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No es la refriega partidista: es el Estado de derecho
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Juan Ramón Rallo

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No es la refriega partidista: es el Estado de derecho

En lugar de interpretarlo como una reflexión sobre los procedimientos debidos de nuestro Estado de derecho, lo analizan desde la estrecha perspectiva de la refriega partidista

Foto: La calle Segovia de Madrid, vacía durante el estado de alarma. (EFE)
La calle Segovia de Madrid, vacía durante el estado de alarma. (EFE)

Circunstancias extraordinarias pueden requerir medidas extraordinarias, pero también garantías extraordinarias para que esas medidas no se instrumentalicen para finalidades espurias. Por eso, nuestro ordenamiento constitucional establece distintas modalidades de estados de emergencia (alarma, excepción y sitio): ante amenazas de magnitud diversa, respuestas de intensidad diversa y también controles sobre el poder político con grados de rigor diversos.

Así, mientras el estado de alarma es aquel que la ley considera a efectos expositivos más apropiados para hacer frente a la amenaza que supone una epidemia (artículo 4.b de la Ley 4/81), el estado de excepción se reserva para circunstancias más graves en las que no resulta posible restablecer el orden público o el funcionamiento de servicios públicos esenciales (como la sanidad) con las medidas previstas por el estado de alarma. Por consiguiente, podría parecer que el estado de emergencia adecuado para hacer frente a la pandemia debería haber sido el estado de alarma y no el de excepción. Y esa habría sido la conclusión adecuada si el Ejecutivo no hubiese decretado el confinamiento domiciliario o la prohibición de los desplazamientos entre provincias: en tal caso, las facultades del estado de alarma quedan desbordadas (el artículo 11.a de la Ley 4/81 solo habilita a que el estado de alarma límite “la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados”, pero no una suspensión total del derecho de circulación, del de reunión o del de manifestación) y no otorga cobertura constitucional a tal potestad extraordinaria.

Así que una de dos: o bien el Gobierno sacaba adelante el estado de alarma sin confinamiento o bien el Gobierno aprobaba un estado de excepción para dar cobertura jurídica al confinamiento. Ese ha sido el mensaje que acaba de mandar el Tribunal Constitucional y que tantos se están empeñando en malinterpretar: para limitaciones agravadas de derechos fundamentales (como la limitación del derecho de circulación, reunión y manifestación), procedimientos garantistas agravados para protegernos de la arbitrariedad política.

Porque esa es la cuestión de fondo: ¿a qué se debe que el Gobierno, siendo consciente de que estaba bordeando el ordenamiento constitucional cuando empleó el estado de alarma para decretar un confinamiento domiciliario duro, se negara a cubrirse jurídicamente las espaldas recurriendo al estado de excepción? Los propagandistas de turno aseguran que el Ejecutivo intentó minimizar la limitación de nuestros derechos fundamentales: a la postre, el estado de excepción también habilita a la autoridad gubernativa a suspender el derecho de comunicaciones, a suspender todo tipo de publicaciones o de emisiones de radio y televisión, o a efectuar detenciones de personas sospechosas. Pero que un estado de excepción pueda llegar a dotar al Ejecutivo de tan extraordinarios poderes no equivale a que necesariamente todo estado de excepción deba otorgarlos: es el Congreso quien establece los límites de cada estado de excepción y, para hacer frente a la pandemia, es evidente que no habría sido necesario conceder al Gobierno ninguno de tan excesivos poderes.

Foto: La ministra de Justicia, Pilar Llop, durante una intervención este miércoles, en el Palacio de la Moncloa. (EFE)

La auténtica razón es otra: la aprobación del estado de excepción está sometida a controles políticos reforzados cuyo objetivo es, precisamente, reducir el riesgo de abuso de tan extraordinarios poderes por parte del Ejecutivo. En particular, el estado de excepción solo puede declararse si previamente lo ha aprobado el Congreso, por un máximo de 30 días (prorrogables por otros 30) y estableciendo de antemano el importe máximo de las sanciones en caso de incumplimiento. Se trata, pues, de un procedimiento mucho más garantista para los ciudadanos, pero desde luego menos conveniente para un Gobierno, que se ve mucho más constreñido en su capacidad de actuación.

Lo dramático del asunto, empero, es que, en lugar de tomarnos la sentencia del Constitucional como un toque de atención para reforzar el Estado de derecho —si cualquier Gobierno en el futuro quisiere limitar la libertad de circulación, de reunión o de manifestación del mismo modo que durante el confinamiento, deberá hacerlo a través de la aprobación de un estado de excepción—, la factoría pro-gubernamental se ha dedicado a desacreditar el fallo del tribunal por haber dado la razón a Vox y por haber puesto en cuestión un estado de alarma que supuestamente salvó centenares de miles de vidas. En lugar de interpretarlo como una reflexión de fondo sobre los procedimientos debidos de nuestro Estado de derecho, lo analizan desde la estrecha perspectiva de la refriega partidista. Como si esto tratara de si Sánchez va a ganar o perder un puñado de votos durante los próximos años y no, en cambio, de cómo mejorar la calidad de nuestras instituciones jurídicas durante las próximas décadas.

Circunstancias extraordinarias pueden requerir medidas extraordinarias, pero también garantías extraordinarias para que esas medidas no se instrumentalicen para finalidades espurias. Por eso, nuestro ordenamiento constitucional establece distintas modalidades de estados de emergencia (alarma, excepción y sitio): ante amenazas de magnitud diversa, respuestas de intensidad diversa y también controles sobre el poder político con grados de rigor diversos.

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