacía. (EFE)

Los estados de alarma son un tipo de estado de emergencia: situaciones excepcionales en las que se suspenden temporalmente algunas libertades ciudadanas para así hacer frente a una amenaza que hace peligrar en mucha mayor medida otras libertades. Como ya hemos indicado en anteriores ocasiones, una pandemia tan contagiosa como la del coronavirus podría encajar en una de estas situaciones excepcionales: si los individuos no se responsabilizan de no contagiar —y, por tanto, de no dañar— a otros individuos y la única forma de proteger a las víctimas es ampliando el distanciamiento social hasta suprimir el virus, entonces podría haber una base política para recurrir al estado de emergencia.

Pero incluso en aquellas ocasiones en que quepa justificar un estado de emergencia, desde luego no cabe justificarlo de manera incondicional: las medidas que se adopten bajo este paraguas jurídico han de ser las mínimas indispensables para alcanzar el objetivo propuesto y, por consiguiente, también deberán hallarse en vigor el tiempo estrictamente necesario —y ni un segundo más— para ello.

En este sentido, es posible que el Gobierno haya optado por medidas leves —por un distanciamiento social moderado— en el nuevo estado de alarma decretado para tratar de atajar la epidemia: frente al confinamiento duro del primer estado de alarma, se ha escogido un confinamiento mucho más blando (toque de queda a partir de las 11 de la noche y limitación de desplazamientos entre autonomías). Pero lo que resulta del todo inaceptable, no ya desde un punto de vista jurídico sino político, es que se busque extender la excepcionalidad del estado de alarma, mediante una única prórroga, a un plazo de seis meses.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en rueda de prensa en el Palacio de La Moncloa. (EFE)

Recordemos: el estado de alarma puede justificarse si a) existe una amenaza para nuestras libertades que b) requiere de (las mínimas) restricciones extraordinarias de otras de nuestras libertades para contrarrestarla. Dentro de nuestro ordenamiento, le corresponde al Congreso evaluar si ambas circunstancias subsisten y si, por tanto, cabe mantener legítimamente en vigor el estado de alarma. Pero si el Congreso aprueba inicialmente un estado de emergencia de seis meses de duración, estará abnegando de su deber de fiscalizar periódicamente tales medidas excepcionales limitativas de nuestras libertades.

Por ejemplo, imaginemos que conseguimos erradicar el virus en un periodo inferior a seis meses, ¿qué justificación habría para mantener el toque de queda o la prohibición a desplazarse entre autonomías? Ninguna y, por tanto, deberían ser eliminadas: pero esa decisión quedaría en manos del Gobierno, no del Congreso. Lo mismo cabría decir respecto a la eficacia de las medidas planteadas: imaginemos que, tras varias semanas, comprobamos que el toque de queda ejerce una influencia minúscula o irrelevante sobre la propagación de la pandemia (de hecho, ¿qué evidencia aplicable a España tenemos de que se trata de una medida eficaz?), en tal caso, también deberíamos proceder a eliminarlo. Pero, de nuevo, esa potestad quedará en manos del Ejecutivo y no será fiscalizable por el Congreso.

No deberíamos tolerar socialmente que el Gobierno obtenga una prórroga única de medio año para el estado de alarma

De ahí que no deberíamos tolerar socialmente que el Gobierno obtenga una prórroga única de medio año para el estado de alarma: poderes extraordinarios requieren de controles extraordinarios, no de la abrogación de los distintos pesos y contrapesos que intentan minimizar el riesgo de abuso de esos poderes extraordinarios. Desde antaño, los Estados han intentado instrumentar las crisis para ampliar el rango de su arbitrariedad: no en vano, durante las crisis, las sociedades suelen ser mucho más domeñables a la hora de trocar su libertad por una aparente seguridad.

El riesgo de semejantes cambalaches es que se cuelen propuestas camufladas de seguridad cuando no la proporcionan y, de hecho, lo único que buscan es limitar la libertad: por eso, la vigilancia continuada es imprescindible y, por eso, no debería resultar admisible que el Congreso extienda un cheque en blanco al Gobierno durante un plazo de seis meses. Que el pánico no nos lleve a enterrar aquellos procedimientos que buscan garantizar nuestras libertades tanto en tiempos ordinarios como en momentos extraordinarios.

Los estados de alarma son un tipo de estado de emergencia: situaciones excepcionales en las que se suspenden temporalmente algunas libertades ciudadanas para así hacer frente a una amenaza que hace peligrar en mucha mayor medida otras libertades. Como ya hemos indicado en anteriores ocasiones, una pandemia tan contagiosa como la del coronavirus podría encajar en una de estas situaciones excepcionales: si los individuos no se responsabilizan de no contagiar —y, por tanto, de no dañar— a otros individuos y la única forma de proteger a las víctimas es ampliando el distanciamiento social hasta suprimir el virus, entonces podría haber una base política para recurrir al estado de emergencia.

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