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Lo que la vacuna nos revela sobre el capitalismo y la globalización
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Juan Ramón Rallo

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Lo que la vacuna nos revela sobre el capitalismo y la globalización

Poner fin al capitalismo y la globalización no pondría fin a las pandemias, pero sí acabaría con uno de los marcos institucionales más eficaces para contrarrestarlas

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Durante meses hemos escuchado que el coronavirus iba a suponer la muerte de la globalización y del capitalismo: la pandemia había sido provocada por la apertura de fronteras y, además, los mercados se habían mostrado incapaces de reaccionar al desastre que estábamos experimentando. Aquí en España, por ejemplo, el Gobierno nos decía que la crisis ponía de relieve la necesidad de avanzar hacia una mucho más intensa planificación estatal sobre los sectores estratégicos de la economía para así evitar que catástrofes como esta volvieran a sucederse en algún momento futuro.

Y si bien es cierto que, en ciertos ámbitos, la globalización y los mercados pueden volvernos más frágiles frente a shocks como el del coronavirus, no es menos cierto que esa misma globalización y esos mismos mercados también consiguen que nos volvamos mucho más adaptables a esos 'shocks'. En este sentido, las dos vacunas que han sido aparentemente desarrolladas hasta la fecha (todavía hemos de conocer los detalles definitivos y comprobar que efectivamente no existen efectos adversos), la de Pfizer-BioNTech y la de Moderna, contienen importantes lecciones sobre cómo la globalización y los mercados podrían terminan salvándonos de esta devastadora pandemia.

Grandes diferencias entre la vacuna de Pfizer y la de Moderna

Primero, la vacuna de Pfizer-BioNTech es un magnífico ejemplo de cómo la libertad de circulación de personas y de capitales fomenta la innovación. Por un lado, Pfizer es una compañía estadounidense que une esfuerzos con BioNTech, una empresa alemana, para financiar conjuntamente la investigación, la producción y la comercialización de una vacuna: ha sido, pues, la posibilidad de que el capital circule internacionalmente lo que ha permitido que ambas empresas cooperen. Pero es que, además, Biontech es una empresa alemana fundada por la segunda generación de dos familias de inmigrantes turcos: Ugur Sahin y Özlem Türeci (el matrimonio que constituyó y dirige Biontech, él como consejero delegado y ella como directora médica) son hijos de inmigrantes turcos que acudieron a Alemania Occidental (que no Oriental) después de la Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, el desarrollo de la vacuna también ilustra las bondades de la libertad de circulación de mentes brillantes para que estas puedan instalarse allí donde puedan maximizar la generación de valor para la sociedad.

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Segundo, la vacuna de Moderna es el resultado de la visión 'largoplacista' de sus accionistas. Moderna es una compañía que se fundó en 2010 y, desde entonces, no ha conseguido que ninguno de sus fármacos haya sido aprobado por la FDA. Sus ingresos anuales son muy escasos —apenas 60 millones de dólares, con los que ni lejanamente cubre unos gastos que son 10 veces mayores— y proceden esencialmente de colaborar con otras farmacéuticas (como AstraZeneca o Merck). Y pese a que en una década no ha sido capaz de desarrollar nada monetizable, quemando anualmente caja en cantidades 'cienmillonarias', la compañía ha seguido operando merced a la confianza depositada por sus accionistas: desde 2010, las pérdidas acumuladas ascienden a 1.500 millones de dólares, pero la farmacéutica ha conseguido atraer fondos de 3.200 millones de dólares. Hasta el punto de que su capitalización bursátil, antes ya de anunciar los resultados de la fase III sobre la vacuna, ascendía a 35.000 millones de dólares: con 60 millones de ingresos y pérdidas cienmillonarias, ha logrado un valor de mercado de 35.000 millones de dólares. Para algunos podría ser la prueba definitiva de que estamos ante una burbuja financiera gigantesca: pero si la vacuna termina prosperando, más bien se trataría de un caso de inversión 'largoplacista' en desarrollar una infraestructura farmacéutica con capacidad para crear una revolucionaria vacuna en apenas medio año.

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En definitiva, puede que la globalización y el libre mercado, al hacernos porosos e interdependientes, nos vuelva frágiles frente a ciertas amenazas, como puede ser una pandemia. Acaso cabría pensar que ese, nuestra fragilidad, es el precio que hemos de pagar por la prosperidad generalizada que sin duda han traído el capitalismo y la globalización. Pero, en realidad, el capitalismo y la globalización también nos proporcionan los medios para adaptarnos y reaccionar rápidamente ante esas amenazas. Poner fin al capitalismo y la globalización no pondría fin a las pandemias, ni a otros graves desastres que pueden asolar nuestras sociedades, pero sí acabaría con uno de los marcos institucionales más eficaces para contrarrestarlas.

Durante meses hemos escuchado que el coronavirus iba a suponer la muerte de la globalización y del capitalismo: la pandemia había sido provocada por la apertura de fronteras y, además, los mercados se habían mostrado incapaces de reaccionar al desastre que estábamos experimentando. Aquí en España, por ejemplo, el Gobierno nos decía que la crisis ponía de relieve la necesidad de avanzar hacia una mucho más intensa planificación estatal sobre los sectores estratégicos de la economía para así evitar que catástrofes como esta volvieran a sucederse en algún momento futuro.

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