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Por qué suspender las patentes no solucionará la escasez de vacunas
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Juan Ramón Rallo

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Por qué suspender las patentes no solucionará la escasez de vacunas

El asunto es lo suficientemente complejo como para andar con pies de plomo. Suspender las patentes es puro postureo ético sin soluciones eficaces frente a un problema real

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Muchos liberales somos partidarios de que las patentes vayan progresivamente desapareciendo. Aunque suele pensarse (incluso por otros liberales) que este instrumento contribuye a proteger la propiedad sobre las nuevas ideas aplicadas y, por tanto, a rentabilizar el progreso técnico, la evidencia al respecto no es ni mucho menos incontrovertible: es verdad que las patentes aumentan los ingresos vinculados a la I+D (puesto que otorgan un monopolio temporal de explotación a su titular), pero al mismo tiempo también encarecen los gastos vinculados a la I+D (para innovar, suele ser necesario comprar otras patentes existentes o al menos conseguir una licencia de uso) y generan incentivos perversos (por ejemplo, las patentes 'trol').

Ahora bien, el asunto es lo suficientemente complejo como para andar con pies de plomo, evitando dogmatismos y medidas súbitas con consecuencias no conocidas. En este sentido, la suspensión de las patentes de las vacunas contra el covid-19 que acaba de proponer el Gobierno estadounidense de Joe Biden debería llevarnos al menos a un prudente escepticismo. No porque no exista un auténtico problema con el ritmo de vacunación mundial (el cual avanza aceptablemente en el Primer Mundo, pero de un modo exageradamente lento en el Tercer Mundo, algo que no solo es perjudicial para el Tercer Mundo, sino también para el primero, por cuanto incrementa el riesgo de que el virus mute y se vuelva resistente a las vacunas), sino porque no queda nada claro que la solución a ese problema pase por suspender 'ipso facto' las patentes. Por varios motivos.

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Primero, las patentes no constituyen un obstáculo insalvable para escalar la producción de vacunas a través de compañías distintas a aquella que posee la patente: y es que las farmacéuticas pueden comercializar (y de hecho así lo han hecho de manera muy intensa durante los últimos meses) licencias de uso sobre esas patentes para que otras empresas la fabriquen por su cuenta. Por ejemplo, y sin ir demasiado lejos, Janssen ha llegado a un acuerdo con la farmacéutica española Reig Jofre para que produzca desde junio este fármaco en su planta de Barcelona. Las farmacéuticas no se están conteniendo a la hora de suscribir este tipo de acuerdos porque, por un lado, entienden la urgencia de incrementar la producción global de vacunas y, por otro, porque también constituyen una importante fuente de ingresos para ellas.

Segundo, aunque tendamos a pensar que basta con la suspensión de las patentes para que cualquier persona o empresa disponga del conocimiento suficiente como para fabricar las vacunas en masa, esto no es ni mucho menos así. La producción de fármacos requiere de mucho 'know how' que no está formalizado en la patente y, por tanto, requiere de la colaboración de la farmacéutica que desarrolló originalmente el medicamento (la única que posee ese conocimiento no articulado en la patente). La transferencia de conocimiento no es una actividad sencilla de conseguir, especialmente en las nuevas vacunas de ARN mensajero (China no suele respetar la propiedad intelectual occidental y de momento no ha sido capaz de fabricar ni una sola dosis de las vacunas de ARN mensajero), pero también las de AstraZeneca, Janssen o Sputnik requieren de un complejo 'know how' que no se transferirá sin la cooperación voluntaria de las farmacéuticas.

La transferencia de conocimiento no es una actividad sencilla de conseguir, especialmente en las vacunas de ARN mensajero

Tercero, el mayor cuello de botella ahora mismo para escalar la fabricación de vacunas no son las patentes, sino la insuficiencia de los materiales que necesitamos para producirlas. Por ejemplo, las vacunas de ARN mensajero solo pueden producirse en fábricas especiales que tanto Pfizer como Moderna han tenido que construir desde cero: en la actualidad, no existe capacidad ociosa en ninguna de estas fábricas a lo largo y ancho del mundo. Asimismo, también carecemos de biorreactores suficientes en el corto plazo: la vacuna de Novavax necesita, verbigracia, de la corteza gris, oscura y agrietada de un árbol milenario chileno cuya oferta está naturalmente limitada; a su vez, también nos enfrentamos a corto plazo a la insuficiencia de bolsas de plástico gigantes donde mezclar los ingredientes de las vacunas. Todo esto representa una restricción mucho más importante para incrementar a corto plazo la producción global de vacunas que las patentes.

Y, siendo así, la prioridad en estos momentos debería consistir en acelerar la inversión privada o pública (no voy a entrar en cuáles son mis preferencias ideológicas al respecto) para incrementar la capacidad de producción de las vacunas (ya sea construyendo nuevas plantas especializadas en vacunas de ARN mensajero; ya sea incrementando la provisión de biorreactores o buscando sustitutos a los mismos, etc.). Para lograrlo con inversión privada, las farmacéuticas deberían hincharse a ganar más dinero que en la actualidad (por ejemplo, pagándoles más por cada dosis) para que, a su vez, estén dispuestas a sobrepujar por los materiales que necesitan hasta el punto en que se trasladen muchos más recursos a redoblar su oferta. Para que sea la inversión pública, los gobiernos deberían destinar varios miles de millones de euros a subsidiar (o ejecutar directamente) estas inversiones.

La segunda alternativa no parece que esté en camino, puesto que ni siquiera Biden ha anunciado planes al respecto; y la primera vía se vería obstaculizada por la suspensión de las patentes. Al final, pues, suspender las patentes es puro postureo ético sin soluciones eficaces frente a un problema real.

Muchos liberales somos partidarios de que las patentes vayan progresivamente desapareciendo. Aunque suele pensarse (incluso por otros liberales) que este instrumento contribuye a proteger la propiedad sobre las nuevas ideas aplicadas y, por tanto, a rentabilizar el progreso técnico, la evidencia al respecto no es ni mucho menos incontrovertible: es verdad que las patentes aumentan los ingresos vinculados a la I+D (puesto que otorgan un monopolio temporal de explotación a su titular), pero al mismo tiempo también encarecen los gastos vinculados a la I+D (para innovar, suele ser necesario comprar otras patentes existentes o al menos conseguir una licencia de uso) y generan incentivos perversos (por ejemplo, las patentes 'trol').

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