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Debemos empezar a tomarnos en serio la inflación
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Juan Ramón Rallo

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Debemos empezar a tomarnos en serio la inflación

El problema, pues, no es tanto que algunos precios estén aumentando, sino las causas por las que están aumentando y las consecuencias que pueden derivarse de ese incremento

Foto: Foto: EFE.
Foto: EFE.

Durante muchos años se nos había dicho que la curva de Phillips, la relación negativa entre empleo e inflación, estaba muerta. Eran muchos los que postulaban una relación aplanada de entre ambas variable: el volumen de empleo podía incrementarse sin que la inflación lo hiciera. Desde luego, en contextos en los que la oferta de un factor productivo es elástica (y en parte puede serlo porque la demanda de dinero es muy intensa, de modo que hay predisposición a aumentar la oferta a un precio estable) es posible que se dé esa curva de Phillips aplanada, pero presuponer que eso será así en cualquier contexto y para cualquier magnitud de aumento del gasto es un sinsentido.

De hecho, aunque solemos referirnos a la curva de Phillips en relación con el nivel de empleo del factor trabajo, en realidad podríamos establecer una curva de Phillips para el nivel de empleo de cualquier factor productivo: conforme la disponibilidad efectiva de un factor productivo se va agotando —porque desaparecen sus 'stocks' y su capacidad para producirlos se halla a corto plazo en el límite—, su precio acaba aumentando. Esa es la situación en la que nos encontramos en estos momentos: la famosa inflación por cuellos de botella no es más que la curva de Phillips en funcionamiento (de hecho, su influencia ya se está dejando notar en el factor trabajo, puesto que los salarios están aumentando en EEUU al mayor ritmo en 20 años).

Foto: La vicepresidenta primera del Gobierno, Nadia Calviño. (EFE)

Que los precios de los cuellos de botella se incrementen es absolutamente necesario para poder empezar a solucionarlos: el aumento de precios relativos señaliza aquellas partes de la economía que resultan relativamente más escasas y relativamente más valiosas. Si muchos agentes económicos necesitan emplear un mismo factor productivo y no hay suficientes unidades del mismo como para abastecer a todos ellos, entonces es necesario que ese factor productivo se encarezca para lograr dos objetivos: por un lado, que aquellos agentes económicos que generan un menor valor consumiendo tal factor productivo escaso dejen de demandarlo (lo cual, claro, implica una contracción de la actividad de determinadas industrias); por otro, incentivar lo más rápidamente posible un aumento de la oferta de ese factor productivo.

El problema, pues, no es tanto que algunos precios estén aumentando, sino las causas por las que están aumentando y las consecuencias que pueden derivarse de ese incremento.

Por el lado de las causas, es evidente que la pandemia ha sacudido las estructuras de producción globales (por quiebras y subinversión) y ello vuelve la oferta más inelástica. Pero tampoco deberíamos obviar el potente paquete de estímulo del gasto (desde el lado fiscal y monetario) que se ha insuflado durante los últimos meses a nuestra economía. De hecho, ese estímulo se sigue insuflando sin cambio alguno en la actualidad, lo que vuelve su influencia mucho más inflacionista que cuando se aprobó en un principio: estimular el gasto cuando el gasto agregado está paralizado tiene escasa influencia sobre los precios, pero seguir haciéndolo al mismo ritmo cuando el gasto agregado se ha disparado (por ejemplo, el gasto de las familias en EEUU se ubica en máximos históricos) por supuesto que sí la tiene. Si hay un desequilibrio entre oferta y demanda en muchos sectores, alimentar artificialmente la demanda solo alimentará el desequilibrio: por ejemplo, si una de las funciones del alza de precios era que algunos agentes económicos dejaran de demandarlos, los estímulos pueden contribuir a que todos los demandantes estén dispuestos a abonar el mayor precio y a que nadie restrinja si gasto (salvo a precios todavía mayores).

Foto: Sede del Banco de España. (iStock)

Por el lado de las consecuencias, una elevación prolongada de los precios puede engendrar dos tipos de efectos perversos: uno económico y otro político. El económico es que la inflación penetre en las expectativas de los agentes y entremos en una espiral precios-salarios: parte de esto ya está empezando a suceder desde el lado empresarial y otra parte puede terminar ocurriendo desde el lado salarial si no se ataja la inflación (recordemos que 2021 será el año en el que más poder adquisitivo perderán los trabajadores durante todo el siglo XXI). El político es que, cuanto más tiempo perdure la inflación, mayores serán las tentaciones de establecer controles de precios, esto es, de que el racionamiento de la escasez no se haga en función de criterios económicos (quién es capaz de generar más valor con los factores que escasean) sino de criterios políticos (quiénes consideran nuestros gobernantes que deberían acceder a esos recursos escasos): en China, por ejemplo, los controles de precios a la electricidad han provocado un parón sin precedentes fuera de una crisis.

En definitiva, la inflación que estamos experimentando en estos momentos es una parte necesaria y en otra parte artificialmente alimentada y por tanto innecesaria: deberíamos dejar de cebarla artificialmente porque, cuanto más tiempo nos acompañe, más peligrosa se volverá para nuestro futuro.

Durante muchos años se nos había dicho que la curva de Phillips, la relación negativa entre empleo e inflación, estaba muerta. Eran muchos los que postulaban una relación aplanada de entre ambas variable: el volumen de empleo podía incrementarse sin que la inflación lo hiciera. Desde luego, en contextos en los que la oferta de un factor productivo es elástica (y en parte puede serlo porque la demanda de dinero es muy intensa, de modo que hay predisposición a aumentar la oferta a un precio estable) es posible que se dé esa curva de Phillips aplanada, pero presuponer que eso será así en cualquier contexto y para cualquier magnitud de aumento del gasto es un sinsentido.

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